miércoles, 30 de diciembre de 2020

Nietzsche cibernético o de las redes sociales


26 de diciembre de 2020

Todo fue obra de la casualidad: subí una foto de mi mascota a Facebook, acompañada de un par de canes más y, al paso de dos días me hicieron ver que había echado a perder involuntariamente el efecto sorpresa para otros miembros de la familia, radicados más allá del Océano Atlántico, con un evento programado a futuro en el que estaría involucrado uno de estos peludos que aparecían muy monos en mi muro de esta red social. El bochorno por la metida de pata fue mayor, pues el desaguisado no pasó para mí como una anécdota más de las que se comparten y animan las sobremesas, sino que nuevamente me llevó a replantearme mi relación y uso de las redes sociales con todas las responsabilidades e implicaciones que tienen respecto a la privacidad personal de lo que ahí se comparte pero, sobre todo, en cómo no cometer errores, conscientes o involuntarios, que afecten la privacidad e interacción de terceros, que ni la deben ni la temen.

De por sí, de un tiempo a la fecha he mantenido una relación de respetuosa distancia sobre el uso de las redes; con lo ocurrido en esta historia, nuevamente, me planteo la necesidad de realizar una pausa de largo aliento sobre el uso de estas tecnologías de la comunicación. Y no es que me declare un tecnófobo, pero me queda claro que lo que sí debo revisar son mis formas de interacción, los contenidos y los tiempos que destino para el uso de ellas.

Esto me hizo retomar una de las tantas lecturas paralelas que había dejado inconclusa, el libro llamado Diez razones para borrar tus redes sociales de inmediato, escrito por Jaron Lanier. Pero ¿quién es Jaron Lanier? Programador, matemático, informático, artista visual y compositor musical; fue uno de los precursores de la realidad virtual, desarrollador de la Web 2.0, y actualmente es considerado como un filósofo de la informática. El libro referido, escrito durante 2107 y publicado en 2018, se ha convertido como referencia ineludible para el debate, parafraseando a Nietzsche, de la utilidad y de los inconvenientes de las redes sociales para la vida.

Estas diez razones son el hilo argumental que desarrolla a lo largo del capitulado de los libros y que su sola mención pueden darnos una de idea de por dónde va el posicionamiento del autor sobre el asunto al que quiere que pongamos mayor atención: 1) estás perdiendo el libre albedrío; 2) renunciar a las redes sociales es la mejor manera de resistir a la locura de nuestro tiempo; 3) las redes sociales te están convirtiendo en un idiota; 4) las redes sociales están socavando la verdad; 5) las redes sociales están vaciando de contenido todo lo que dices; 6) las redes sociales están destruyendo tu capacidad de empatizar; 7) las redes sociales te hacen infeliz; 8) las redes sociales no quieren que tengas dignidad económica; 9) las redes sociales hacen imposible la política, y 10) las redes sociales aborrecen tu alma.

Hay dos conceptos iniciales que se desarrollan a lo largo de las páginas, la descripción de las redes sociales como “imperios de la modificación de la conducta”; para referirse al algoritmo tan temido por todos nosotros, y que cada vez nos sorprende menos la capacidad de conocer mejor nuestros gustos, consumos y aficiones, desarrolla el concepto de incordio, al que define como la “máquina estadística que vive en las nubes computacionales (…) Recordémoslo: los fenómenos estadísticos y difusos son, no obstante, reales. Incluso en sus versiones más perfeccionadas, los algoritmos incordio solo pueden calcular la probabilidad de que una persona actúe de determinada manera. Pero lo que podría no ser más que una probabilidad para cada individuo tiende a ser una certeza en promedio para una gran cantidad de personas. La población general puede verse afectada con mayor predictibilidad que cualquier persona individual”.

Así las cosas. Llegó diciembre, época en la que se hacen balances y propósitos y yo, por lo pronto, hago examen de conciencia sobre esas diez razones mientras intento sobreponerme a la incómoda sensación de haber echado a perder la sorpresa a parte de la familia, todo por una fotografía de tres peludos dormidos en un sofá anaranjado. Mientras tanto, a sabiendas de que esto no es una metedura de pata: deseo que haya salud y paz para los tres lectores de esta columna, la cual hará una pausa y volverá a las andadas en enero de 2021 para seguir contando las cosas que se alcanzan a ver del mundo desde mi ventana.

Las letras extraviadas y los agitados mares de la memoria


12 de diciembre de 2020

 Comenzó el día con la incómoda y triste tarea de redactar un mensaje de apoyo y consuelo para una amiga por la repentina muerte de su madre. Así que, sin mucha claridad sobre cómo sacar adelante ese compromiso de amistad, decidí revisar mis libretas de apuntes y citas, que luego suelen sacarme del atolladero ese del no saber qué decir para un evento de ese impacto y trascendencia para esa familia. Pasé dos o tres páginas y decidí abandonar esa estrategia. Tratando de salir del paso, encendí un viejo disco duro, que guarda mejor los recuerdos que mi propia memoria y los minutos se fueron extendiendo hasta convertirse en horas, repasando archivos, pasajes y escritos perdidos ahí. Ahí estaba el registro digital de por lo menos 15 años de mi vida.

La mayoría los pude ubicar perfectamente en el contexto en que fueron generados o almacenados, otros más, no recordaba ni la razón, mucho menos el momento en que los había guardado para la posteridad. Del sentimiento inicial de tristeza que me llevó hasta este sitio, comencé a experimentar otras emociones, que iban de la sorpresa, a la alegría y a la nostalgia, hecho que provocaba que la lectura de esos registros fueran una especie de reflejos musculares en gran parte de mi cuerpo, sobre todo, en el área circundante al corazón.

Una foto de mi sobrina mayor con apenas un año de edad, cuando ahora está a punto de salir de la universidad. Una lista de canciones de 1995, a las que en ejercicio nemotécnico, escuchaba y me obligaba a pasar a computadora la letra, para procurar un buen funcionamiento a futuro del cerebro y de la memoria, cosa que evidentemente no ocurrió y así es que transitando este camino de carpetas y archivos, paulatinamente, fui  recuperando algunas piezas de un rompecabezas personal que creía resuelto y más simple de lo que ahí fui descubriendo.

No fue menor mi incredulidad cuando vi que en carpetas escrupulosamente ordenadas de 1995 al 2015, hay un buen número de textos, sobre todo con fines literarios, que se quedaron justo en la oscuridad de un baúl digital que no había sido abierto hasta hoy. De esos afanes literarios sólo quedan evidencias en la revista independiente ABC´S entre el verano de 1998 y la primavera de 2000, proyecto al que fui invitado por el director, promotor y difusor de esta alternativa, Mario Torres López, lo cual siempre agradeceré, porque ahí supe que lo mío lo mío no era ser escritor, sino seguir siendo apenas un lector, en ese entonces empedernido, ahora más disperso y distraído, pero que no cejo en el empeño, a pesar del aparente caos con el que elijo los autores y los libros que han de acompañarme en determinado momento.

En ese mismo registro de mi paso por las letras, encuentro los trazos, bocetos y apuntes desde los que alimenté los distintos blogs o bitácoras digitales en los cuales he querido darle salida a ciertas impresiones o lecturas de la realidad muy personales, tarea de las cuales hay vestigios desde el año 2007 hasta el 19 de noviembre de 2019, fecha en que hice la última publicación en mi blog. ¡Ya más de un año, caray!, y de inmediato trato de quitarme la incomodidad de esta omisión argumentando internamente que muchas de mis notas y apuntes los he dejado colgados en Facebook desde el 12 de abril del 2010, fecha que puntualmente me recuerda el Gran Hermano que controla esa plataforma.

Así, sigo encontrando rastros de mi paso por las letras y sus huellas en los caminos digitales, cuando el llamado de la realidad me regresa de golpe al día de hoy y entiendo que ya no debo de darle más vuelta a la encomienda inicial del día. Redacto la carta postergada, que fue la razón primaria que hizo dirigirme hasta mi computadora, y cuando estoy por terminar los detalles de cortesía finales para este tipo de textos, vía telefónica, mi sobrina me comparte la triste noticia del fallecimiento de una de sus amigas de la secundaria.

¡Otra vez no sé qué decir! ¡Maldita sea la escasez de palabras para situaciones así! Me quedo nuevamente en silencio y comienzo a entender que este repentino viaje matutino por la ruta de las palabras, de los archivos digitales y de la memoria olvidada, ha servido para mitigar en algo estos días tormentosos que por momentos no parecen dar tregua.

Hoy reencontré parte de mí en las letras extraviadas de ese viejo disco duro, sin saber que al final del día, iban a ser una tabla de salvación en el registro de estos días funestos, con la esperanza de que pronto vengan otros mares, con aguas menos agitadas, para todos.

Uno y sus demonios


 5 de diciembre de 2020

El día es gris y lluvioso, como en sintonía con el ánimo compartido en las últimas semanas. Parece que no ha ocurrido nada y, sin embargo, para muchas personas ha cambiado todo. O acaso ¿habrá alguien que se atreva a afirmar que entiende y sabe cómo comportarse a cabalidad en esta nueva “normalidad”?. El optimismo condensado en las frases motivacionales que inundan las redes sociales a todas horas no es más que el rostro luminoso con el que hemos querido envolver nuestros temores e inquietudes compartidas. Leo por aquí y por allá que antes estábamos peor y no lo sabíamos, pero que ahora, con el agua casi hasta el cuello, a punto de tocar el punto más crítico de la situación, es momento de reconocer que estamos mal, pero, al mismo tiempo, es la oportunidad de comenzar a transitar el camino para que el futuro sea mejor para todos.

