viernes, 1 de octubre de 2021

Una pasión es una pasión


29 de mayo de 2021

Yo no sé ni cómo ni cuándo me hice aficionado al fútbol, la única certeza que tengo es que sucedió a una edad muy temprana, pues mi memoria alcanza a recuperar mis solitarios afanes y esfuerzos por convertirme en un gran portero, en la improvisada portería que delimitaba con dos macetas a la mitad del corredor del lugar en donde vivía, tratando de imitar los mejores lances de Miguel “El Gato” Marín, arquero de la entonces “Máquina Celeste”, el equipo más dominante de la liga mexicana en esa época.

Por azares del destino, un poco después de ese solitario entrenamiento, me incorporé a las filas de mi primer equipo infantil: el Cruz Azul; integrado por los amigos y vecinos de la calle y el rumbo en el que compartíamos pasos, juegos, tareas y escuela: Genaro, Xavier “El Chino”, Jesús, Mauricio, Jaime, y otros más que se me escapan, fuimos organizados, promovidos y dirigidos técnicamente por alguien apenas un poco mayor que nosotros: Gabriel, quien ahora seguramente dirige otro equipo allá en la cancha celestial desde donde nos observa.

De las incidencias y del funcionamiento del equipo sobre el terreno de juego y el desempeño a lo largo de los torneos, los recuerdos se han ido como balones fuera de la cancha de mi memoria. Lo que sí recupero vívidamente es la emoción y alegría que me provocaba cada fin de semana la posibilidad de vestir mi uniforme, encontrarme con mis amigos y salir al campo a defender nuestros colores. Uno de esos tantos sábados, Gabriel, nuestro director técnico, nos informó que no estábamos dentro de la programación semanal de juegos. La tristeza inicial que nos provocó la noticia fue cambiando poco a poco por una gran alegría a medida de que el profe nos explicaba la razón de esa decisión: nuestro equipo había sido elegido para participar como “baloneros” en el siguiente encuentro del Atlético Morelia, el equipo de futbol profesional de la ciudad, que cada quince días libraba épicas batallas sobre la grama del Estadio “Venustiano Carranza” –siempre quise utilizar una expresión así, disculpen las molestias- con la aspiración de lograr el ascenso al olimpo de este deporte: la primera división. Gesta heroica que sería consumada casi cinco años después de mi modesta participación como balonero en un encuentro de fútbol profesional. Y a partir de ahí, mi afición por este deporte, es parte de otra historia.

¿Cómo se explica una pasión o una emoción por un deporte, por un equipo? Genera dopamina. Genera estrés. Genera alegrías. Y en algunos casos, genera dolor. Ser aficionado a un equipo, se lo escuché a Juan Villoro, es aceptar una forma de vivir los fines de semana y los mundiales. ¿Se necesita justificar, interpretar, diagramar y calcular para explicar ese cúmulo de emociones que pasa por el pecho y la cabeza de todos y cada uno de los aficionados que acuden a un estadio a apoyar a su equipo para convencer de ello a quien simplemente no le gusta este deporte? No. Hay muchos deportes y cada quien es libre de elegir el que más le parezca. No hay mejor ni peor deporte, siempre y cuando se respeten los tres valores fundamentales del juego limpio: mostrar respeto por ti mismo y por los demás (competidores, árbitros y personal); respetar las normas de la competición y del deporte limpio y ser tanto buen ganador como buen perdedor.

En uno de los mejores diálogos de la película El secreto de sus ojos, del 2009, dirigida por Juan José Campanella y basada en la novela del mismo nombre, de Eduardo Sacheri, gran hincha del Independiente de Avellaneda, se da el siguiente diálogo:

–¿Escribano, qué es Racing para usted?
–Una pasión, querido.
–¿Aunque hace nueve años que no sale campeón?
–Una pasión es una pasión.
–¿Te das cuenta, Benjamín? El tipo puede cambiar de todo: de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios… pero hay una cosa que no puede cambiar, Benjamín: no puede cambiar… ¡de pasión!

¿El futbol sirve para algo que no sólo sean emociones, de alegría o de tristeza, o frustración por las expectativas que nos generamos para que nuestro equipo siempre gane y sea campeón?

 Martín Caparrós, escritor argentino e hincha del Boca Juniors, dijo: “Me paso la vida tratando de pensar cosas, de tener cierta mirada sobre el mundo, de no perder el tiempo —en síntesis, soy muy insoportable, sobre todo para mí— salvo en esos momentos”. Los noventa minutos que dura un partido de fútbol.

Recupero este apunte futbolístico justo un año después de la “desaparición forzada” del equipo aquel con el que supongo comenzó mi vieja afición por este deporte, que me puso de nuevo frente a aquel largo y fresco pasillo de mi infancia, en donde para desgracia de mis pantalones reforzados con parches sobre parches en la zona de las rodillas, yo me lanzaba sin descanso, intentado imitar el vuelo del portero aquel del Cruz Azul.

martes, 17 de agosto de 2021

La inyección de esperanza y el torbellino de emociones

 


8 de mayo de 2021

Para Lis Manzanares
Para las muchas Gabys

Creo que por tanta expectativa, yo suponía que me iba a sentir, si no contento, por lo menos tranquilo o algo parecido a un estado de paz o de sosiego. No sucedió así. Escuchaba con máxima atención e inquietud a la enfermera militar informándome que se llamaba Gaby, pidiéndome que observara la jeringa cargada con 0.5 mililitros de la vacuna Cansino, que guardara la parte de hoja que me correspondía de mi expediente de vacunación por si había necesidad de recibir un refuerzo en un futuro indeterminado, como suelen ser las promesas hoy en día, más etéreas, más volátiles, casi siempre incumplidas. Yo la miraba a los ojos, filtrados por las micas sucias de mis lentes y por sus gafas de protección médica. Estaba tan concentrado en lo que me decía, que no sentí cuando la aguja partió la piel e inyectó en el deltoides de mi brazo izquierdo la sustancia que debía de proporcionarme protección ante la enfermedad que nos ha estado asolando y azotando a todos.

Yo seguía mirando las gafas de quien me había inyectado y por un segundo perdí el hilo de lo que me decía hasta que Gaby, la enfermera militar, tuvo que alzar la voz para sortear la barrera del cubrebocas mientras repetía la instrucción de que presionara con mis dedos la torunda de algodón con alcohol que había colocado en la zona del pinchazo. Creo que sonrió, o al menos eso fue lo que yo quiero creer y recordar, y mientras pasaba a mi lado sólo alcancé a decir repetidamente: “¡gracias!” “¡gracias!”. Y en cosa de nada se me instaló un torbellino de emociones que no me permitía saber con seguridad qué o cómo me estaba sintiendo.

Las vueltas de la vida. En cosa de semanas me veo en el mismo Centro de Vacunación en que en dos ocasiones previas había acompañado a mi madre a recibir su inoculación. Ambos eventos me resultaron emocionantes y jubilosos. Como si hubiera completado una misión en la que vencí todo tipo de obstáculos y peligros para poder llegar hasta ese momento. Valía la pena. Ante tanto dolor propio y ajeno, ante tantas bajas y pérdidas, podía entender un poco porque me sentía así. Pero ahora, que estoy sentado en las sillas negras que antes sólo veía desde la malla ciclónica que protege el sitio elegido para aplicar las vacunas, comencé a sentir en el pecho intermitentes e intercambiables oleadas de nostalgia, tristeza y sólo pequeñas dosis, mínimas, de felicidad. Algo así de extraño como percibir cómo se genera y crece físicamente una idea dentro de uno. Como un proceso paulatino y creciente de concientización de que la misión que sentía completada cuando mi madre recibió su esquema completo de vacunación no aplicaba para mí. Que solo era un descanso o, quizás, acaso apenas una etapa completada para seguir en la batalla.

