martes, 17 de agosto de 2021

El Quijote, la donación y la torta de conserva

 


24 de abril de 2021

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado
en esto de las aventuras:ellos son gigantes; y si tienes miedo
quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Capítulo VIII
Miguel de Cervantes Saavedra

Después de algunos meses tuve que regresar al Hospital. Al igual que la ocasión anterior, se trataba de ser solidario. Lunes por la noche, en breve mensaje mi amigo me pedía que le ayudara a conseguir donantes de sangre como requisito previo para un procedimiento médico para un familiar suyo. Un rápido repaso a mi deteriorada agenda mental de contactos y no encontré ninguna recomendación inmediata, mientras seguía procesando lentamente la lista de posibles donantes, le solicité a mi amigo que me considerara para esa aventura. Transcurrieron un par de horas más y ante el escaso éxito en las gestiones, mi solicitud fue aprobada, justo a tiempo para cumplir con el ayuno y las horas de sueño exigidas para la donación. Acordamos irnos en una sola cabalgadura en horas tempranas del martes y así fue. En el camino hacia nuestro destino nos actualizamos brevemente sobre los agravios y entuertos que hemos debido deshacer o enderezar, desde nuestros respectivos mesones en los que hemos estado confinados desde que comenzó esta pandemia. Al poco tiempo de iniciado el diálogo, nos dimos cuenta que nuestras preocupaciones en común eran parecidas a las de cualquier Quijote de estos tiempos: la lucha contra los molinos del viento del desasosiego, la cotidiana pelea contra esa sensación de incertidumbre, que terminan por generar esa especie de languidez en el alma con la que hay que lidiar y cargar gran parte de estos interminables días.

Así, entre el rápido recuento de penas y aventuras y la somnolienta hora previa a la luz del sol, arribamos a la cita para la que fui convocado. Todo fue cosa de llegar a la puerta principal, decir al vigilante que iba al Banco de Sangre, anotarme en un libro de registro y caminar hacia el ala izquierda del edificio para encontrar mi destino en el primer pasillo doblando hacia la derecha. Antes de dirigirme a la ventanilla que me correspondía, reparé en que había unas 10 personas que habían llegado anticipadamente a la cita. Si yo me había levantado a las 5:30 para ser de los primeros en ser atendidos y no lo había conseguido, no quise imaginar a qué hora lo hicieron ellos. Solicité información y me respondieron que preguntara en la sala de espera «después de quién seguía», que a las 7:30 recogían las identificaciones oficiales en el orden en que habíamos llegado y a partir de ese momento comenzaba el servicio. No fue sino hasta las 7:40 que un joven salió y los ahí presentes le entregamos nuestras credenciales. Mientras, en el espacio de 6 x 6 de la sala de espera las posibilidades de la sana distancia se reducían a medida que transcurrían los minutos y llegaban más posibles donantes. A las ocho me llamaron a la ventanilla para corroborar mis datos. A las 8:40 ingresé a un pequeño consultorio de 3×2 para sacar una muestra de mi vital líquido con un pinchazo en mi brazo izquierdo y de nuevo a la sala de espera en la que cada vez éramos más personas y ya no había posibilidad alguna para el metro y medio aconsejado por las autoridades sanitarias. A las nueve, por fin, el primer donante pasó al área donde se hacía el sangrado. Tras la rápida verificación visual a mi llegada yo había calculado que me tocaba el turno número 6, pero me redujo la espera el descarte que hicieron de algunos asistentes que, al parecer, no estaban en óptimo estado para donar A las 9:30 llegó mi turno. Pase nuevamente por el consultorio de 3×2, respondí el interrogatorio de rigor, mientras escuchaba las quejas del médico en contra de sus compañeros. Superada esta etapa, camino hacia las camas de donación, me pidieron que pasara al lavabo, que aseara y secara muy bien el brazo derecho, porque el otro solo fue para la muestra. Ahora sí, por fin, me recuesto en la cama que me indican y sin demora ni dolor, por la habilidad de la enfermera, comienza la extracción que se espera sea lenta y tranquila, para que mi sangre llene la bolsa de transfusión. Hasta que eso ocurra, o mientras que eso ocurre, recorro con la vista el sitio en el que me encuentro y reparo en los detalles: frente a mí hay un mostrador en el que se depositan por igual formatos de papel y los tubos de ensayo con las pruebas de sangre. Al fondo, tres sillones de vinipiel negra, con varias cicatrices que dejan ver sus intestinos de espuma y que son utilizados para el reposo y observación posterior a la donación. Cierro los ojos para evitar seguir con el inventario crítico que involuntariamente estoy realizando y cuando los vuelvo a abrir, la siguiente escena me confunde más, en la esquina contraria del mostrador hay un laboratorista con lentes de armazón rojo, en perfecta combinación con sus tenis del mismo color, que campechanamente abre una lonchera y saca un bolillo al que le extrae el migajón. Se da cuenta que lo observo y con prisa se mete las migajas en un bocado enorme que le infla los cachetes. Finjo no observarlo, sin quitar mi atención de él, mientras pienso que quizá come el migajón por el susto de ver tanta sangre en un mismo sitio, en esas cavilaciones estoy cuando escucho que “Armazón rojo” le pregunta a otro compañero que si no quiere un pedazo de la torta de conserva que se está preparando. La curiosidad puede más que la prudencia y levanto la cabeza para ver cómo introduce una generosa porción de calabaza en la pieza de pan que había preparado para ello. Todo esto sucede en el centro del banco de sangre de un hospital de los llamados de alta especialidad o de tercer nivel, en medio de una contingencia sanitaria, mientras médicos, enfermeros y laboratoristas no dejan de hacer su trabajo. No sé si es el efecto por el desangrado o el ayuno, ya de casi 12 horas, pero la escena me parece surrealista y cierro los ojos. Los abro nuevamente cuando, por fin, se llena la bolsa y me indican que repose unos minutos ahí y luego me pase a los sillones negros de observación. Sentado en uno de ellos puedo observar que las 3 camas, forradas con vinipiel azul, también tienen cicatrices de guerra. Bajo la mirada y solo espero que me señalen en qué momento me puedo retirar. Transcurren los minutos y regresa nuevamente “Armazón Rojo” al mostrador, le da un largo trago a la Coca Cola que tiene ahí, junto a las muestras de sangre y los formularios. Sí, todo esto es surrealista. Escucho distraídamente las últimas recomendaciones, recibo mi constancia de donación y emprendo el viaje de regreso, sabiendo que, como dice el Quijote, hay aventuras para las que uno no está preparado y que nunca suelen ser como uno las ha imaginado. Ir al hospital en aventura solidaria es una de esas.

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