¿De verdad hay algo de consuelo en esa frase? Y disculpen ustedes esta actitud tan escéptica y negacionista con la que he tenido que lidiar últimamente, con la que hasta yo mismo me siento incómodo. Dicen que el tiempo pasa, pero no los días. El reloj no se ha detenido ni un solo segundo. Busco maneras para salir de estos laberintos mentales y no hago más que resbalarme continuamente con los charcos que forman la duda, la sombra y la incertidumbre. ¿A dónde se han ido muchas de las certezas que nos hacían funcionales o aptos para esta vida? No lo sé. Es la pregunta que me ronda constantemente.

El distanciamiento físico comenzó en marzo, pero, al paso de los meses, ahora parece que mi aislamiento emocional me coloca cerca de los abismos de la indiferencia y hasta de la misantropía. He dejado de ver los diarios, de seguir los noticieros de televisión y radio, en un afán de protegerme de un mundo al que me está costando trabajo encontrarle una razón y una lógica más superior que los banales intereses económicos, políticos y financieros con los que cotidianamente nos han querido convencer de que en ellos se fundan el bienestar colectivo y la felicidad individual.

Las cifras de la pandemia, el porcentaje de efectividad de la probable vacuna, los precontratos para adquirirla no son más que números que poco o nada dicen de lo que cada uno de nosotros hemos tenido que lidiar para llegar hasta aquí a más de nueve meses de ser actores y testigos involuntarios de esta situación excepcional de salud. Una de las pocas opciones que hemos tenido para salir de esta situación ha sido la investigación y divulgación científica, pero nos hemos cansado de llenar con piedras y obstáculos esa vía por medio de la ignorancia, el prejuicio y las fake news.

Como bien lo dijo el astrofísico norteamericano Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios, la ciencia es más que un cuerpo de conocimiento, es una manera de pensar. Y ante lo vertiginoso de la vida moderna, más vale una teoría pseudocientífica invulnerable e irrefutable que proporcione sensación de tranquilidad, que una actividad científica que formula hipótesis, experimenta y corrige sobre los resultados obtenidos hasta llegar a la solución del problema planteado. Bien sabía Sagan sobre esta grave dificultad cuando, para abrir su texto, utilizó un epígrafe de otro gran científico, Albert Einstein: “Toda nuestra ciencia, comparada con la realidad, es primitiva e infantil… y sin embargo es lo más preciado que tenemos”.

Primitivo e infantil, así he transitado varios de estos meses, hasta el punto de intentar recordar qué era lo que estaba haciendo justo cuando esto cambió. ¿Valdrá para algo recordarlo?, recuperar no sólo el recuerdo, también las sensaciones, los sentimientos alrededor de aquello que estaba haciendo, pensando, planeando, viviendo, ¿valdrá y me servirá para algo en esta nueva «normalidad» que amenaza establecerse entre nosotros por tiempo indefinido? No sé si uno sigue siendo, completamente, el mismo y si los demonios habituales se han mantenido íntegros, se han transformado o se han fortalecido, quizá también -como uno- ellos se ven forzados a adaptarse o, en el peor de los casos, a convivir con otros de su especie que recién vamos descubriendo.

Lo cierto es que, como bien lo dijo Joan Didion al inicio de su texto El año del pensamiento mágico: “La vida cambia de prisa / La vida cambia en un instante / Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba”.

Uno y sus demonios. Así estas horas y estos días que pasan y se repiten.

El sacrilegio de subrayar


 28 de noviembre de 2020

Fabio Morabito, en su texto “La vanidad de subrayar”, cuenta la historia de una persona que no era capaz de abrir un libro sin tener siempre a la mano un lápiz para subrayar lo que le gustaba, no importaba el género porque, para esa persona, leer y subrayar eran sinónimos y el paso ineludible para escribir sus propios textos aunque nunca en su vida había redactado una sola línea pues, en el fondo, a lo que aspiraba era a escribir un libro perfecto, subrayable de la primera a la última página.

Yo soy de esos monstruos que subrayan los libros. Para unos, una aberración y un sacrilegio, para otros, un recurso para retomar el camino cuando sientes que no vas a ninguna parte. Yo, lápiz en mano, intento discurrir a dónde van las lecturas realizadas a lo largo de mi vida lectora y dejar breve constancia escrita de mis múltiples subrayados y de los diálogos silenciosos que sostengo con mis libreros. Acaso he llegado a comprender que subrayar y compartir son parientes cercanos de la lectura y la escritura y su hábitat natural es la memoria

Memorioso ando en estos tiempos complicados y rescato, para mi (re)disfrute y afán convidatorio, estas citas y textos que desde la palabra ajena hasta la propia son, más que una recopilación cronológica de andanzas lectoras, un reconocimiento de mi vocación de subrayante empedernido:

Del maese Agustín Monsreal: «… En tanto se agota la eternidad, te espero. Vuelve…». Septiembre de 2008.

Para la reflexión: «He ido en busca de la cultura, el pensamiento, la sensibilidad, el señorío, y nada de lo que he ido a buscar fue más grande de lo que dejé: ni la cultura fue más ancha, ni el pensamiento más alto, ni la sensibilidad más honda, ni el señorío mayor…» Ikram Antaki. Diciembre de 2008.

Revisitando a los clásicos. Cuba se posicionó por azar en parte de mis intereses cotidianos. Relectura de Pedro Juan Gutiérrez y su “Rey de La Habana”, quien descarna los sentimientos de sus personajes y nos hace partícipes de sus tragedias particulares y, por otro lado, no obstante la adversidad, Carlos Varela, con su canto a las Nubes, me recordaba que la nostalgia y la tristeza a veces alcanzan niveles poéticos que no alcanzaba yo a sospechar. Cuba en mis días y un trago de anís por las noches. La contradicción me sigue marcando. ¿Y los mojitos? Siguen siendo parte de mi miscelánea de pendientes. Julio de 2009.

Cambio de dirección: Por enésima ocasión, el librero mágico, cómplice de mi insomnio desde la adolescencia, cambió de ubicación. Me tomé con calma el asunto de la mudanza del mueble más no el de la colocación de los textos en sus anaqueles. Sin mucho ánimo y con base en un “criterio de orden” anterior (¡ja!), los libros fueron ocupando el espacio que se les destinaba en esta ocasión. Como casi siempre, los de Historia, los Teóricos y Filosóficos, los de Consulta Frecuente para el trabajo, permanecieron casi intactos. Pero en el “área de literatura” (doble ¡ja!) sí hubo un cambio muy notorio: poesía, cuento, narrativa breve y al final, novela, en estricto orden de género literario, tampoco es para tanto. Todo esto que se resume en unas cuantas líneas, fue acompañado de una buena dosis de estrés y de mal humor, sin embargo, me siento satisfecho con el resultado, porque pude darme cuenta, de que tengo una lista de lecturas ya hechas y que con gusto las volvería a hacer, y tengo otra larga lista de lecturas por realizar, lo cual le dio un matiz muy interesante a este viejo librero de madera. Creo que no hay ningún best-seller por aquí, como tampoco habrá ningún incunable, no por falta de amor a los libros, sino por falta de financiamiento. Libros y librero se muestran contentos en su nueva ubicación y yo, un poco, también; a ver cuánto nos dura el gusto por el orden. Diciembre de 2009.

De Murakami: «El conocimiento de la verdad no alivia la tristeza que sentimos al perder a un ser querido. Ni la verdad, ni la sinceridad, ni la fuerza, ni el cariño son capaces de curar esa tristeza. Lo único que puede hacerse es atravesar este dolor esperando aprender algo de él, aunque todo lo que uno haya aprendido no le sirva para nada la próxima vez que la tristeza lo visite de improviso.» Tokio Blues. Enero de 2010.

De Antonio Porchia: “Cuando tú y la verdad me hablan, no escucho a la verdad. Te escucho a ti.” Voces. Agosto de 2010.

Apunte personal en el margen de la página 21 de un libro de poesía: “La realidad: una resortera. La esperanza: el pájaro que apedreamos todos los días”. Diciembre de 2011.

De Guillermo Fadanelli: “Las explicaciones no requieren explicar sino dar consuelo”. Dios siempre se equivoca. Marzo de 2012.

Y que mejor consuelo en los días aciagos que leer, releer, subrayar y compartir las palabras y las imágenes con las que el lenguaje nos nutre la memoria.

De colibríes, peces y equipaje


 14 de noviembre de 2020

Escribo desde el rincón derecho del sofá anaranjado. Tengo frente a mí un televisor que cada vez enciendo menos. En la esquina de la habitación hay un espigado perchero que simula ser una palmera de madera y metal, que tiene ocupadas todas sus apretujadas ramas, de las que penden bolsas, mochilas y chamarras que hablan sobre la vocación viajera de quienes habitan o han habitado este lugar. Luego, un pequeño taburete sobre el cual descansa una gran maleta azul con todo lo indispensable para una estancia según sea la previsión anterior al viaje. Maleta que se abre, se vacía y se vuelve a llenar con el mínimo margen para el caos o el desorden, ya que la experiencia indica que muchas veces se sabe cuándo se comienza una travesía y pocas veces se tiene la certeza de cuándo es que se termina y, por ello, siempre debe estar lista.