Sigo sentado en las sillas negras intentando entender qué siento o por qué me siento así. De pronto, se escucha la orden de que mi fila había cumplido el periodo de observación y debíamos salir ordenadamente del lugar. Yo dividía mi atención entre no perder el camino hacia la salida señalada, mientras giraba la cabeza y trataba de ubicar con la mirada a la enfermera militar que me había aplicado la inyección y justo cuando me retiraba del lugar vi a las decenas de Gabys que hacían con atención, esmero dedicación y sin descanso su anónimo trabajo de inyectarnos un poco de esperanza para seguir en la batalla. Antes de cruzar la valla y salir a la calle, yo seguía repitiendo mentalmente a manera de mantra u oración: “¡gracias!” “gracias!”. No encontré mejor palabra para expresar mi ánimo y mis sentimientos.

De azaleas, limón y fútbol



 1 de mayo de 2021

Estoy de pie frente a mi madre, encima el lavadero que estaba afuera de la cocina, donde finalizaba el pasillo oscuro custodiado por las dos hileras de macetas con azaleas, impecables, firmes y gallardas, como una especie de valla vegetal militar. Me está acicalando. Me ajusta el peinado, que seguramente fija con agua en combinación con jitomate o limón, fórmulas extraídas del recetario tradicional doméstico para el cuidado e higiene familiar. Llevo un short, creo que de color azul, pero el tono de la camiseta se pierde en los laberintos de la memoria. Por esta ocasión solamente diré que era de un color claro. De los zapatos no recupero ni un solo rasgo pero una cálida corazonada me hace suponer que eran negros, con una certeza casi del 100 por ciento de que estaban raspados de las puntas, como consecuencia de los muchos juegos que inventaba y que tenían como escenario el piso del patio en donde vivía. Bien pudo ser una peligrosa y sinuosa carretera dibujada con gis y que una vez agotada la ruta, debía de ser lavada con agua, jabón y cepillo, para que la dueña del sitio no se molestara. No obstante que era la madrina de mi hermana, siempre que escuchábamos su voz, mis hermanos y yo nos poníamos en posición de firmes, bien erguidos y como sacando el pecho, el remedo de un pequeño ejército de enanos que sabían de la disciplina que exigía doña Conchita a todas las familias que vivíamos en los departamentos de su propiedad.

Mi madre termina de dar los últimos retoques a mi arreglo personal. Alcanzo a recuperar la sensación, el recuerdo, de que iba a acompañar a mi tío Laureano, esposo de la prima de mi mamá, Gloria, quienes eran nuestros vecinos en el departamento de enfrente, separado sólo por un par de metros, que era el ancho del pasillo que iba de la calle hasta la zona de los lavaderos colectivos, sitio en donde la extensión se hacía más ancha y daba paso a dos enormes patios, quizá no tanto, pero a esa edad todo lo veía con proporciones desbordadas, llenos también de macetas con azaleas, perfectamente alineadas, impecables, no obstante la presencia de algunos chiquillos y la exposición a los juegos que pudiéramos inventar. Se permitía correr, saltar, pero no gritar, mucho menos molestar a las macetas y su valioso contenido.

En el segundo patio había dos árboles enormes, en los cuadrantes centrales de ese espacio en donde alrededor había por lo menos otro par de departamentos y sus respectivas familias. Creo que eran árboles de limón, el recuerdo que tengo de ellos me viene con aromas y notas cítricas, quizá sea por eso que me atrevo a afirmar que eran de ese fruto. En el intersticio que separaba a los dos grandes patios, viendo de la calle hacia el fondo, a la derecha estaba la estrecha escalera que daba acceso a los dos únicos departamentos que estaban sobre las alturas, el primero, el de doña Conchita, hacia la izquierda del primer descanso, al que para poder llegar había que cruzar otra pequeña selva de macetas situada en el estrecho corredor antes de la puerta de su hogar. Hacia la derecha, un departamento más y después de pasar la azotea que cubría los techos de los departamentos que daban hacia la calle, el de mis papás y el de mis tíos, al otro extremo del espacio vacío que formaba el primer patio estaban los tendederos, espacio al que sólo podíamos ir bajo el cuidado y supervisión de nuestra madre. Y el olor a cítrico me llega al alma y al corazón.

Estoy de pie, frente a mi madre, quien está terminando de arreglarme, para acompañar a mi tío Laureano, quien fue chofer de transporte público y luego privado; el tío con el que fui a ver un partido de preparación del Atlético Morelia al viejo estadio Independiente, que estaba ubicado en el cruce de la avenida Ventura Puente y el bulevar García de León; el tío con el que, al igual que con mi padre, compartía mis ilusiones y emociones del mundial de futbol en Alemania en 1974, información que tristemente se borró casi por completo del disco duro de mi memoria pero, a cambio, conservo casi por completo una serie de aventuras y desventuras de la selección nacional mexicana en el Mundial de Argentina en 1978 y que para compensar mi desilusión y tristeza inicial por la vergonzosa eliminación de México en la primera ronda, me sumé a los hinchas de la selección dirigida por el Flaco Menotti y que tenía como principal rematador a Mario Alberto Kempes “El Matador”.

Sigo de pie frente a mi madre, sobre el lavadero que estaba afuera de la cocina, terminando de arreglarme para acompañar a mi tío y seguramente recibiendo los apercibimientos y advertencias para que me portara bien porque de no hacerlo, ya no habría más permisos para acompañarlo. Debía tener cuatro años y, a veces lo digo o me lo digo, es el primer recuerdo que guardo de mi infancia o por lo menos, el primero que puedo recuperar y reestructurar con más detalle. Porque como dicen que dijo Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y sí, quizá ese primer recuerdo no haya sido así como lo estoy contando, pero de lo que sí estoy seguro, es que mi infancia huele a azaleas, a limón y a la emoción del futbol.

El Quijote, la donación y la torta de conserva

 


24 de abril de 2021

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado
en esto de las aventuras:ellos son gigantes; y si tienes miedo
quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Capítulo VIII
Miguel de Cervantes Saavedra

Después de algunos meses tuve que regresar al Hospital. Al igual que la ocasión anterior, se trataba de ser solidario. Lunes por la noche, en breve mensaje mi amigo me pedía que le ayudara a conseguir donantes de sangre como requisito previo para un procedimiento médico para un familiar suyo. Un rápido repaso a mi deteriorada agenda mental de contactos y no encontré ninguna recomendación inmediata, mientras seguía procesando lentamente la lista de posibles donantes, le solicité a mi amigo que me considerara para esa aventura. Transcurrieron un par de horas más y ante el escaso éxito en las gestiones, mi solicitud fue aprobada, justo a tiempo para cumplir con el ayuno y las horas de sueño exigidas para la donación. Acordamos irnos en una sola cabalgadura en horas tempranas del martes y así fue. En el camino hacia nuestro destino nos actualizamos brevemente sobre los agravios y entuertos que hemos debido deshacer o enderezar, desde nuestros respectivos mesones en los que hemos estado confinados desde que comenzó esta pandemia. Al poco tiempo de iniciado el diálogo, nos dimos cuenta que nuestras preocupaciones en común eran parecidas a las de cualquier Quijote de estos tiempos: la lucha contra los molinos del viento del desasosiego, la cotidiana pelea contra esa sensación de incertidumbre, que terminan por generar esa especie de languidez en el alma con la que hay que lidiar y cargar gran parte de estos interminables días.

