martes, 17 de agosto de 2021

Los viernes, la ópera y la amistad


17 de abril de 2021

Es viernes y el cuerpo lo sabe. O como suele decirse ahora: es viernes y el cuerpo ya no sabe, ni le interesa, con todas las connotaciones e implicaciones que pueda tener una frase como ésta. En mi caso particular, es viernes y no ha sido como los anteriores. Ha sido un día especial, pues por azares del destino me levanté escuchando ópera. Y no, no es que sea experto en el género o muy culterano en mis prácticas matutinas, sino sólo fue consecuencia del interminable zapping en la televisión que me hizo llegar a esa situación. Y fue este pequeño acto, en apariencia intrascendente, lo que me hizo viajar en el tiempo y me ubicó en los rituales de los viernes por la noche de hace más dos décadas, época en la que convivía y aprendía sobre música y literatura, por el camino de la amistad y la camaradería, de la mano de Carlos Bravo, a quien en enero de este año dediqué una nota a manera de agradecimiento por su amistad. De esa semblanza recupero algunos párrafos:

Si algún buen desempeño tuve en la Escuela de Historia como estudiante fue gracias a la generosidad y apoyo de los compañeros con los que ahí coincidí. Yo llegaba a ese momento con tres años más que la edad promedio con la que ingresaban a los estudios universitarios, por circunstancias vocacionales y de vida, que me habían hecho tomar un camino un poco más largo que el convencional. Sin embargo, para mi alivio y sorpresa, no era el de mayor edad de mi grupo. Sentado a la mitad de la primera fila, lugar que siempre eligió mientras fuimos compañeros, se encontraba un tipo de sonrisa amable, mirada curiosa detrás de unos lentes con mucho aumento y de una incipiente calva. Al paso de los días, las tareas y los semestres fui conociendo mucho mejor a esa persona. Supe que era Ingeniero Civil, que recientemente se había jubilado de nuestra Universidad y que ahora se dedicaría a estudiar otra de sus pasiones: la historia. Las conversaciones fuera del salón muchas veces eran más interesantes que los contenidos y debates que se hacían en clase, espacio en el que siempre participaba porque siempre tenía un dato, una lectura o un aporte que realizar. La cotidianidad, los temas y las charlas extraclase, pero sobre todo su generosidad y la de su esposa, me permitieron ir cultivando una amistad muy provechosa en muchos sentidos. Además del entusiasmo con el que organizaba y nos ayudaba a gestionar recursos para realizar viajes de estudio con los compañeros del salón, tuve la oportunidad de realizar varios periplos (así lo diría él, sin duda, ¡cómo gozaba de los culteranismos y los juegos de palabras!) al centro del país y a varios lugares de la Ciudad de México en donde conocí tesoros artísticos y culturales, que hasta ese momento no estaban consignados en las guías turísticas del país y de la ciudad. Con él aprendí mucho de literatura, de cine y de música ¡oh cómo sabía de música! Recuerdo con mucha claridad la primera ocasión en que me invitó a una sesión para acercarme al mundo de la ópera y ceremoniosamente sacó un libro inmenso para contextualizar la misma y conocer un poco de la estructura dramática de la pieza, antes de dejarnos arrastrar por el poder de la voz y de la música. Y para mi fortuna, después de tanto protocolo y ceremonial para esa improvisada clase de apreciación musical, venía el momento de compartir de manera relajada los alimentos y una buena bebida espirituosa. ¡Qué suerte tenía yo de que viviera muy cerca de mi casa! pues muchas veces regresaba, con zigzagueante caminar, embriagado de poesía, música y vino.

Y sí, hoy es viernes, y el corazón y la memoria lo supieron y aprendieron bien, pues me llevaron a surcar los mares de la nostalgia, cuando las notas del Barba Azul de Jacques Offenbach suenan como música de fondo, mientras me resisto a abrir los ojos y me esfuerzo por seguir concentrado en la música, rebelándome a salir de este pequeño estado de gracia que me convidan la música, el recuerdo y la amistad.

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