Estar en tránsito permanente ha traído consigo un adiestramiento imperceptible, pero muy intensivo, sobre la optimización de los espacios rectangulares de las maletas, algunos más amplios y otros más reducidos a su mínima expresión funcional y operativa. De manera vertical, como de pie otra maleta gris, vacía, en posición de permanente espera para un próximo desplazamiento fuera de esta habitación. Luego la ventana que da al jardín de la casa y que también permite observar la parte superior de los muros verdes de la cancha de frontón del club deportivo que está justo detrás del muro que separa los espacios. Más a la derecha, las paredes de un cuarto de mantenimiento -¿o de herramientas?, ¡no lo sé!- son rematados en su cenit con la forma ovoidal del viejo tinaco de asbesto que vigila todas las demás instalaciones del club y que estoy imposibilitado de alcanzar a mirar desde mi observatorio actual. En medio de estas imágenes de concreto, asbesto y metal surge un árbol grande, del que tampoco conozco la especie o la variedad y que sirve como punto de referencia y asilo a decenas de pájaros que toman como camino los vientos de este rumbo de la ciudad. Un presagio. Un buen augurio.

Desde hace un par de semanas un colibrí se hace presente en el jardín a la hora de la comida y cuenta la leyenda que estos pequeños seres alados son mensajeros de buenos deseos y de amor. Me gusta la idea. ¡Es más!, me apropio de ella y la convierto en parte de la plegaria cotidiana con la que transitamos estos días tan iguales entre sí. Escribo, corrijo, me desdigo y vuelvo a redactar en tanto la tarde da paso a la noche y mi observatorio al mundo se oscurece y me pone de frente al sitio y al espacio desde el que intento escribir. Y de nuevo el recuento: el sofá anaranjado, el televisor, el perchero, la ventana, las maletas y yo, como en una especie de pecera, desde la cual he observado al mundo estas últimas semanas. ¡Y sí, ahora lo entiendo!. Al fin y al cabo no soy más que otro pez de la ciudad, como los de la canción de Joaquín Sabina, y que en mucho me parezco a él, cuando incesantemente repito la estrofa aquella que dice: “Y cómo huir/ cuando no quedan/ islas para naufragar”. Las esquinas de la maleta me contradicen: las islas y los naufragios también se sueñan.

El «soundtrack» de la memoria


31 de octubre de 2020

 Las raíces de mis gustos musicales son una compleja telaraña difícil de desenredar. Demasiados y diversos géneros, cantantes, grupos, disímbolos entre sí, han sido agregados a lo largo del tiempo a mi playlist generacional o individual. En una edad temprana lo mismo escuchaba las rondas infantiles de los Hermanos Rincón, que a Gabilondo Soler “Cri-Cri”, al dueto hispano Enrique y Ana, con su disco de soporte pedagógico para aprenderse melódicamente las tablas de multiplicar, así como también las abirragadas canciones del payasito de la tele: Cepillín, el mismo que 40 años después las nuevas generaciones le dieron sus otros 15 minutos de fama a través del uso de una de sus canciones para videos y memes en las redes sociales. Todo ello lo escuché sintonizando el programa de “El abuelo Tito”, que transmitía la XEI a las 7 de la noche.

A esa vertiente de la vena musical infantil debí de sumarle una gran lista de tríos e intérpretes de bolero que eran del gusto de mi papá y que escuchaba en las tardes en que lo acompañaba a la peluquería, donde una vez que se realizaba la tarea estética, daba paso a una larga sesión de dominó, conversación y boleros que terminaba justo en el instante en que mi madre, intrigada por la tardanza de padre e hijo, se asomaba al local y era momento de recoger las fichas del juego, levantar la aguja de la consola y pagar el servicio requerido, realizado, hacía ya, muchas horas. Quizá no pueda mencionar con precisión el nombre de los tríos, los interpretes o las canciones pero la memoria tiene sus propios mecanismos de recuperación y salvamento: en cuanto suenan los primeros compases y acordes de ese género musical el corazón se lanza por el tobogán de la nostalgia y de inmediato identifico que esa canción ya la había escuchado y forma parte de mi ADN.

Por si eso no fuera suficiente para definirme como un ecléctico en mi temprana apreciación musical debo agregar que fue en ese mismo periodo que fui acercándome a las canciones en inglés por influencia de unos amigos y vecinos míos, que estudiaban inglés en una academia particular, y que continuamente tenían que realizar como actividad de aprendizaje la traducción de algunas canciones escritas en dicho idioma. Desconozco quién fue ese ente visionario, el anónimo profesor de lengua extranjera, al que le debo haber conocido desde los 5 o 6 años la música de Los Beatles, los Rolling Stones, Creedence, Pink Floyd y muchos otros grupos más que desde entonces han sido un referente sonoro fundamental. Fue tal el impacto que me causó que puedo recordar con perfecta claridad y con detalle el momento en que escuché la primera canción en el idioma de Shakespeare fue Hey Jude de los Beatles, de la cual no entendía ni media palabra pero que disfrutaba, desde ese entonces y hasta la actualidad, segundo a segundo, los más de 7 minutos que dura. A partir de ese momento, fue inevitable que me convirtiera en un estudiante extracurricular de la clase de inglés, no porque me interesara el idioma en sí, sino por el gusto de ayudarles a “resolver” la traducción del día a mis amigos.

Con ese habitus musical primigenio, mi familia cambió de barrio e imprevisibles horizontes sonoros me esperaban a la vuelta de la esquina. A las incipientes incursiones que por amor al arte hacía yo al rock en inglés, poco a poco, también fui inducido por los amigos del nuevo barrio a las expresiones del mismo género pero en español. Una amalgama nada fácil de digerir o asimilar, puesto que los grupos e intérpretes que circulaban por estos renglones torcidos del pentagrama, no terminaban aún de resolver el problema de la identidad y originalidad de realizar una propuesta autóctona de un género extranjero. Yo, ajeno a ese debate, me dejé llevar por la experiencia de encontrarme con grupos como los Dug Dugs, Chac Mool, Three Souls in my Mind, el precedente del septuagenario Tri que todavía da de gritos en los escenarios, sin siquiera tener la sospecha de que con el paso del tiempo, los enciclopedistas e historiadores de este género musical en el país, los colocarían como referencias ineludibles para entender el desarrollo del rock nacional en la siguiente década.

Así, con este arsenal de notas, guitarrazos y estribillos pegajosos, es que me enfrentaría a una nueva etapa de mi formación músico-sentimental; pero eso es otra historia y otros acordes que dejaré pendientes para una posterior colaboración. De momento, dejo que mi memoria auditiva se vaya sumergiendo por los vericuetos del recuerdo para que el corazón dance, a su ritmo, al compás cadencioso del sístole diástole del soundtrack de mi vida.

Matutina

 


24 de octubre de 2020

Abro los ojos y me mantengo en la cama, acostado boca arriba, en silencio, como tratando de no despertar a la alarma que sigue dormida al lado. Por un momento creo que le he ganado la partida, pero de inmediato me doy cuenta que no tiene ningún sentido de triunfo esa afirmación, quizá sea una manera más amable de referirme a una derrota definitiva y permanente frente al insomnio. Suspiro profundamente, como queriendo detener esas recriminaciones internas tan a deshoras y me coloco de costado, mirando a la cortina, sin ánimo alguno de traspasarla. Las sombras de la habitación prolongan artificialmente la oscuridad de las noches y las madrugadas que yo una vez más he desperdiciado. Giro hacia el otro lado, en un arrebatado intento de ganarle unos minutos del sueño, pero las notas de “When it´s love”, de Van Halen, la canción que yo mismo programé para arrancar con energía el día, son la confirmación auditiva de que la jornada inicia, sin importarle que yo haya podido conciliar el sueño o no.

Me asombra la capacidad de resistencia diaria que tengo para asumir esta desventaja permanente. Resiliencia, dirán algunos, pero me parece demasiado elegante la palabra para denominar a eso que me pasa todas las mañanas. Me levanto como impulsado por un resorte y antes de dirigirme al baño o a la cocina, como cualquier persona normal, me dirijo al estudio y voy directamente al librero en donde se encuentran los diccionarios. No es superstición, ni cábala, pero intuyo que tampoco sería bueno iniciar el día con una duda. Tomo el diccionario de la RAE, busco el significado y confirmo que quizá sí me ajusto yo, ¿o se ajustan las acepciones a mí?, a lo que me sucede todas las mañanas.