Así, entre el rápido recuento de penas y aventuras y la somnolienta hora previa a la luz del sol, arribamos a la cita para la que fui convocado. Todo fue cosa de llegar a la puerta principal, decir al vigilante que iba al Banco de Sangre, anotarme en un libro de registro y caminar hacia el ala izquierda del edificio para encontrar mi destino en el primer pasillo doblando hacia la derecha. Antes de dirigirme a la ventanilla que me correspondía, reparé en que había unas 10 personas que habían llegado anticipadamente a la cita. Si yo me había levantado a las 5:30 para ser de los primeros en ser atendidos y no lo había conseguido, no quise imaginar a qué hora lo hicieron ellos. Solicité información y me respondieron que preguntara en la sala de espera «después de quién seguía», que a las 7:30 recogían las identificaciones oficiales en el orden en que habíamos llegado y a partir de ese momento comenzaba el servicio. No fue sino hasta las 7:40 que un joven salió y los ahí presentes le entregamos nuestras credenciales. Mientras, en el espacio de 6 x 6 de la sala de espera las posibilidades de la sana distancia se reducían a medida que transcurrían los minutos y llegaban más posibles donantes. A las ocho me llamaron a la ventanilla para corroborar mis datos. A las 8:40 ingresé a un pequeño consultorio de 3×2 para sacar una muestra de mi vital líquido con un pinchazo en mi brazo izquierdo y de nuevo a la sala de espera en la que cada vez éramos más personas y ya no había posibilidad alguna para el metro y medio aconsejado por las autoridades sanitarias. A las nueve, por fin, el primer donante pasó al área donde se hacía el sangrado. Tras la rápida verificación visual a mi llegada yo había calculado que me tocaba el turno número 6, pero me redujo la espera el descarte que hicieron de algunos asistentes que, al parecer, no estaban en óptimo estado para donar A las 9:30 llegó mi turno. Pase nuevamente por el consultorio de 3×2, respondí el interrogatorio de rigor, mientras escuchaba las quejas del médico en contra de sus compañeros. Superada esta etapa, camino hacia las camas de donación, me pidieron que pasara al lavabo, que aseara y secara muy bien el brazo derecho, porque el otro solo fue para la muestra. Ahora sí, por fin, me recuesto en la cama que me indican y sin demora ni dolor, por la habilidad de la enfermera, comienza la extracción que se espera sea lenta y tranquila, para que mi sangre llene la bolsa de transfusión. Hasta que eso ocurra, o mientras que eso ocurre, recorro con la vista el sitio en el que me encuentro y reparo en los detalles: frente a mí hay un mostrador en el que se depositan por igual formatos de papel y los tubos de ensayo con las pruebas de sangre. Al fondo, tres sillones de vinipiel negra, con varias cicatrices que dejan ver sus intestinos de espuma y que son utilizados para el reposo y observación posterior a la donación. Cierro los ojos para evitar seguir con el inventario crítico que involuntariamente estoy realizando y cuando los vuelvo a abrir, la siguiente escena me confunde más, en la esquina contraria del mostrador hay un laboratorista con lentes de armazón rojo, en perfecta combinación con sus tenis del mismo color, que campechanamente abre una lonchera y saca un bolillo al que le extrae el migajón. Se da cuenta que lo observo y con prisa se mete las migajas en un bocado enorme que le infla los cachetes. Finjo no observarlo, sin quitar mi atención de él, mientras pienso que quizá come el migajón por el susto de ver tanta sangre en un mismo sitio, en esas cavilaciones estoy cuando escucho que “Armazón rojo” le pregunta a otro compañero que si no quiere un pedazo de la torta de conserva que se está preparando. La curiosidad puede más que la prudencia y levanto la cabeza para ver cómo introduce una generosa porción de calabaza en la pieza de pan que había preparado para ello. Todo esto sucede en el centro del banco de sangre de un hospital de los llamados de alta especialidad o de tercer nivel, en medio de una contingencia sanitaria, mientras médicos, enfermeros y laboratoristas no dejan de hacer su trabajo. No sé si es el efecto por el desangrado o el ayuno, ya de casi 12 horas, pero la escena me parece surrealista y cierro los ojos. Los abro nuevamente cuando, por fin, se llena la bolsa y me indican que repose unos minutos ahí y luego me pase a los sillones negros de observación. Sentado en uno de ellos puedo observar que las 3 camas, forradas con vinipiel azul, también tienen cicatrices de guerra. Bajo la mirada y solo espero que me señalen en qué momento me puedo retirar. Transcurren los minutos y regresa nuevamente “Armazón Rojo” al mostrador, le da un largo trago a la Coca Cola que tiene ahí, junto a las muestras de sangre y los formularios. Sí, todo esto es surrealista. Escucho distraídamente las últimas recomendaciones, recibo mi constancia de donación y emprendo el viaje de regreso, sabiendo que, como dice el Quijote, hay aventuras para las que uno no está preparado y que nunca suelen ser como uno las ha imaginado. Ir al hospital en aventura solidaria es una de esas.

Los viernes, la ópera y la amistad


17 de abril de 2021

Es viernes y el cuerpo lo sabe. O como suele decirse ahora: es viernes y el cuerpo ya no sabe, ni le interesa, con todas las connotaciones e implicaciones que pueda tener una frase como ésta. En mi caso particular, es viernes y no ha sido como los anteriores. Ha sido un día especial, pues por azares del destino me levanté escuchando ópera. Y no, no es que sea experto en el género o muy culterano en mis prácticas matutinas, sino sólo fue consecuencia del interminable zapping en la televisión que me hizo llegar a esa situación. Y fue este pequeño acto, en apariencia intrascendente, lo que me hizo viajar en el tiempo y me ubicó en los rituales de los viernes por la noche de hace más dos décadas, época en la que convivía y aprendía sobre música y literatura, por el camino de la amistad y la camaradería, de la mano de Carlos Bravo, a quien en enero de este año dediqué una nota a manera de agradecimiento por su amistad. De esa semblanza recupero algunos párrafos:

Si algún buen desempeño tuve en la Escuela de Historia como estudiante fue gracias a la generosidad y apoyo de los compañeros con los que ahí coincidí. Yo llegaba a ese momento con tres años más que la edad promedio con la que ingresaban a los estudios universitarios, por circunstancias vocacionales y de vida, que me habían hecho tomar un camino un poco más largo que el convencional. Sin embargo, para mi alivio y sorpresa, no era el de mayor edad de mi grupo. Sentado a la mitad de la primera fila, lugar que siempre eligió mientras fuimos compañeros, se encontraba un tipo de sonrisa amable, mirada curiosa detrás de unos lentes con mucho aumento y de una incipiente calva. Al paso de los días, las tareas y los semestres fui conociendo mucho mejor a esa persona. Supe que era Ingeniero Civil, que recientemente se había jubilado de nuestra Universidad y que ahora se dedicaría a estudiar otra de sus pasiones: la historia. Las conversaciones fuera del salón muchas veces eran más interesantes que los contenidos y debates que se hacían en clase, espacio en el que siempre participaba porque siempre tenía un dato, una lectura o un aporte que realizar. La cotidianidad, los temas y las charlas extraclase, pero sobre todo su generosidad y la de su esposa, me permitieron ir cultivando una amistad muy provechosa en muchos sentidos. Además del entusiasmo con el que organizaba y nos ayudaba a gestionar recursos para realizar viajes de estudio con los compañeros del salón, tuve la oportunidad de realizar varios periplos (así lo diría él, sin duda, ¡cómo gozaba de los culteranismos y los juegos de palabras!) al centro del país y a varios lugares de la Ciudad de México en donde conocí tesoros artísticos y culturales, que hasta ese momento no estaban consignados en las guías turísticas del país y de la ciudad. Con él aprendí mucho de literatura, de cine y de música ¡oh cómo sabía de música! Recuerdo con mucha claridad la primera ocasión en que me invitó a una sesión para acercarme al mundo de la ópera y ceremoniosamente sacó un libro inmenso para contextualizar la misma y conocer un poco de la estructura dramática de la pieza, antes de dejarnos arrastrar por el poder de la voz y de la música. Y para mi fortuna, después de tanto protocolo y ceremonial para esa improvisada clase de apreciación musical, venía el momento de compartir de manera relajada los alimentos y una buena bebida espirituosa. ¡Qué suerte tenía yo de que viviera muy cerca de mi casa! pues muchas veces regresaba, con zigzagueante caminar, embriagado de poesía, música y vino.

