martes, 29 de diciembre de 2020

En el ocaso de una tarde como cualquier otra


1 de febrero de 2020

Tan sólo se trata de salir de la casa y llegar al cine a tiempo. Todas las previsiones han sido contempladas y cumplidas según lo programado. Subir al auto, abrir el portón, salir a la calle, verificar que no había olvidado cerrar el portón, como en alguna otra ocasión lo he hecho, doblar la esquina e incorporarnos a la vía que nos lleva al centro comercial donde está ubicada la sala cinematográfica que habíamos elegido. Antes de llegar a la rúa principal, un auto rojo y una pequeña camioneta blanca pasan a alta velocidad. Sólo alcanzo a pensar: “¡Pinches imprudentes!”. Giro a la derecha y debo frenar porque el semáforo que está tres coches adelante de nosotros se pone en rojo. Intento retomar la conversación que hemos puesto en pausa mientras iniciábamos nuestro camino, pero me pides que te dé un minuto para contestar unos mensajes de manera inmediata.

Regreso la mirada al semáforo y es justo cuando veo que un sujeto con una chamarra azul marino se pone al lado de la puerta del auto rojo de hace unos segundos; grita, manotea y en un momento determinado abre la portezuela y saca violentamente al conductor, quien opone cierta resistencia y trata de detener el embate sujetando los brazos del agresor. El semáforo cambia a verde, pero no podemos avanzar porque los coches del agredido y del agresor impiden la circulación. Aguzo la mirada y veo que la chamarra tiene bordada la leyenda “Fiscalía Michoacán” y un punto difuso que pudiera ser el logo de esa corporación. Es en ese momento que levantas la vista del teléfono y comienzas a inquietarte y preguntarme qué es lo que está pasando. Contesto que los conductores de adelante tienen un problema, pero no entiendo bien qué es lo que está sucediendo. En un instante, el enchamarrado se quita de encima los brazos de quien lo sujeta y del costado de su pantalón saca una pistola escuadra negra y la coloca en el pecho del conductor del auto rojo, al mismo tiempo que con el brazo izquierdo lo sujeta fuertemente del pecho, lo patea en las rodillas y pretende que se tire al piso bocabajo. Me vuelves a preguntar que qué está pasando. No sé qué responderte. Si es por un incidente de tránsito se me hace desmedida la reacción del policía ministerial, pero ¿y si se trata de una detención? Ya no sé quiénes son los buenos y quiénes son los malos.

El semáforo nuevamente se pone en verde y los cláxones de los autos de atrás se hacen sentir porque no alcanzan a ver lo que está sucediendo en el cruce. Me pides que por favor me mueva. Que nos quitemos de ese sitio. Pero no podemos. Estamos atrapados en el tráfico que se hizo en ese momento. Sigue el forcejeo y el enchamarrado ahora coloca la pistola sobre la frente del otro sujeto, quien se arrodilla y coloca las manos a manera de súplica. Otra luz verde y la impaciencia del embotellamiento hacen que el enchamarrado se dirija hacia su camioneta blanca, no sin seguir amenazando al tipo arrodillado. De pronto, los coches de adelante encuentran un hueco al lado del auto rojo y la isquemia vehicular comienza a desvanecerse. El conductor agredido se pone de pie y grita a todos los que pasamos a su lado: “¡Hagan paro!”, “¡llamen a la policía!”, “¡estos güeyes me van a buscar y me van a chingar!”.

Mientras sorteo el paso y a los peatones la confusión y la adrenalina me confunden más. No entiendo. ¿Que no era precisamente policía quien le puso el arma en el pecho y la frente? Avanzamos unos metros y me preguntas si me encuentro bien. No sé qué responder. No sé cuál era mi deber frente a esta situación. Me compartes que te sentiste insegura e impotente de vernos atrapados en un momento de riesgo. Sigo conduciendo en silencio y de inmediato abro el debate interno: ¿quiénes son los buenos y quiénes son los malos? ¿Los que aplican la ley y la justicia son y actúan como el sujeto de la chamarra azul? ¿Por qué perseguían y luego dejaron ir al del coche rojo? Dudas, sólo dudas. Mezcla rara de colores y emociones. Todo en un minuto con treinta segundos, que fue lo duraron las tres luces verdes del semáforo.

Llegamos al cine y entramos a ver la película elegida que iba de detectives privados, especulación inmobiliaria, corrupción gubernamental y policiaca y, por supuesto, matones. No sé si fue buena o mala, pero me sabía plantado ante una ficción. La realidad era menos sofisticada, ambientada y musicalizada, pero más violenta, como lo que había visto un par de horas antes, en el ocaso de una tarde como cualquier otra.

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