Una vez resuelto el dilema existencial en el que me había metido en ayunas, lo asimilo y sintetizo de manera más sencilla para mí: son maneras de vivir y, en esa avalancha irrefrenable de asociación en la que constantemente me pierdo, recuerdo la canción de Miguel Ríos que lleva justo ese título y mentalmente recupero las primeras estrofas de la canción: “No pienses que estoy muy triste / si no me ves sonreír / es simplemente despiste / maneras de vivir”. Y como ya llevaba minutos metido en el tema, inmediatamente busco en el reproductor de música de mi teléfono la canción de marras, pero por ser parte de un álbum que me gusta por completo, pues decido agregar las 27 pistas que lo conforman a la lista de reproducción, e intento regresar a la habitación como queriéndome convencer de que todavía me puedo robar unos minutos al desvelo, pero mi mascota, que sigilosamente me acompañó desde el momento en que abandoné la cama, me bloquea la ruta, salta, ladra y mueve la cola, porque ella sabe mejor que yo que ya es hora de ir a hacer la caminata acostumbrada. Le prodigo un par de palmadas y la quito de mi camino, queriéndola convencer de que, por hoy, eso no sucederá, pero de inmediato se rehace y se coloca de nuevo frente a mí, repitiendo sin cesar el mismo protocolo: saltar, ladrar y mover la cola sin parar. “¿Quién pasea a quién?”, otra pregunta que me planteo antes del primer café y, como no quiero enredarme tan pronto en un nuevo debate filosófico, me pongo los arreos para el paseo matutino, al que ahora debimos de agregar careta y cubrebocas, y vamos al encuentro del sol, de la vida, de sus problemas y de sus alegrías, teniendo como escenario una ciudad que apenas va despertando por zonas, el aire frío entrando a mis pulmones y la música que desde temprano ha venido acompañando mis dudas, mis reflexiones y mis pasos.

La página en blanco y los días desparpajados

 


17 de octubre de 2020

Cuando las musas andan erráticas, lo único cierto y tangible es el tic tac inexorable que acompaña como música de fondo al telón blanco de una página que no halla por dónde ser estrenada. No es que las palabras falten, más bien es que andan distraídas, ocupadas en los muchos menesteres cotidianos que no alcanzan a llegar a tiempo a la cita semanal.

“Se compran temas nuevos para columna”. Es la primera idea que me viene a la mente cuando se acerca el plazo fatal para la entrega a tiempo de mi colaboración. Reconozco que en varias ocasiones me he valido del gesto solidario de mi editor que siempre disculpa mi retardo en las entregas, pero la impuntualidad no es el mejor aliciente para mi numen. Me pongo serio y formal frente a la computadora y aquí estoy, entre concentrado y divagante, con el dilema de la página en blanco. No. Corrijo. El dilema de la mente en blanco, aunque esta imagen no es del todo exacta para lo que está ocurriendo en mi fragmentada mente, que aunque mayoritariamente está ocupada, ¿o preocupada? con temas de prevención sanitaria, confinamiento y trabajo a distancia, no deja de echar rápidos vistazos a otros temas que dicen ser, los muy ostentosos, del interés general y que rápidamente pueden ser aglutinados en dos grupos que ponderan su situación: o todo mal o todo peor, no se admiten medias tintas, mucho menos que uno demuestre desinterés o apatía porque, ahí sí, los extremos opuestos se juntan y de inmediato lanzan la sentencia acusatoria. En este momento se vale ser extremista o fundamentalista pero nunca estar en medio y, mucho menos, fuera.

“Se compran temas nuevos para columna”. Salta de nuevo la frase en cuanto me doy cuenta de que el primer intento no me ha llevado a una idea clara o tema en específico por donde transitar sin dificultad la página blanca que me mira como diciendo “ya, estoy lista”. Es entonces que entiendo que debo concentrarme. ¿Concentrarse? ¿De qué va ese asunto? Dice el Diccionario de la Real Academia de la Lengua que una de las acepciones de esta palabra es la de centrar intensamente la atención en algo y debo insistir, no sé si para reafirmarme o convencerme, que si algo he hecho durante estas semanas-meses es intentar, constantemente, concentrarme en cualquier tópico, tema o actividad que no sea la pandemia y sin embargo, como dice Silvio Rodríguez “pueden ser casualidades/u otras rarezas que pasan/pero donde quiera que ando/todo me conduce a ti”. Por intentos no ha quedado, que lo haya concretado, eso es harina de otro costal pero yo, al igual que algunos -muchos- de ustedes, he mantenido una relación tóxica con la concentración, un particular estado de odio-amor con los pequeños actos y obligaciones para resolver los vericuetos de la vida diaria, ahora confinada. Y en ese sincero esfuerzo por lograr la concentración resulta que me doy cuenta de que a medida que transcurren los segundos y minutos de esta mañana pongo más atención a los efectos de sonido que me acompañan en este intento de escribir algunas líneas: la aguda voz robotizada de la profesora de química de bachillerato, que mi sobrino D atiende entre resignado y cansado, en esta forzada puesta en escena que pretende convencer(nos) de que el sistema educativo sigue y sigue bien. Pausa. Una vez más el contexto le gana la batalla a la página blanca en el ordenador. Las musas continúan erráticas, las ideas revueltas y las palabras distraídas, preocupadas, ocupadas en bailar al ritmo del tic tac que las urge pero no les corrige el paso.

“Se compran temas nuevos para columna” se presenta otra vez esta frase con cara de idea recurrente que debo desarrollar o eliminar para salir de este vericueto inspiracional. Y los minutos caminan lentos pero sin detenerse, al riesgoso límite de la hora de entrega. Y cuando por fin estoy a punto de dar con la idea y el tema para desarrollar, cuando por fin parece que las palabras aprendieron la coreografía y siguen el ritmo, resulta que es momento de abandonar la empresa narrativa para ir a surtir la despensa que, en la situación actual, es una tarea más esencial que seguir intentado llamar a este rincón de la casa, a unas musas que seguramente también se encuentran confinadas. Así, mientras me dirijo al mercado, entiendo que más que comprar nuevos temas para la columna lo que debo hacer es seguir al pie de la letra lo que bien dijo el poeta centenario, cuando uno se enfrenta al dilema de la mente y la página en blanco. Quizá así logre abrir de par en par la ventana y dejar que entre el aire fresco de este día desparpajado:

“Página en blanco”
Bajé al mercado
 y traje
tomates diarios aguacero
endivias y envidias
gambas grupas y amenes
harina monosílabos jerez
instantáneas estornudos arroz
alcachofas y gritos
rarísimos silencios


página en blanco
aquí te dejo todo
 haz lo que quieras
espabílate
 o por lo menos organízate

yo me echaré una siesta
 ojalá me despiertes
 con algo original
 y sugestivo
para que yo lo firme

Mario Benedetti

Dicen que es otoño


3 de octubre de 2020

Dicen que es otoño, época en que las hojas de los árboles comienzan el ritual de cambio de color y miles de ellas participan del silencioso acto de sacrificio de abandonar la rama donde han crecido para renovarse como abono de los árboles que han sido su origen y de nuevo serán su fin, en este ciclo incesante de las estaciones y de los ciclos en la naturaleza, hasta donde la civilización humana lo siga permitiendo.

Dicen que es otoño y que las lluvias, aunque frecuentes y persistentes en los últimos días, no han sido lo suficientemente abundantes como para mermar en algo la aguda sed de los lagos, ríos y presas, que por años han sido ignorados en sus cada vez más graves síntomas de deshidratación crónica.

Dicen que es otoño y lo primero en que reparo es que ya cumplimos seis meses de confinamiento, en que la confusión y la pandemia siguen creciendo, que para lo primero se escucha en medios oficiales que hay muchos estados próximos a ser iluminados por el color verde del riesgo bajo, y que para lo segundo, las estadísticas siguen señalando un incontenible ritmo ascendente en el contagio, tocando la salud de personas cercanas y muy queridas para mí en esta semana.

Dicen que es otoño, uno que se posa sobre el territorio de un país fragmentado, que da la impresión de ser más bien un mapa viejo, remendado a la fuerza, donde la violencia, la delincuencia organizada, las desigualdades económicas y las diferencias políticas, ponen diariamente a prueba sus cada vez desgastadas costuras.

Dicen que es otoño, uno de color rojo, no por las hojas transmutadas, sino por las demasiadas muertes de esta época de barbarie que vivimos desde hace unas decadas y que con tristeza, como bien dijo Carlos Monsivais, somos testigos de la transformación de la singularidad de los asesinatos, a la masificación de los delitos, que como daño colateral, trae consigo la deshumanización masiva.

Dicen que es otoño, estación que se hizo sentir en este rincón del mundo con más tristeza que melancolía, ya que la desaparición y posterior asesinato de una joven hizo de esta ciudad una sola familia, una sola voz en reclamo de auxilio y de justicia, en un intento desesperado por sensibilizar y cambiar las estructuras ancestrales que no han permitido erradicar este cáncer de la sociedad. Y apenas se tomaba un breve respiro ante los tantos agravios de este tipo, cuando a menos de 24 horas de la última movilización, los diarios confirmaban el hallazgo de una víctima más, haciendo cada vez más oprobiosa la crónica de estos aciagos días.

Dicen que es otoño y yo sigo tratando de encontrar temas y tópicos menos sombríos para mi colaboración de hoy, pero no puedo, hoy me siento frágil como una mariposa, como la mariposa de otoño de Pablo Neruda, que mejor define mi sentir el día de hoy, en el inicio de esta nueva estación.

Hoy una mano de congoja
llena de otoño el horizonte.
Y hasta de mi alma caen hojas.