Y sí, hoy es viernes, y el corazón y la memoria lo supieron y aprendieron bien, pues me llevaron a surcar los mares de la nostalgia, cuando las notas del Barba Azul de Jacques Offenbach suenan como música de fondo, mientras me resisto a abrir los ojos y me esfuerzo por seguir concentrado en la música, rebelándome a salir de este pequeño estado de gracia que me convidan la música, el recuerdo y la amistad.

El azadón, las malas hierbas y el continente que somos

 


10 de abril de 2021

Golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Erguirse, levantar los brazos a la altura de la cara, sujetar firme y fuerte el mango, armonizar el movimiento de cintura, espalda y brazos, para que el corte de la hoja sea efectivo y otra vez el mismo efecto: golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Como queriendo evadirme -o, quizá, ¿evaporarme?- del calor del mediodía, me concentro en los detalles del esfuerzo físico que supone preparar un cuadrante de tierra para el cultivo de hortalizas.

Entre golpe y golpe del azadón voy descubriendo, no sé si con hastío o incredulidad, que mi mente se ha ido llenando de malas hierbas que requiero arrancar: un candidato que comienza campaña dentro de un ataúd, unos jóvenes que se disfrazan de ancianos y falsifican identidades para inocularse anticipadamente contra el COVID, un intendente que abusa sexualmente de una mujer intubada por la misma enfermedad, titulares en los noticieros y en los periódicos que abonan a cierta desesperanza sobre la especie humana. Sí, requiero erradicarlos.

Una breve pausa para hidratarse y recobrar energía. Varios golpes más de azadón para seguir haciendo cicatrices en la tierra en donde depositar las semillas para darle continuidad al ritual primigenio de la lucha del hombre por dominar a la naturaleza y sus productos; el origen de la civilización misma, para ser concisos y precisos. Sigo concentrado en la técnica para ser más efectivo y preciso en la tarea encomendada. Es mucho el esfuerzo y magro el resultado. Dos puntos rojos que arden y crecen en la palma de mi mano derecha dan cuenta de mi poca habilidad, o falta de costumbre, en el manejo de estas herramientas. Sonrío para mis adentros

 Reconozco mis raíces familiares en el campo michoacano, no sólo como referencia de origen, sino como fuente de trabajo por muchas generaciones y al mismo tiempo sé que yo soy un individuo enteramente urbano en mis prácticas y costumbres. No obstante la molestia, sigo haciendo el mejor de mis esfuerzos. Entre golpe y golpe, que trato de asestar de manera rítmica, me voy despojando de esas hierbas nocivas. El azadón hace lo suyo y me viene a la mente el pasaje de una novela del escritor colombiano Mario Mendoza, Satanás se titula y bien puede aplicarse a mi sentido de malestar y extrañamiento social que tengo en estos últimos meses:

“—Yo lo que quiero es irme lejos, no quiero saber de nadie, estoy harto de esta sociedad y de esta cultura(…)
“—Mira (…) sueños de fuga hemos tenido todos. Pero si quieres mi opinión te la voy a dar: para que tú puedas estar en tu estudio (…), en un país como éstos, hay miles de campesinos humildes que madrugan para sembrar en los campos, obreros que se levantan a pegar ladrillos, a cortar caña, a amasar pan, a conducir camiones, a trabajar en los socavones de las minas. (…)
“—No lo había visto de esa manera.
“—Tú no eres sólo tú. Tú eres tu gente, tu pueblo. Te llamas Juan, Ignacio y Beatriz, tienes cinco años, veinte y setenta, eres ama de casa, abogada, secretaria, lechero y mecánico. Tú eres un continente.”

Sí, quizás todos somos un continente, pero en este momento, sólo tengo frente a mí un pequeño rectángulo de tierra que debo preparar para cultivar algo en ella. Así que a darle, que no hay de otra: golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Quizá esta sea la mejor manera para componer el continente que he sido hasta hoy. Me concentro o me evado, no lo sé. Al sol del mediodía se afanan mis intenciones de hortelano citadino.

Un sábado cualquiera con sus misterios

 


3 de abril de 2021

“No han llamado aún y ya llevan una semana vacunando”. Es el primer pensamiento que me cruza por la mente una vez que me despojo de todas las telarañas del sueño y del descanso de la noche previa. Me preparo la primera taza de café y mentalmente repaso la bitácora de tareas y pendientes para el día. “Hay que esperar”, me digo, para no caer en la desesperación. Segunda taza de café de la mañana: “Pronto llamarán”. Marco a la casa de mi madre para saludarle y después del protocolo cotidiano acordamos un pequeño trueque gastronómico: ella ofrecerá capirotada; a cambio, la compensaremos con un poco de caldo de pescado, platillo de su más alta predilección. Sin mucha prisa recogemos la mesa de desayuno y mientras lavo los trastes, me ayudan a preparar el recipiente con lo acordado y salgo rumbo a la casa materna. A medio camino una llamada. Miro la pantalla del altavoz y observo: “es S”, no es la llamada que estoy esperando y tardo en reaccionar para presionar el botón que la active y la pierdo. Por medio de voz “ordeno” al teléfono que regrese la llamada. Nada. La línea suena ocupada. A los pocos segundos, una nueva alerta, ahora es R. En cosa de segundos la tomo y escucho con creciente sorpresa:

— “S está en el Centro de Vacunación que se encuentra en el Venustiano Carranza y dice que no hay nada de gente. ¿Quieres llevar a tu mamá para ver si se puede vacunar?”
—¡Claro! ¡Nada perdemos con intentar!

Apenas llego a la casa de la familia encuentro a mi madre a la mitad de su desayuno, la saludo y sin pausa alguna le digo:

—Nos acaban de avisar que en el Venustiano Carranza están vacunando sin cita. Que hay muy poca gente. Solo ocupamos el folio, copia del INE y de la CURP. ¿Quieres ir?
—¡Sí! Sólo tomo los papeles y me cambio de blusa.

Mientras mi madre se preparaba, yo le aviso a mi hermana para que nos acompañe, porque seguramente yo las tendría que dejar cerca del acceso y posteriormente ir a buscar donde estacionar el coche. Ya instalados los tres en el auto y en camino hacia la cita, sigo recibiendo instrucciones telefónicas acerca del punto más adecuado para llegar al acceso, a mitad del trayecto recibo un merecido regaño de la progenitora:

—¡Oye, muchacho! ¡Como que vas muy rápido! ¡Bájale tantito a la velocidad!

Reconozco la falta y disminuyo la velocidad y, así, a paso moderado, llegamos al punto en donde S nos había recomendado como el más propicio para desembarcar a mis valiosas pasajeras. Como lo había anticipado, yo tuve que ir a buscar un sitio adecuado donde estacionar el auto. Cuando regreso trotando a la zona de ingreso del centro de vacunación me sorprende encontrar a mi hermana sola y le pregunto:

—¿Y la madre?
—Está allá adentro… Sentada.
—¿Tan pronto?
—Sí.
—Pero ¿porqué no la acompañaste?
—Porque cuando le preguntaron que si podía caminar sin ayuda, ella respondió que sí y pues ya no me dejaron ingresar con ella.

Ante la entereza y firmeza de nuestra madre a sus 86 años, a mi hermana y a mí solo nos quedó buscar el mejor lugar posible, en la malla ciclónica que circundaba al centro de vacunación, para ser testigos de ese momento. Una hora después, aplicada la vacuna, terminado el periodo de observación para ver si había alguna reacción, con el comprobante de la primera dosis recibida en mano, de camino a casa, en silencio intentaba recapitular lo que había sucedido esa mañana de sábado en donde aparentemente no iba a ocurrir nada fuera de normal, en donde la nota sobresaliente era la de que la llamada oficial nunca llegó, pero sí la de la amistad y la camaradería.

