domingo, 24 de enero de 2010

Tristeza

"El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esa tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso."
Haruki Murakami
Tokio Blues Norwegian Wood


Comencé el año no cumpliendo las tareas que me han solicitado para dejar de lado ciertas anclas emocionales que me atan fuertemente al pasado. La encomienda fue simple y directa: "si tiene o siente ganas de llorar: ¡llore!". Y a pesar de que me conduzco con una sensibilidad y emotividad exacerbadas, no he podido cumplir con el cometido. Me conmueve hasta el tuétano la música, la poesía, el cine y hasta los fríos atardeceres de este invierno, pero simplemente no he podido llorar.
La semana pasada, en una conversación que parecía de lo más ocasional, mi madre me informó de la muerte del tío Vicente y ¡plum!, casi me derrumbo por completo. Tenía años sin visitarlo y sólo sabía de su estado de salud por referencias terciadas. No era precisamente la cercanía lo que marcaba nuestras relaciones familiares. Así eran cuando niño, así fueron mientras adolescente y así continuaron durante la adultez. Lo duro, lo impactante de la noticia, provino del rápido recuento que hice del panteón familiar paterno: con la muerte del Tío Vicente se cerró por completo una ronda generacional de mi familia.
El dato frío, la cabeza hecha un caos, el corazón agitado y con ganas de salirse por la boca. Reflexionaba sobre el agotamiento de esa rama del arbol genealógico y concluía que cada vez sumo más recuerdos y fantasmas a la memoria y que la muerte cada vez se acerca más a mí. Así, me sentí sumamente conmovido por la noticia y sin embargo, tampoco fluyeron las lágrimas que me permitieran realizar la tarea pendiente.
La tristeza es una asignatura que nunca puedo culminar.

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