Tres hojas del Diario de la Pandemia que el otoño ha arrastrado hasta aquí


26 de septiembre de 2020

*

Salida al tianguis y al supermercado, seguimos con la estrategia de programar una sola excursión para abastecimiento, eso implica un diseño operativo de los productos un tanto diferente a como regularmente lo planteamos. Llegar y desinfectar con un paño, agua y jabón bolsas, empaques, frutas, verduras, y todo producto que esté dentro de las bolsas. El facebook me recuerda que es Día Internacional del Libro y aparte de compartir un par de notas sobre el evento, me planteo suspender mis lecturas “académicas” y realizar la lectura de una obra que sea muy propia para el día, por el evento que se conmemora y por el contexto en que este año se está realizando, y sin mucho debatir internamente, recupero mi ejemplar del “Hombre en busca de sentido” de Víctor Frankl, no para sentir consuelo porque otros sufrieron cosas terribles y peores para descubrir el sentido de su existencia, tal como lo postula la logoterapia que desarrolló este psiquiatra austriaco, sino para encontrar ejemplos de aliento para esos pequeños momentos en los que uno no sabe hasta dónde y cómo es que estaremos en este confinamiento y si esto, después de todo, está siendo efectivo para el control de la pandemia. Ya no espero con mucho optimismo que de esta experiencia salgamos renovados, transformados en la espiritualidad, en la relación con el prójimo y con la madre tierra, sino simplemente salir saludables de esta pandemia para posteriormente, ponernos a discutir sobre las cosas y valores que son importantes para cada uno de nosotros, y que como se los comenté a un par de amigos por medio del Whats… en este momento son la salud y la amistad.

En esta percepción modificada o anómala sobre el transcurrir del tiempo, se parece mucho a la experiencia plasmada por Víctor Frankl en su libro y que le nombró como un sentimiento de “existencia provisional”:

“El vocablo latino finis tiene dos significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver el fin de su «existencia provisional», tampoco podía aspirar a una meta ultima en la vida. Cesaba de vivir para el futuro en contraste con el hombre normal. Por consiguiente cambiaba toda la estructura de su vida intima. Aparecían otros signos de decadencia como los que conocemos de otros aspectos de la vida. El obrero parado, por ejemplo, está en una posición similar. Su existencia es provisional en ese momento y, en cierto sentido, no puede vivir para el futuro ni marcarse una meta. Trabajos de investigación realizados sobre los mineros parados han demostrado que sufren de una particular deformación del tiempo —el tiempo intimo— que es resultado de su condición de parados. También los prisioneros sufrían de esta extraña «experiencia del tiempo». En el campo, una unidad de tiempo pequeña, un día, por ejemplo, repleto de continuas torturas y de fatiga, parecía no tener fin, mientras que una unidad de tiempo mayor, quizás una semana, parecía transcurrir con mucha rapidez. “

Y para esos continuos llamados a desarrollar una forma de vida normal en una situación totalmente excepcional y anormal para todos nosotros, me cae de manera providencial la cita de Frankl sobre ese sentimiento:

“Fue Lessing quien dijo en una ocasión: «Hay cosas que deben haceros perder la razón, o entonces es que no tenéis ninguna razón que perder.» Ante una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal. Aún nosotros, los psiquiatras, esperamos que los recursos de un hombre ante una situación anormal, como la de estar internado en un asilo, sean anormales en proporción a su grado de normalidad…”

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R sigue con molestias en su mano derecha. Es un esguince y no hay mayor remedio que desinflamantes y reposo. Ya es el tercer día. Y de verdad, ahora que me hago totalmente responsable ejecutivo de las labores domésticas, que incluye la limpieza, el orden, la elaboración de alimentos, la lavadora y la ropa, me doy cuenta de la inagotable fuente de tareas que exige la limpieza doméstica. Elaboro un meme que dice: “Un día eres joven y al otro estás angustiado porque ya son las 12 del día y todavía no comienzas con los preparativos de las legumbres, la pasta y la proteína para la comida…” Y sí, me siento apremiado porque son casi las 11 de la mañana y apenas voy hacia el estudio, con tiempo suficiente para preparar la colación matutina y más adelante, preparar toda la estrategia para la comida, la colación vespertina y planear la cena. Ahora entiendo muy bien ese asunto de la doble carga mental que desarrollan las mujeres que son profesionistas y amas de casa. No es queja. Sólo lo consigno para la posteridad. Comida y café vespertino sin sobresaltos. Por la tarde, me dedico a corregir notas, enviar mi colaboración para Tribuna Digital y alimentar algunas entradas de días que no había consignado. Y dejo la entrada hasta aquí, porque prepararé la colación vespertina, regaré las macetas de la terraza, luego se llega la hora de la cena, limpiar la mesa y lavar los trastes ya veré si en la noche me alcanza la pila para ver una peli, una serie o le avanzo un poco a alguno de los libros que tengo comenzados.

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Día de limpieza a profundidad. Eso de mantener las áreas de mayor tránsito en orden, limpias y sin polvo, o como dice el refrán por donde mira y pasa la suegra, no se compara en nada a un verdadero día de limpieza: sacudir, barrer, aspirar, trapear, enjuagar, secar, encerar muebles, reacomodar todo lo previamente movido para regresarlo a su sitio original. R me dice que me nota concentrado y más detallista que en otras ocasiones. Lo cierto es que cada vez lo hago con más agrado, necesito de la actividad física para llegar a conciliar el sueño a buena hora por la noche y que no se me empalmen las madrugadas con el canto del gallo día siguiente. Es mi terapia ocupacional del día, es mi cuota de ejercicio y el “descanso” de la tarde, se desarrolla sin ningún remordimiento. El detalle del día: muevo la camioneta para asear como es debido la cochera y reparo en que no hemos gastado en absoluto combustible debido al confinamiento. La última vez que cargué gasolina hasta llenar el tanque fue el 7 de este mes y 18 días después el tablero me reporta que sólo he gastado medio cuarto. Es lógico, sólo he salido a surtir despensa o medicamentos y en estar al tanto de la salud y estado de mi madre y mi familia.

Estas entradas corresponden a los días 23, 24 y 25 de abril de este año. La primavera y el verano del 2020 iniciaron y terminaron como una misma estación y todo parece indicar que el otoño arranca con la misma intención.

Las redes sociales y el tren del mame

 

19 de septiembre de 2020

El martes de esta semana compartía la información de un evento sobre Historia de la Medicina con una amiga que está desarrollando una investigación sobre esos temas;  después de las salutaciones de cortesía y entregados los datos del mismo, todo a través de WhatsApp, la conversación giró de manera tangencial hacia la polarización política del país y a cómo las redes sociales se han convertido en uno de los vehículos de mayor propagación de noticias falsas, ataques y difamaciones de un bando y de otro, donde sobresalen y permanecen más los odios y rencores que los datos y argumentos que pudieran aportarse para intentar comprender un poco los fundamentos de sus radicalizadas posiciones; eso sin mencionar las consecuencias adoctrinadoras o de afiliación cuando uno expresa, ya sea por emoticon o todavía con palabras, cierta empatía o racionalidad con alguno de los extremos en disputa. Como juego de niños, de manera velada, pero siempre vigilada por las muchas y buenas conciencias que celan el buen orden moral, ideológico y político que debe prevalecer en las redes sociales, pareciera que uno está obligado a elegir entre irse con las huestes de Melón o de Sandía, decisión que, en pocos segundos y escasos clics nos pueden convertir de inmediato en un enemigo fanatizado, etiqueta nada honrosa otorgada por los militantes de la opción no elegida. Así, la corrección política de las redes ha ido cancelado los debates y nos hemos ido acostumbrado al uso de un reducido número de frases hechas que, como dice el filósofo y catedrático español Aurelio Arteta en su libro Tantos tontos tópicos, “son frases prefabricadas, ya terminadas y dispuestas para uso de cada cual. Esto es, expresan pensamientos que no hemos pensado o producido nosotros mismos, sino que nos vienen ya aderezados y completos. Cada uno de ellos se forma como una reunión de palabras que han sido ligadas y expresadas por otros; no por éste o aquél en particular, sino por el Otro —grupo, sociedad, etc.— anónimo e impersonal. Y que luego repetimos todos” y que la función primordial de dichos tópicos es integrarnos al grupo, revestirnos con la moda intelectual del momento y, sobre todo, volvernos normales.

Hoy en día es mucho más difícil expresar una idea original, no porque se dude de la autenticidad de la misma o de las fuentes de argumentación que la hicieron posible, sino por el temor de que contradiga a los discursos políticos y sociales dominantes y el peligro de linchamiento digital que esto conlleva. En plena era de la información, resulta que la censura o, lo que es peor, la autocensura, asfixian cada vez más la posibilidad del diálogo en marcos y condiciones de respeto y tolerancia y no como artificiales banderas que se enarbolan para intentar colonizar las formas de pensar diferentes a las propias. Una nueva espiral de silencio, tal como la nombró la politóloga alemana Elisabeth Noelle-Neumann, en su investigación sobre el concepto de opinión pública y cómo ésta termina por modelar nuestra forma de actuar y de pensar en la sociedad de la que formamos parte, puesto que como dice en la introducción de su trabajo:

“Muchos síntomas apuntan a que no queremos reconocer nuestra naturaleza social, que nos obliga a amoldarnos (…) John Locke habla sobre la ley de la opinión, la ley de la reputación, la ley de la moda, que se observa más que cualquier ley divina o del Estado. Esto se debe a que cualquier violación de la ley de la moda hace sufrir inmediatamente al individuo al perder la simpatía y la estima de su entorno social.”.