De vuelta a casa, tomo un baño y no me siento con ánimo de hacer nada más, me siento muy agotado, como si con ese pequeño piquete de aguja que le aplicaron a mi madre en el brazo se hayan despresurizado en mí un montón de dudas y fantasmas que inconscientemente había ido acumulado durante la pandemia, con sentimientos y razonamientos encontrados, tratando de resolver internamente las incógnitas de esa álgebra del misterio que tan bien define Jorge F. Hernández, como “una felicidad etérea, una luminosidad oscura, una exclamación en silencio y un lamento sin lágrimas.” Me pregunto si sólo cambié viejas dudas por nuevas interrogantes, que quizás sean resueltas hasta el momento en que sea la cita para la segunda dosis. Y nuevamente, a esperar la llamada…

La esperanza es eso que vemos a través de una ventana

 


27 de marzo de 2021

Apenas es martes y siento que me he quedado anclado en el tiempo. Suspendido en la espera de una llamada que no llega. Debía de haber sucedido el jueves de la semana anterior porque comenzarían a vacunar el sábado. Eso me dictaba mi optimismo. No ocurrió el jueves, tampoco el viernes. Es cosa de ser pacientes, constantemente me lo repito, para seguir alimentando la esperanza. El sábado comenzaron y la expectativa inicial no había disminuido. Pero tampoco sucedió nada. El domingo serviría para ajustar la logística, pero seguirían contactando a las personas registradas para que acudieran el lunes. Eso dijeron. Nada. Los días más lentos de la historia de la familia. Las informaciones oficiales y las de las redes solo confunden. Hay que esperar la llamada me repito. No hay que contribuir al desorden, aunque en nuestro interior, un huracán de emociones nos consumen y nos agotan.

-Hijo, no me quiero vacunar.
-¡Ah, caray! Y ¿eso por qué?
-¿Ya para qué? Ya estoy vieja. Tengo 86 años. Ya lo que tenía que hacer: lo hice.
-No, madre, pero algún buen consejo o enseñanza todavía tendrás para alguno de nosotros.

Se queda callada. Por un momento sostenemos la mirada fija entre los dos y luego se voltea hacia la ventana… Como queriendo evitar el roce o la discusión… y vuelve a insistir:

-¡No! ¡No me quiero vacunar! Que se la pongan a alguien que la necesite más que yo. A mí me falta poco para morir. ¡Mejor no!

Me conmueve y me confunde su respuesta, a la que sólo atino a refutar:

– Bueno, pues si tu decisión es no vacunarte porque ya te vas a morir, entonces también vamos a suspender todos los medicamentos que tomas para la hipertensión y demás males que te aquejan. ¿Para qué tanto esfuerzo si solo estamos alargando tu martirio?

Apenas termino de hablar y me doy cuenta de lo mucho que me sorprende mi respuesta. A ella más. No suelo ser tan tajante con casi ningún asunto de la vida. ¿Qué me movió de un tono de comprensión a uno casi de desesperación? No lo sé. No lo entiendo. Parece que tampoco mi madre. El silencio se adueñó por completo del instante y del comedor. Seguimos juntos mirando hacia la ventana. Como si del otro lado de ella, escondidas, estuvieran las respuestas y la tranquilidad para el desasosiego. Seguramente ambos estamos viendo cosas diferentes a través de ella. Mi madre ve su presente y se consuela en el pasado, yo parece que me aferro a forjar un horizonte de futuro. ¿Quién sabe qué premoniciones nos espían más allá de la ventana? Nuestros ojos las buscan sostenidos en las miradas que indagan el horizonte.

Recuerdo una columna de Alma Delia Murillo, la del 5 de febrero de este año, el título y el contenido no pudieron ser más exactos para lo que en este momento estoy pasando en mi experiencia familiar “Decir adiós a una generación”. Desde las primeras líneas nos ubica en esas reflexiones que evitamos a diario para no jodernos la jornada:

“Nos hicimos viejos. O quizá es peor: nos hicimos de la edad de nuestros viejos sin tener la edad que tienen ellos.
Este tiempo, esta pandemia, estos días han revelado una verdad brutal: sí, ya sabíamos que nuestros padres y madres son mayores, pero no sabíamos cuánto.”

Sí. Ella es vieja. Sin duda. Por momentos yo me siento más cansado y me quejo como si fuera más grande que ella. ¿No se han sentido así o esto sólo me ocurre a mí? Sigo enganchado en estas meditaciones, sin saber cómo romper el silencio. Las palabras, como muchas veces me sucede, cuando más las necesito, nunca suelen acudir en mi auxilio. Rompo el hielo del silencio de esta calurosa tarde acercándome y abrazando a mi madre, en la esperanza de mirar hacia el mismo punto a través de la ventana. En la esperanza de la vida y sus respuestas porque, como dice Silvio Rodríguez, de lo posible –la muerte- se sabe demasiado.

***

Es sábado por la mañana.

Hay que esperar la llamada.

¿Cuántas historias como la nuestra?

sábado, 5 de junio de 2021

Apuntes para una crónica de andanzas burocráticas


20 de marzo de 2021

Este apunte, de antigua data, lo escribí como constancia de lo que parece ser un tradicional y clásico ritual ciudadano en peligro de extinción. En esta era de la virtualidad, donde casi todo trámite se puede y debe hacer por internet, ya sea por razones de ahorro en personal, eficiencia administrativa o por contingencia sanitaria, me resulta paradojico que ahora que lo recupero, también forma parte de los hábitos o ritos urbanos que, con tanto confinamiento, incluso se llegan a extrañar. La pandemia y el distanciamiento obligado nos fuerza a convivir con las ausencias, incluída la burocracia presencial, así que para recordar aquellos tiempos de trámites tediosos y largas filas, les comparto uno de mis rituales de iniciación en los misterios del trámite burocrático.

Las rudas del Infonavit

Todo iba bien, miré el reloj y era casi la hora de salida. Un rápido cálculo mental me dió la certeza: podía pasar a tiempo por las escrituras de mi casa. Cuál flemático inglés, había salido todo a medir de cronómetro. Pero los días buenos no siempre se dan todos en racimo y mucho menos duran el día completo. Así, consciente de la posibilidad de encontrar pequeños inconvenientes que mancharan la blancura de mi optimismo, me presenté en las flamantes oficinas de ese mounstro burocrático que se llama Infonavit, del cual, hasta la fecha, desconozco el significado exacto de sus siglas, y, si lo pienso bien, tampoco me interesa.

La 1:10 y ya estaba frente al mostrador que diligentemente me habían señalado como la única aduana entre mis escrituras y yo. Restaban 20 minutos para que cerrara el ciclo horario estipulado como el de atención al público. Transcurrieron lentos 15 minutos de espera y zozobra con mi estúpida humanidad detrás del mueble de madera. Me preguntaba, entre enojado y sorprendido, cómo era posible que pasaran inadvertidos mis 90 kilos ante los ojos de hastío y sueño de dos, todavía simpáticas, damas que volteaban a mirarme de reojo a menos de 1 m. de distancia. Armado de valor crucé la puerta que advertía que ahí sólo podía entrar personal autorizado y sin más miramientos me lancé contra la primera de las mujeres que me habían “observado-ignorado”. Le indiqué que venía a recoger el documento que me hacía contribuyente del impuestro predial. Y sin tono ni acento particular me pidió que fuera paciente, que me atenderían, pero que tenían mucho trabajo por delante. Así que habiendo perdido la primera caída, regresé a mi esquina en el ring de madera que ahora nos separaba. Lo de la carga de trabajo no lo entendí muy bien pero si se refería a la charla con el conserje en la que solicitaban que les pusieran “del aromatizante que sí olía bonito”, o del serio análisis que hicieron con el Licenciado Mengano sobre la comodidad de sus nuevas botas (obviamente adquiridas a una de ellas, ya que deduje que en sus ratos libres ofertaba lindo y ortopédico calzado quíen sabe si a buen precio pero, seguro, en cómodos pagos quincenales), pues sí que estaban bien ocupadas.

¡La 1:40! El enojo se transmutaba en temor. Me estaba excediendo 10 minutos más del sagrado tiempo estipulado para que ellas lidiaran con tipos como yo, que de lo único de lo que nos podían acusar era de haber ido a solicitar un servicio/documento que ellas nos deberían de proporcionar. Pero cambiaron de táctica, creyeron que me podían derrotar en dos al hilo y, por fortuna, no fue así… o eso era lo que yo creía. Me busqué en una lista, no quité mi dedo de la línea en la que con todas sus letras aparecía mi nombre y en la que debía firmar como acuse de recibo. Entregada mi identificación oficial se perdió en el laberinto DM Steele de la oficina. Veinte minutos más y la segunda de las rudas me indica que no aparece mi documentación, que por mi culpa tendrá que subir a preguntarle a Juan Mengano si por error se la llevó a fotocopiar, que si le daba el nombre de mi esposa porque quizá aparezcan a su nombre, que si usted es soltero entonces deben estar a su nombre, que si en el alfabeto se encuentra antes la P de Palomares o la M de Morales, ¿o será que lleva H intermedia?, que mire qué distracción de la secretaria nueva, que la puso donde no debía, que siempre era así con los novatos, que por eso luego a ellas les reclaman, que eso no es justo, que qué bueno que había personas pacientes y comprensivas como yo (¡ajá!), que fírmele aquí, que no las vaya a maltratar porque son las originales y no hay repuesto, que le vaya bien, que tenga un buen día. Ahora me doy cuenta que la llave con la que me vencieron fue su verborrea adormecedora, más letal que una desnucadora inversa.

Como buen perdedor, me agrandé ante la adversidad, retomé mi aire tranquilo, sonreí y resignadamente, pero no convencido, también les deseé que siguieran teniendo un buen día. El bando de los rudos, dos, el bando técnico, una. Las rudas del Infonavit ya podían estar felices y seguir vendiendo botas y pidiendo limpiadores de olor más bonito.

Al salir, el día se había nublado. Las escrituras en mi mano parecieron, de pronto, un premio de consolación de agridulce gusto.

De libretas, música y viajes



13 de marzo de 2021

Comienzo con una confesión no solicitada: tengo muchas libretas. ¿Qué tiene de especial esa declaración? Que sin tener método o sistema, desde hace más de dos décadas, muchas veces registro apuntes sobre lo que veo, leo o escucho. Así, en estas libretas he ido reuniendo una especie de miscelánea sobre la vida. Conviven y coexisten, en la misma condición de jerarquía e importancia, citas sobre lo leído, letras de canciones que continúan instruyendo mi educación sentimental y pequeñas notas de viaje que son constancia íntima de las ocasiones que la oportunidad me permite salir de mis espacios habituales.

Ahora que reviso una de esas libretas en busca de algún material para mi colaboración semanal, encuentro una especie de regularidad en esos apuntes, una suerte de ritual antes inadvertido: cada vez que levanto el apunte sobre un viaje, casi siempre aparece una referencia musical; quizá sea porque tanto con la música, como con los viajes a mí me ocurre una experiencia irrepetible y como lo dijo Fernando Pessoa en su libro del desasosiego: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Y quizá sea cierto. Yo cuando escucho música, viajo, y cuando viajo, procuro escuchar música. Ambas actividades forman parte de un mismo ritual. Les comparto un par de esos apuntes geográfico-musicales.

I

Los casi 13 kilómetros entre el hotel y la sede del curso eran la repetición continua de un paisaje casi uniforme. Una ciudad, trabajosamente vista desde el interior del ensardinado metrobús y que, además, se escondía detrás de la múltiple publicidad que la inunda. En el trayecto recorrido a diario el cartel que se repetía sin cesar era el de la próxima presentación de Dani Martin en el Plaza Condesa. Sin ser un gran conocedor de la trayectoria del artista, entre las 21 estaciones de mi origen y destino, daba tiempo suficiente para recodar algunas estrofas de sus canciones. Pero no fue sino hasta el último día de mi estancia en la gran metrópoli, despedida de por medio, que hasta entonces entendí, que el soundtrack sugerido para mí, era justo una canción del cantante español. Con el cansancio acumulado de los días, las emociones que creía dominadas, comenzaron a recordarme, que en cierto sentido, esta ciudad sigue siendo un sutil dolor para mí. Ajustando mochila e impermeable, volví sobre los pasos y de vuelta a la realidad. Mientras, en el Ipod, Dani Martin me recordaba que a veces es necesario partir de cero. Solo a veces…

Ciudad de México, Junio de 2017

II

La quietud de la ciudad invitaba a disminuir el ritmo de los desplazamientos y las excursiones. El viento frío de la sierra de Castilla y León resultaba cómodo para los abulenses, quienes lo soportan en camisa y blusas de manga corta, pero no para los visitantes, que debimos salir protegidos por lo menos con un suéter o una chamarra ligera. Siendo casi mediodía, se impuso el almuerzo acostumbrado. Así que buscamos acomodo y refugio en el bar del Palacio de Sofraga, uno de los tantos espacios medievales que han sido acondicionados para las necesidades de los paseantes modernos. Bocatines, pinchos y otras tapas llenaron la mesa. La conversación fluía, pero en cosa de segundos mi atención se ubicó en otro sitio: al fondo de la bodega las notas de una canción y una cantante, que identifiqué inmediatamente por su voz, hicieron que centrara toda mi atención en la pantalla del televisor. Así, me encontré con Rosana y su más reciente producción discográfica, que a pesar de tener casi un año de haber sido publicada, no tenía el delicioso placer de conocerla. Concluido el video, mi atención se enganchó de nuevo al lugar, a las personas y a la conversación abandonada unos minutos antes. En el fondo de mi pecho se incubaba un cálido sentimiento de alegría, como cuando uno se encuentra por casualidad con un amigo en algún punto de este planeta. Así fue con Rosana y su canción.

Ávila, España. Septiembre de 2017

***

Mis libretas son, entre otras cosas, las bitácoras donde caben la brújula de mis pasos, el color de los recuerdos, el aroma de mis lecturas y un pentagrama del soundtrack que acompaña a mis latidos.

Como esperando abril


6 de marzo de 2021

Es marzo y mi tránsito por sus días va lento, como si de la mano del tercer mes del año se prendieran, para no extraviarse, las horas y las memorias que amueblan la vida cotidiana; avanzo y noto que mi capacidad para observar las ausencias se ha agudizado. ¿Se notan más o son más? Quizá ambas cosas son una posibilidad indivisible. Cómo sea, advierto que a mi rompecabezas de lo cotidiano comienza a faltarle cada vez más piezas para intentar resolverlo con la ilusión de que algún día podré, nuevamente, completar la tarea. Lo dudo. Lo sé.

Ahora que hacen tanta falta las certezas, estoy seguro de que los rompecabezas incompletos son una de las pocas verdades inobjetables de estos días. Al mismo tiempo que reconozco esa perfeccionada habilidad de la observación, también sé que internamente he desarrollado una silenciosa estrategia de contención de las emociones (hay que abrir la sombrilla y guarecerse de las inclemencias). En la medida de lo posible evito preguntar o especular la razón de dichas ausencias. En la mayoría de los casos anticipo saber la respuesta, no por poseer un arcano arte adivinatorio, sino por el argumento contundente y lapidario de la probabilidad.

El jueves pasado lo volví a confirmar: ante la ausencia de una de mis figuras de abastecimiento en el mercado me topé de frente con la respuesta que ya sabía yo desde antes. No supe qué decir. Tomé mi bolsa con prisa y espeté alguna frase hecha para tal situación y me retiré como avergonzado por mi imprudencia, por mi atrevida insensatez de preguntar lo que en estos días ya se sabe, por mi pequeña y frágil porción de ingenua esperanza. Fallé de nuevo en mi propósito de autocontención. Quizá deba aceptar, y reconocer, que solo he llegado a marzo como esperando abril, para que, como en la canción de Silvio Rodríguez, el tiempo vuele y la vida allá afuera vuelva a ser un jardín:

Mucho más
allá de mi ventana
mi esperanza jugaba
a una flor,
a un jardín,
como esperando abri
l.