Así, el debate interno que cada uno debemos de resolver es, por un lado, tener una percepción adecuada de cuáles son las opiniones que pueden expresarse en público sin temor a ser aislados o, por el otro lado,  “entender que si queremos, si entendemos la fuerza de la opinión pública, no nos engañaremos pensando que podemos ser «buenos» ciudadanos con completa independencia de la presión de la opinión pública.”

Las redes sociales nos seducen con su posibilidad de libertad para decir, opinar, criticar y compartir cualquier cosa que se nos dé la gana, mejor si acompañamos las palabras con memes, emoticones o cualquier otra imagen visual que reafirme nuestro dicho y su sentido, pues el refuerzo visual asegura más lectores; sin embargo, esa aparente y posible libertad es una trampa que, si no nos fijamos bien, nos puede liar en una absurda y perniciosa red de dimes y diretes, cada vez más grotescos, si por asomo algún buen navegante se siente vulnerado, atacado o, simplemente, con derecho a mostrarnos y devolvernos al «buen camino», al orden y al redil de lo que su juicio impone. Así que o nos enganchamos o pasamos olímpicamente de los debates feisbukeros y tratamos, contra viento y marea, que navegar sea un rato de solaz a pesar de la polarización política y otras linduras que se imponen como parte de nuestra realidad.

Los días líquidos


12 de septiembre de 2020 

“La vida moderna”
(Letra: Joaquín Sabina y Fito Páez)

Una gota de sangre en MTV
Un cadáver conectado a Internet
Mona Lisa llorando en el jardín
Un licor de cianuro
Muera el futuro
Pasado mañana es ayer
La enfermedad del corazón
Tan mortal, tan eterna

Es viernes. Eso creo. O de ello quiero convencerme. De lunes a viernes me cuesta trabajo distinguir un día del otro, salvo por las entregas de pendientes o las citas concertadas para videoconferencia para cumplir con las responsabilidades del trabajo. De no ser por eso, la rutina es casi idéntica en los llamados días laborales de la semana, así que ésta última puede estar compuesta de cinco lunes o de cinco martes y así sucesivamente, hasta llegar al día viernes y darme de frente con el hecho de que otra semana terminó, ¿o será todavía la anterior? No lo sé, pero ahora, cada vez que debo realizar una referencia temporal en una conversación, siempre tengo que echar una mirada furtiva al calendario que tenga más próximo para intentar seguir sujeto a la cronología de estos días y no hacer más manifiesta esta asincronía con el mundo y con el tiempo.

Sábados y domingos se cuecen aparte, y no porque estén destinados al ocio o al esparcimiento, como dictaban las costumbres en los tiempos pre-COVID-19, sino porque cada uno de ellos tienen sus bitácoras y terapias ocupacionales bien diferenciadas de los cinco días previos y entre sí.

No hace mucho publicaba en mi muro de Facebook algo relativo a esta extrañeza y distanciamiento con los relojes y las agendas, como síntoma de una enfermedad propia de la posmodernidad: “Esa extraña percepción del tiempo durante la pandemia en la que los días son más largos que los meses…”.

Quizá estoy comenzando a experimentar en carne propia ese apocalipsis anunciado por el filósofo polaco Zygmunt Bauman en su libro La vida líquida y confirmado a diario en los titulares y primeras planas de los periódicos y noticieros de que justo ahora vivimos: “En un mundo de vida moribunda y muertos vivientes, lo improbable se ha vuelto inevitable, lo extraordinario es ya rutina. Todo es posible (ineludible, de hecho) toda vez que la vida y la muerte han perdido la distinción que las dotaba de significado y han pasado a ser igualmente revocables y sujetas a un «hasta nuevo aviso”.

A fin de cuentas, era esa distinción la que otorgaba al tiempo su linealidad, la que separaba lo efímero de lo duradero y la que inyectaba sentido en los conceptos de progreso, degeneración y punto sin retorno. Desaparecida tal distinción, ninguna de esas contraposiciones constituyentes del orden moderno conserva sustancia alguna.

Y como dijo alguna vez, Joaquín Sabina, citando a su vez a César Vallejo, perdonen la tristeza, pero creo que es viernes, ¿sí?, ¿es viernes?, poco importa pero llueve y hace frío y hoy, que quería hablar de otros temas, la vida líquida se ha escurrido hasta estas líneas que luchan por concluir sin inundarse y sin diluirse. Abro la ventana del tiempo y se cuelan las últimas horas de un día que dubita entre ser viernes o simplemente ser uno más de estos días que se escurren por las alcantarillas de la ciudad.

El mundo digital y el mar


5 de septiembre de 2020

“Es tiempo de oportunidades, de aprender y de crecer”. He escuchado este mensaje motivacional constantemente, todos los días y a todas horas, en la mayoría de los medios de comunicación y en redes sociales digitales, con pequeñas variantes en el estilo, pero con una misma intención: seguir motivándonos, individual y colectivamente, ante este momento excepcional e histórico en el que nos ha tocado participar, y que con el paso de los muchos días, bien a bien, no sabemos ni cómo ni cuándo podremos gritar jubilosos: ¡tierra a la vista!

Ante la expectativa de una posible vacuna, o de muchas, con diferentes pasaportes y nacionalidades, la sensación de esperanza se contrarresta inmediatamente con las alertas noticiosas diarias sobre las formas de evolución y mutación del virus SARS-COV 2 y que bien explican la persistencia del virus y de la enfermedad en su erradicación y que se convierten en la materia prima para confeccionar las nubes negras de la amenaza, ¿o debiera decir, más bien, de la certeza?, de una nueva ola de rebrotes, que nos obligará, otra vez, a cerrar puertas y ventanas, en un intento más de contener al virus y la mortal enfermedad.

Traigo esto a colación, porque además del mensaje motivacional referido, también me ha tocado ser un mudo testigo de los argumentos a favor o en contra que Tirios y Troyanos han esgrimido en el debate sobre las ventajas o desventajas de una migración apresurada e imprevista, de muchas actividades de la vida humana a plataformas o sistemas digitales o virtuales. Extraña paradoja de la vida moderna: tanto que deseamos la virtualización, el aislamiento y la digitalización de nuestras relaciones sociales, que en este momento que lo tuvimos que hacer, no por convicción, sino por protección de la salud y la vida misma, nos estamos dando cuenta de que no estábamos tan preparados como creíamos y tampoco está resultando ser el paraíso futurístico soñado.

Esta crisis sanitaria no sólo ha puesto a prueba a la ciencia en los campos del conocimiento que están vinculados con el desarrollo de medicamentos, tratamientos y procedimientos para curar la enfermedad, sino a la ciencia misma, a los valores, a las ideologías y a las economías, y hasta al arte mismo, que también se ha visto seriamente cuestionado, porque hay quienes en un arrebato provocado por el confinamiento, han exclamado en sesudos artículos y ensayos, o en su mutación y adaptación a la unidad semántica del presente, el meme, más digerible, más fácil de repetir y de asimilar, con el argumento común de que tanta literatura y cine que planteaban sociedades y escenarios distópicos al parecer no sirvieron de mucho, puesto que ahora que la ficción se ha hecho realidad, reconocemos que hay poco de valor estético y sí mucho de incertidumbre, injusticia y desigualdad.

Coincido con lo dicho por el Dr. Juan Ramón de la Fuente en una de sus columnas recientes, en que todos, de algún modo, estamos comenzando a mostrar signos de agotamiento por la pandemia, pero también, debemos de reconocer que “estamos todos en el mismo mar pero no en el mismo barco” o como mejor lo dijera Jorge Luis Borges en su poema “El mar”:

Antes que el sueño (o el terror) tejiera
mitologías y cosmogonías,
antes que el tiempo se acuñara en días,
el mar, el siempre mar, ya estaba y era.

Dicen que hoy es el Día del Abuelo


29 de agosto de 2020

Mi árbol genealógico, tan amplio y tan peculiar en muchos aspectos, sólo permitió que conociera y conviviera de forma limitada con esa rama de mi historia personal. Por el lado de mi padre, mi abuelo José Mercedes murió en la década de los 30 del siglo pasado y sólo sé de él por diálogos ocasionales que me tocó escuchar y porque leí su nombre en la lápida sobre la tumba que ahora comparte con los restos de mi padre, un 28 de enero de 1990, día que le dimos cristiana sepultura. De mi abuela Petra conozco un poco más, porque un tiempo fue patrona de mi madre en el negocio familiar de venta de flores, que estaba en el antiguo mercado ubicado en la explanada del templo y convento de San Francisco, ahora conocido como Plaza Valladolid y que en 1966 se trasladó dicho establecimiento y negocio familiar a las instalaciones del actual Mercado Independencia. Tampoco conocí a la abuela Petra, porque falleció pocos años de que yo naciera, pero sí tuve la fortuna de saber sobre algunos pasajes de su vida, porque muchos de los domingos de mi infancia los pasé en los locales y corredores de ese mercado, visitando a la Tía Gela, quien había heredado la responsabilidad de atender el negocio había fundado la abuela.

Por el lado materno la cosa mejoró un poquito, de mi abuelo Camilo guardo apenas un par de recuerdos, porque él vivía cerca de Zitácuaro, en la huerta de la que era el encargado. Ese par de recuerdos se componen de una visita que nos hizo aquí en Morelia y el otro, del día que nos avisaron que había fallecido, creo que de un infarto. Reconstruyo con mucha precisión cómo fue que llegamos al rancho, cuando el sol le pasaba la estafeta a la luna y las sombras se extendían sobre la casa grande y la huerta de aguacate y el cuerpo de mi abuelo, cubierto por una sábana blanca, muy blanca, estaba rodeado de los funestos cuatro cirios que daban cuenta de su partida de este mundo material. Yo tenía cuatro años de edad, cuenta mi madre, cuando sucedió eso, porque mi hermano menor, apenas eran un recién nacido y mi madre lo llevaba en brazos para el doloroso trance de despedir a su padre.

La historia con mi abuela Cirina fue otra cosa. Fue la parte más lúdica y más formativa de mi niñez. Apenas comenzaban los periodos vacacionales y ya estábamos sobre nuestros padres insistiéndoles para que nos llevaran al rancho donde vivía la abuela. Con ella, mi Tía Rosa y todos nuestros primos, enriquecimos nuestra formación humana. Supimos de lo duro de los trabajos en el campo, de cómo con cariño y amor se podían sortear ciertas limitaciones, de cómo con mucha creatividad e ingenio podíamos emprender los juegos y las tareas más sencillas de la vida y sentirnos satisfechos. Nos inculcaba de igual manera la formación en valores y disciplina. A medida que ella tenía menos movilidad física, por su edad, se auxiliaba de un bordón de madera, para poder aplicarnos los correctivos necesarios para cuando no se hacían las cosas correctamente. Mi abuela cantaba, echaba tortillas en el comal sobre el fogón de leña. La recuerdo en el corredor lleno de macetas con flores, tomando el sol, arreglando sus plantas, saludando a los muchos vecinos que pasaban por ahí, haciendo oración y pidiendo y vigilando que toda su extensa parentela se encontrara bien. Mi abuela Cirina falleció cuando yo tenía 18 años. Hoy, al paso del tiempo y de las generaciones, me toca ver a mi madre en su rol de abuela y no hago más que agradecer todos los días la fortuna de que siga con nosotros, en sanísimo estado de salud física y mental, a sus casi 86 años de edad, y que sigue firme y cariñosamente en su papel de seguir brindando amor y consejo para las nuevas generaciones que se van sumando al árbol familiar.

Hoy me asomo a la ventana de la memoria y la nostalgia familiar, recorriendo las ramas genealógicas del cariño y el agradecimiento, en el entendido que cada vez es más cercano el momento en que habré de recorrer el camino que me lleve de regreso a la tierra en donde alguna vez estaremos juntos todos los miembros de este clan.

Ir al campo

 


15 de agosto de 2020

Ir o salir al campo es una expresión que ha variado en contenido y significado para mí a lo largo de mis varias décadas de ser “vecino de este mundo por un rato”, como dice la canción de Alberto Escobar.

Ir al campo, en las verdes praderas de mi primera infancia, representaba ir a la ranchería en donde vivían mis abuelos maternos, la mayoría de mis tíos de esa rama genealógica y mis numerosos primos en el oriente de Michoacán. Este viaje se traducía en intentar colaborar, casi siempre sin éxito, en las múltiples y casi siempre extenuantes tareas del ámbito rural, ante la complacencia y benevolencia de la parentela, quienes con pícara sonrisa veían los muchos intentos de los infantes citadinos por convertirse en cosa de horas, acaso un par de días, en unos profesionales de las actividades bucólicas: regar la huerta de aguacate que estaba bajo el cuidado de los abuelos; cosechar maíz o ir a “trabajar” en el cultivo de tomates, o en la extracción de los bulbos de la flor de gladiola, en donde, ahora entiendo, que nos pagaban más por el afecto que le tenían a mis parientes y por la diversión que les proporcionaba ver mis frecuentes errores, más que por mi escasa productividad; desgranar elotes, sin perder la piel de los dedos, o los dedos mismos, en la desgranadora de maíz manual que consistía en un artefacto circular hecho de olotes amarrados con un aro de metal o alambre; ir de cacería nocturna en busca de lechuzas o de conejos, con el auxilio de miopes lámparas de mano y de efectivas resorteras en las manos de mis primos, que no en las mías, donde pocas veces regresé con alguno de los objetivos de caza, expediciones que casi siempre yo promovía, porque más que poner a prueba mis capacidades de rastreador y de captura, lo que en verdad buscaba era llegar al alegre convivio que hacíamos al final de la aventura, la cual recreábamos de manera jocosa y fantasiosa, inmediatamente que regresábamos a casa, mientras cada uno de los participantes daba pequeños sorbos a su pocillo con té de canela y mordía una galleta, alrededor del fogón de leña que estaba en uno de los extremos de la cocina.

De manera simultanea a esta tradición familiar, ir al campo fue adquiriendo una nueva connotación cuando mi tío Laureano comenzó a trabajar para un señor que se dedicaba a la compra-venta de ganado para luego traerlo al rastro de Morelia. Así que durante muchos fines de semanas y varios periodos vacacionales salir al campo se volvió un trabajo de alta especialización pecuaria en la que tuve la oportunidad de acompañar a mi tío y a su patrón a múltiples ranchos de crianza de vacas, pero también de toros de lidia y de reparo para los jaripeos en buena parte del territorio michoacano. Quizá aquí fue el momento en que pude haber abrazado el oficio de torero o de jinete, pero los varios empellones que me dieron las vaquillas de lidia y los muchos tumbos que me provocaron, ni siquiera becerros, sino apenas borregos alocados, me hicieron entender que mi vocación no estaba por estos rumbos.

Pocos años más tarde, durante mi adolescencia y juventud significó un nuevo rumbo en la capacitación que da la vida para afrontar ese enigma que llaman ser adulto, que no es más que un continuo proceso de tomas de decisiones, buenas y malas, y que no necesariamente significa saber asumir las consecuencias de dichas elecciones. Por invitación de un compañero y amigo de la secundaria me integré al movimiento scout, siendo miembro de la tropa y clan del Grupo 3, cuya referencia geográfica central es el templo y barrio de San José. Ahí fui formado no sólo en las técnicas propias para el campismo, en el respeto a la naturaleza, en la formación en valores, en la solidaridad y en la vocación por el servicio. El esfuerzo físico que requirió este entrenamiento, combinado con técnicas de adaptación y supervivencia en el bosque, la emoción de lanzarse a los rápidos de los ríos en endebles balsas de madera y cámaras de llantas, el reto de superar el miedo para realizar tu primer rapel y los subsecuentes, pero sobre todo, las canciones y confesiones que se compartieron alrededor de una fogata, son lecciones que me marcaron de manera definitiva. Las anécdotas que compartí y los aprendizajes que recibí durante este periodo dan para muchas páginas que quizás iré desmenuzando y compartiendo en otras entregas. Solo recupero, no sin cierta emotividad y nostalgia, que durante esa etapa realizar campismo se hacía con mayor entusiasmo que con recursos o equipo y que ahí encontré a personas muy importantes para mí, con las cuales tengo la fortuna de conservar su cariño y amistad por más de tres décadas.

Si, como dicen, no hay mejor escuela que la vida, al paso de los años comprendo que ir al campo ha sido una de las materias que más provecho y beneficios ha traído  para mí, a pesar de que ahora soy, mayoritariamente, un animal urbano, pero entiendo que mis raíces familiares y afectivas tienen un sólido componente campirano.

Al día de hoy no puedo ir al campo por las razones que todos conocemos, pero me valgo de la voz del poeta, para que el campo llegue a este pequeño sillón desde donde se escribe la colaboración de hoy.

Visitas
A través de la noche urbana de piedra y sequía
entra el campo a mi cuarto.
Alarga brazos verdes con pulseras de pájaros,
con pulseras de hojas.
Lleva un río de la mano.
El cielo del campo también entra,
con su cesta de joyas acabadas de cortar.
Y el mar se sienta junto a mí,
extendiendo su cola blanquísima en el suelo.
Del silencio brota un árbol de música.
Del árbol cuelgan todas las palabras hermosas
que brillan, maduran, caen.
En mi frente, cueva que habita un relámpago…
Pero todo se ha poblado de alas.
Octavio Paz

El “chesco” y el “gansito”


8 de agosto de 2020

Advierto, no tengo ninguna posición específica sobre la comida chatarra. Me parece que es un tema que cada familia y cada individuo debe resolver en sus respectivas potestades, con la orientación y guía de un buen programa educativo sobre la materia. No abundo más en este sentido, para darles oportunidad a los pedagogos, psicólogos educativos, médicos, nutriólogos y administradores educativos para que nos digan cómo, cuándo y dónde comenzar con esta incipiente propuesta de reforma educativa nacional que les he delineado, pero que dadas las circunstancias actuales me parece que ya debía de haberse implementado, y si ya es que operaba, entonces preguntarles ¿por qué no funcionó? o ¿qué diablos pasó?

Prohibir qué se come o qué no, me parece un tanto excesivo en un país donde comer es cada vez más un logro extraordinario o, mejor dicho, casi heroico para grandes capas de la población, y en el extremo opuesto, los que sí tienen para comer bien, no siempre realizan la mejor elección nutrimental. Y no es sólo un asunto de buenos indicadores macroeconómicos, por aquello del poder adquisitivo o de los precios de la canasta básica, o por otra parte, de adecuados niveles nutricionales para la prevención y conservación de un buen estado de salud, que ahora comparamos y contrastamos con las estadísticas de la pandemia y estamos aprendiendo, tarde, como muchos otros temas, la lección.