La ciudad, la poesía y los callejones de la memoria


20 de febrero de 2021

Cuenta la leyenda que la primera ocasión que me extravié en esta ciudad fue a la edad de tres años. El testimonio de mi madre afirma que estando yo parado junto a ella, a mi padre y a mi hermana, dentro de un local de jugos llamado Pedrito, en un acto de ilusionismo involuntario, en cosa de segundos, mi cuerpo había dejado de ocupar ese espacio reservado para mí. A pesar de que varias veces me han repetido los detalles de ese evento, por alguna extraña razón no han quedado fijos en el cajón de mis recuerdos infantiles. La segunda vez que me perdí por las calles de esta ciudad fue dos años después de la anterior. En esa ocasión, en la que ya contaba con cinco años de edad, acompañaba a mi familia a un evento deportivo en las instalaciones de la antigua Casa de la Juventud, ahora pomposamente llamada Comisión Estatal de Cultura Física y del Deporte (CECUFID), ya que mi padre era entrenador de atletismo y profesor de educación física y, por ello, frecuentemente acudíamos a las competencias en la que sus atletas participaban y que, en muchas de las ocasiones, él mismo organizaba; así que ir a estos espacios deportivos fue parte de nuestra dinámica familiar por mucho tiempo. En esa ocasión, mientras se desarrollaban algunas de las competencias, de repente me vi enfrentado por primera vez en mi vida al sentimiento de la soledad más extrema (recuerden que de la primera vez no tengo memoria) ya que por un momento, que a mí me pareció eterno, no logré ubicar con la vista a ningún integrante de mi clan familiar y ante la creciente angustia que me subía por el pecho y que luego se salía de mi cuerpo en forma de copiosas lágrimas, no tuve otra reacción que dirigirme al estacionamiento de esas instalaciones deportivas en mi frenética búsqueda y ahí estuve, solo, angustiado y con miedo, hasta que un par de buenas samaritanas tuvieron a bien detenerme y preguntarme por el motivo de mi desgarrador llanto;  y en una entrecortada narración les compartí el drama del inusual abandono familiar por el que estaba transitando. Ellas me pidieron que me tranquilizara, me dijeron que me ayudarían a reencontrarme con mi familia y en un notable ejercicio de imprecisas referencias espaciales mías y de una buena deducción geográfica de ellas pudimos llegar a mi casa, no distante a más de cinco cuadras de donde había ocurrido el incidente. El transcurso de ese sitio hasta mi hogar, viaje que hicimos en un auto Renault 8, sí, de esos cuadraditos como de juguete, a mí me pareció un viaje intercontinental, casi tan largo como el emprendido por Magallanes y Elcano siglos antes de mi peligrosa expedición. Claro que la misma proporción de sorpresa y alegría con la que fui recibido fue aplicada en el castigo y regaño que me aplicaron por ser tan distraído en mis incursiones al mundo, más allá de la seguridad de las paredes de mi hogar y la protección de la familia.

Una vez asumida y aprendida, según yo, la responsabilidad de ser más atento y alerta de los detalles para no volver a desorientarme y poner en predicamentos a mis padres, la vida me daría una nueva oportunidad para no cometer los mismos errores, pero muy a pesar de los esfuerzos de mis parientes y de mis maestros para aguzar mis sentidos y habilidades de referencia y los exhortos de mantenerme siempre alerta, dos años después nuevamente me volví a perder por los laberintos de esta ciudad. En esta tercera ocasión, a mis siete años de existencia, ya era todo un experto en despistes y extravíos. Esa vez ocurrió en las instalaciones del complejo deportivo del estadio Venustiano Carranza. Mi padre finalizaba el entrenamiento de esa tarde y yo me adelanté a la salida en donde abordaríamos el transporte que nos llevaría de regreso a casa. Y ahí fue el nuevo desaguisado: entre que me distraje comprando un raspado de hielo con jarabe sabor tamarindo y la poca luz del sol que había por el ocaso de la tarde, en el momento en el que dirigí la mirada al punto donde yo suponía vendría mi papá con sus atletas y sus compañeros de trabajo simplemente no observé a nadie, así que supuse que mi padre había abordado el taxi y se había olvidado de mí. ¡Caramba! ¿Cómo fue posible que eso ocurriera? Así, con la convicción de que ahora el despiste era paterno, salí de ahí corriendo, por la acera de enfrente, la que está junto al cuartel de la XXI Zona Militar, en un intento de ubicar un taxi que no había visto, en donde yo suponía que iba mi padre, sin lograr mi cometido. Al llegar a la avenida Acueducto, jadeante, con el corazón saliéndose de mi pecho y boca y en la mano un tristísimo y agitado raspado de tamarindo, tuve que decidir qué hacer ante la inminente llegada de las sombras de la noche y el reconocimiento de que no tenía dinero para regresar en transporte público hasta mi casa. Así que emprendí otro largo viaje, con la única referencia de que debía de caminar toda la avenida Acueducto, pasar por la Fuente de las Tarascas, seguir por la avenida Madero, pasando de largo por sus muchos templos, incluida la Catedral, seguir avanzando y llegar hasta el cruce con la calle de Cuautla para bajar dos cuadras al sur y llegar nuevamente al centro de referencia de mi mapa familiar. Mientras hacía esta nueva circunnavegación citadina pensaba en los argumentos con los que le reclamaría a mi padre su descuido y las formas en que tendría que compensarme para sacarme de mi enojo e indignación. Lo cierto es que esta actitud de ofendido siempre fue menor frente a la sensación de mariposas en el estómago y del vacío en el pecho, por emprender de manera imprevista una nueva aventura por las calles de Morelia. Hablar de los detalles del recibimiento, que no fue como yo lo esperaba, y de la reprimenda y castigo de los que fui merecedor por mi falta de atención y mi consumada distracción, quedarán pendientes para una posterior colaboración, al igual que otros despistes míos que padecieron mis padres en otras ciudades que también conocieron y arroparon mis extravíos. Eso sí, con la advertencia de que al igual que en las calles de mi ciudad, también me suelo extraviar frecuentemente en los callejones de mi memoria. Este viaje compartido con ustedes bien se puede resumir con dos líneas de un poema de Vicente Quirarte, llamado “Ciudades”:

Camina esta ciudad que te ha hecho suyo.
Que te fatigue el cuerpo y te llene de tinta el corazón.

Después de todo, pienso mientras recuerdo y escribo, ¿qué niño no se ha perdido alguna vez?, ¿qué hombre no se sigue extraviando entre los callejones de su memoria, las esquinas de la poesía y las anchas y largas avenidas de la vida cotidiana? Viandantes somos y en los caminos de cualquier ciudad nos encontramos.

Crónica de un instante en el que no sucede nada


13 de febrero de 2021

Febrero se acordó de su vocación invernal y convocó al frío de las madrugadas y al viento de las tardes que nos despeina el alma, así que éstos salieron del armario estacional al que se habían adelantado con algunas semanas de antelación y así, casi sorpresivamente, comenzaron a hacerse notar en estos días de tiempo congelado. Yo apenas y me había percatado del cambio de año, pues tenía pocos días que había quitado del muro el calendario anterior por el del 2021 y llegó febrero friolento a decir “aquí estoy”.

 ¿Existió el 2020? o ¿sólo lo soñamos? ¿Seguimos inmersos en esta especie de coma social inducido del cual no sabemos cómo ni cuándo habremos de despertar? No lo sé, no tengo respuestas. No al menos en esta tarde y en este momento en el que intento resolver el dilema de cómo cubrir mis manos del frío que atrapé con ellas hace unos minutos. La verdad es que yo quería alcanzar las nubes blancas y grises que volaban de prisa sobre la terraza de la casa, así que me paré de puntas sobre mis pies, estiré lo más largo que pude mi tronco y elevé al máximo mis brazos, pero lo único que capturé fueron pequeñas partículas de nieve que no dejé llegar a las montañas en las que estaban programadas para posarse y extinguirse en ellas, o ¿perpetuarse? Quién lo sabe.