El convencer, obligar o invitar a que alguien modifique sus hábitos alimenticios es una tarea si no imposible, sí de mucha dificultad, puesto que tiene que ver con otro elemento muy complicado de ponderar o de medir: el gusto, entendido no sólo como el sentido empírico que poseemos para reconocer y diferenciar los sabores, sino también como la manera de entender y comer el mundo en el que uno habita. Dijo Pierre Bourdieu, el gran sociólogo francés del siglo XX, que el gusto es otro de esos conceptos de orden abstracto que configuran ciertas conductas o disposiciones diferenciadas sobre la cultura. Forma parte del complejo proceso de las identidades sociales y culturales. Y no está de más decir que aunque todos comemos, no todos comemos igual o lo mismo, porque más allá de toda teoría social, ejercemos y defendemos nuestro derecho a seleccionar lo que más se nos antoje comer, dentro del universo de elección que podamos tener.

Está más que probado –¡más que oportuna y gastronómica la expresión!- de que le sugieras a alguien que no coma algo por el mejoramiento de su salud, por el ahorro de su bolsillo o por alguna otra bienintencionada razón e inmediatamente se siente desafiado en terrenos que competen a su más entera independencia y autodeterminación y de inmediato las respuesta rápidas y justicieras para hacer valer su decisión: “¿de cuándo acá eres médico?”, “¿qué te estoy pidiendo que me los invites?” o como dice una persona muy querida para mí: “¿de que se quede ese taquito a que me haga daño?… ¡mejor que me haga daño!”.

Y no es que mi también “me valgan Cheetos” los consejos para la buena alimentación, pero ya me dio sed y gula, así que dejo hasta aquí estas líneas, para ir a la tienda por mi “chesco” y mi “gansito”, que sé muchos de ustedes dirán que son comida chatarra, pero yo defenderé mi posición argumentando que son referentes importantes de mi identidad generacional: “¡Recuérdame…!”.

Autotecnobiografía


1 de agosto de 2020

En el vertiginoso mundo de la tecnología de la información y la comunicación yo pertenezco a la generación X, a los que cronológicamente nos ubican entre los antiquísimos años de 1965 y 1979 del vetusto siglo XX. Formo parte de los también llamados “Inmigrantes digitales”, los cuales debimos de transitar en nuestra experiencia tecnológica cotidiana de las televisiones y radios de transistores, que con escasos segundos, incluso minutos, debían de “calentarse” para alcanzar su desempeño funcional óptimo. En el caso del televisor, era cosa de que el punto en blanco que se formaba en el cuadrado negro de la pantalla, comenzara a crecer, al mismo tiempo que la impaciencia y curiosidad de los espectadores, para que las imágenes y el sonido llegaran hasta el televisor. Hablar del control remoto fue asunto de desarrollo científico posterior. El radio, por su parte, comenzaba con un lejano y creciente zumbido, hasta que por fin los transistores y circuitos daban de sí para sintonizar las estaciones y uno podía por fin distinguir los sonidos y las notas.

Y sí, todavía alcancé la música en acetatos, principalmente en el formato de Long Plays de 33 revoluciones por minuto y un gran salto para la humanidad melómana fue la creación de los audiocasettes con sus metros y metros de cinta magnética para almacenar joyas fonográficas que cada uno atesorábamos. En este rubro, la evolución también comenzó a medirse en la reducción en el tamaño de los sistemas para la reproducción sonora. Yo pasé de las consolas, que eran una compleja combinación de tornamesa para los acetatos, con receptor de radio, dentro de una caja madera, que entre más grande y trabajo de ebanistería tuviera, mejor nota estética y ubicación recibía en los hogares. Luego el progreso me llevó de la mano por las radiograbadoras portátiles, hasta llegar al punto mínimo: el walkman, un dispositivo reproductor de música y radio que podías llevar a todos lados, aunque las baterías o pilas alcanzaran sólo para utilizarlos, a lo mucho, dos o tres horas máximo. La autonomía no era para siempre y las pilas recargables aún no aparecían en escena.

En lo que se refiere a la etapa lítica de las Tecnologías de la Información y de la Comunicación, como suelen denominarse hoy en día, yo llegué por la visión educativa de mi madre o por su necesidad de mantenernos ocupados, a mí y a mis hermanos, en actividades formativas durante las vacaciones veraniegas. Así, que en unas vacaciones de 1984, entre los meses de julio y agosto, me inscribieron en una pequeña escuela de “computación” en donde comencé a enterarme de temas tan secretos y arcanos como el sistema binario, el código ASCII, el sistema hexadecimal, que poco aprecié, pero que más tarde me han servido como base de lógica y razonamiento para comprender el funcionamiento de la tecnología más reciente, pero que en su momento me causó bastantes dificultades. Sobre la programación aprendí lenguas ya muertas, como el Basic, Fortran y Pascal, que ya sólo se les puede recordar en las áreas más antiguas de los museos tecnológicos mundiales.

Ya luego he sido testigo y usuario de los distintos sistemas operativos (interfaces gráficas para la interacción con las computadoras) desde el surgimiento de Windows hasta su versión 7, momento en que acepté cambiarme a las filas del sistema Mac, cansado de las eternas e interminables actualizaciones del software de Bill Gates, sin saber que el propio Steve Jobs y sus continuadores, me iban a conducir a otro proceso infinito de metamorfosis hasta llegar a su rostro actual, llamado MacOs Catalina.

Mi incursión a la internet se dio en la década de los noventa, circa 1995, cuando la conexión y la velocidad de la red eran sólo recomendables para personas con alta dosis de paciencia e imaginación, que nada tienen que ver con las respuestas en milisegundos que obtenemos hoy en día. Quienes pertenezcan a mi ronda generacional recordarán el rito mágico de la conexión por medio del modem telefónico y los impactos negativos que esto traía consigo para la sana convivencia familiar. En una genealogía resumida de los navegadores y sistemas de información he pasado desde Mosaic, Netscape, Opera, los muchos Internets Explorers, Microsoft Edge, Chrome y obviamente Safari, para los guerreros Apple. Al mismo tiempo que me asomaba al universo por medio de la web, me tocó ser participante de los primitivos sistemas de mensajería: bbs, chats, icq, la ahora reliquia de Windows Messenger y así sucesivamente hasta llegar a sus realizaciones más modernas: WhatsApp, Telegram y algún otro, que ya no conozco o no tengo interés por conocer.

Sobre las redes sociales he visto surgir, crecer y derrumbarse, como analogías de países e imperios antiguos a Geocities, MySpace y Hi5, a los que llegaron para quedarse, hasta el momento -en el mundo tecnológico todo es cambiante- como Youtube, Facebook, y la consolidación de las nuevas hegemonías como Instagram y Pinterest, de las cuales ya no participo, porque yo provengo más de una tradición de la palabra, más que de la imagen y no me siento cómodo dentro de sus códigos y fronteras.

Mi trabajo como egresado de una licenciatura en humanidades me ha llevado a aprender, por necesidad individual, un amplio espectro de software que debo utilizar para desempeñarme cada vez mejor: procesadores de palabras, hojas de cálculo, programas para presentaciones, para infografías, para estadísticas. Y obligado por mis responsabilidades y tareas profesionales he tenido que saber de sistemas integrales automatizados de bibliotecas, de programas de diseminación selectiva de información, de bases de datos automatizadas y, cuando creía que mis competencias eran más que suficientes para seguir cumpliendo con los requerimientos de mi trabajo y manteniendo una relación cordial con la tecnología, ahora, empujado por la pandemia, que a todos nos tomó por sorpresa, entiendo que me debo seguir formando en asuntos y temas sobre Big Data, Inteligencia Artificial y Entornos Virtuales de Aprendizaje porque la Transformación Digital ya no es una opción, sino una obligación.

Hoy realizo este recorrido de mi encuentro y relación con la tecnología, como parte de una actividad académica de uno de los talleres virtuales que debo de cursar en línea, en el momento en que personalmente me he planteado llegar a eso que llaman un “minimalismo digital”, o el uso “racional” y opcional de esas herramientas tecnológicas, y en un contexto global en el que humanistas, transhumanistas y posthumanistas debaten cuál es la utilidad y perjuicio de la tecnología para la vida, a la manera de Niestzche, en una encrucijada histórica para la humanidad en el que parece que el futuro llegó antes de lo previsto con esta pandemia. Como lo volvió a advertir, apenas hace 2 años, el historiador israelí Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI: “Ahora mismo los algoritmos te están observando. Observan adónde vas, qué compras, con quién te ves. Pronto supervisarán todos tus pasos, tu respiración, los latidos de tu corazón. Para llegar a conocerte cada vez mejor, se basan en macrodatos y en el aprendizaje automático. Y cuando estos algoritmos te conozcan mejor de lo que te conoces tú, lograrán controlarte y manipularte, y tú poco podrás hacer al respecto. Vivirás en Matrix, o en El show de Truman. Al final, se trata de una cuestión empírica sencilla: si los algoritmos entienden de verdad lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos”. ¿Esta es una visión a futuro o una radiografía del presente? El que esté libre de culpa… que lancé el primer Smartphone.