Siento el frío hasta las falanges. Es febrero, me repito, para asegurarme que sigo sujeto al tiempo de estos días. Pronto llegará marzo. El invierno dará paso a la primavera. Para nosotros quizá cambie todo, o lo más probable, es que quizá no cambie nada. Quizá marzo traiga escondida otra tarde de fríos vientos dispuesta a despeinarnos el alma en estos tiempos en los que parece que, a pesar de todo lo que ocurre, no pasa nada.

Los virus, las vacunas y las razones del silencio


6 de febrero de 2021

Hace muchos meses que no sintonizo la conferencia diaria sobre la evolución de la pandemia en México. Dejé de seguirla no por razones políticas, mucho menos científicas, solo fue una medida más para preservar cierta tranquilidad mental y emocional en estos tiempos tan agitados. Sin embargo, contra las dudas, procuro consultar las informaciones resumidas y concentradas a manera de infografías o de gráficas que los organismos científicos ponen a la disposición de la población que puede acceder a ellas. Me informo consciente de todas las limitaciones que puedo tener para comprender de una mejor manera los datos consignados.

De vez en cuando sintonizo programas de divulgación científica, preferentemente en Youtube, que intentan hacer accesible toda esa especialización del conocimiento, con el propósito de conocer la opinión de expertos en los temas y tratar de no perderme en el enjambre de posturas conspiracionistas, mitos inmunológicos y pócimas mágicas que abundan en las redes sociales. Esta actitud de sano escepticismo me ha valido el reclamo y el reproche de algunos de mis conocidos y contactos que, extrañados por mi silencio en esos debates, me acusan de una arrogante indiferencia ante los temas candentes de la vida pública y que ahora, bajo el creciente contagio de los tiempos electorales, han venido a enfermar aún más a ciertos sectores de la población totalmente polarizados y enfrentados por sus posicionamientos políticos o por intereses económicos afectados, reduciéndose al mínimo las posibilidades de diálogo para construir alternativas colectivas de solución y no seguir responsabilizando al otro de lo que nosotros tampoco hemos hecho para que las cosas no estén tan peor.

Estamos siendo testigos del fin de las ideologías, como bien lo dijera Giovanni Sartori en su texto “La democracia en 30 lecciones”; declararse de derecha o de izquierda en el contexto político actual, poco o nada dice de los actores políticos en pugna, unos en el ejercicio del poder, los otros, como el contrapeso que debieran ser. Señala Sartori que “en sus intenciones de fondo y en su autenticidad, la izquierda es altruismo, es hacer el bien a los demás, mientras que la derecha es egoísmo, es atender al bien de uno mismo”. La realidad, o la parte de la realidad que los medios nos muestran, no hace nada fácil poder hacer esa distinción de los unos y de los otros. Y finalmente, cuando en el horizonte parece haber una posibilidad de solución con las vacunas, o por lo menos controlar un poco esta pandemia, en la que todos hemos perdido a alguien, en la que a todos nos ha costado algo, en la que todos hemos sacrificado algo, resultan sorprendentes los contraargumentos con los que se pretende desacreditar este logro extraordinario de la ciencia.

No doy ejemplos, todos sabemos de algunos, para no seguirlos replicando y seguir perpetuando su viralidad. En fin, yo no quería escribir de pandemia, de política, o de vacunas, pero a propósito de este último tema, cuando hay todavía mucha incertidumbre sobre la llegada de las mismas, sobre la logística del programa de vacunación y las evidentes fallas de la plataforma digital para registrarse, no puedo evitar recordar aquel refrán que decían los abuelos: “Todavía no tenemos la vaca y ya nos andamos peleando por la leche”. ¿A poco no? Yo por eso sigo recargado en el quicio de mi ventana, mirando al mundo y guardando silencio.

Las ausencias y los pasos matinales


30 de enero de 2021

Me han dicho que caminar es bueno para mi salud y fuente de tranquilidad para la mascota con la que me acompaño. La verdad es que no sé quién pasea a quién, pero ese es otro asunto. Después de varios meses decidí regresar a una de las rutas que acostumbraba recorrer en mis diarias caminatas y me dirigí hacia la Calzada Juárez, con el ánimo y el deseo de recuperar los pasos confinados.

Siempre que realizo ese paseo aprovecho para hacer mi personalísimo inventario de los animales que se pueden observar desde la malla externa del Zoológico “Benito Juárez”. Como la repetición forma hábito o hace costumbre, la presencia constante de algunas personas también son parte de ese recuento que realizo todas las mañanas para asegurarme que formo parte de ese paisaje de cotidianidad.

Y hoy, con sorpresa, debo registrar que no estaba el predicador matutino, ese que a tempranas horas colocaba su mampara, acomodaba sus folletos y se protegía del frío ajustando su sombrero, abotonando su elegante gabardina hasta el cuello, el cual también envolvía con una gruesa bufanda y como regulador térmico en los pies, calzaba unos huaraches de cuero cruzado, muy propios de los que se utilizan en Tierra Caliente. Además de la indumentaria, de sus folletos y de su biblia, se hacía acompañar del vaso más grande de café que venden en esa tienda de conveniencia en la que casi nunca abren la segunda caja y, entre sorbo y sorbo, prodigaba saludos y sonrisas a todo aquel corredor, caminante o paseante que estuviera cerca de ese espacio portátil para la fe y la espiritualidad.

Pocas veces logré ver que su empeño pudiera vencer el escepticismo o indiferencia de quienes andábamos por ahí pero su saludo, sin duda, era un referente ineludible para ese rumbo y a esa hora en la ciudad. Seguí avanzando sobre la acera, casi como contando también las plantas y las jardineras y cerca de la reja en donde uno puede observar a las llamas y a las alpacas, también extrañé no encontrarme con la señora del departamento de limpia, que todas las mañanas se ufanaba en hacer bien su trabajo, removiendo las hojas y el polvo de las banquetas con una larga hoja de palma, con más energía que eficacia, elevando una nube arenosa que obligaba, desde antes del uso normalizado del cubrebocas, a ajustarse la bandana, colocarse la mano sobre la boca o cambiarse de acera, para evitar inhalar alguna partícula perjudicial.

También eché de menos al corredor que siempre iba acompañado de sus dos perros: un husky siberiano y un xoloscuintle, ¡vaya combinación!, y que ante la impetuosidad y curiosidad de las mascotas, la propia y las de él, siempre cambiábamos de banqueta sin detener el paso, y levantábamos al mismo tiempo un brazo a manera de apresurado saludo, rápido y breve pero cargado de energía y de buena vibra para comenzar el día.

Ya un tanto extrañado por estos huecos o ausencias en el paisaje urbano, tomé el camino de regreso a casa, disminuyendo poco a poco la velocidad de los pasos con el afán de intentar armonizar mi andar con los pensamientos que comenzaban a inquietarse a tan temprana hora.

Un predicador, la señora de limpieza y el corredor con los dos perros son las referencias que le dan el rostro humano a las calles de la ciudad por las cuales transito, me pierdo y regreso a casa. Pudieran ser huecos mínimos o ausencias imperceptibles en el paisaje, pero forman parte del caleidoscopio en el que me muevo, existo y soy. Y si algo sé de las ausencias, sobre todo de esas de las que cuesta mucho recuperarse, de las anteriores, de las recientes, es porque justo en el día en que estoy redactando estas líneas para retomar mi colaboración semanal, se cumplen 31 años de la muerte de mi padre.

Y ante las ausencias propias, las de mi familia y de mis amigos, los abrazo y comparto lo que mejor dijo José Saramago: “Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”.