martes, 17 de agosto de 2021

La inyección de esperanza y el torbellino de emociones

 


8 de mayo de 2021

Para Lis Manzanares
Para las muchas Gabys

Creo que por tanta expectativa, yo suponía que me iba a sentir, si no contento, por lo menos tranquilo o algo parecido a un estado de paz o de sosiego. No sucedió así. Escuchaba con máxima atención e inquietud a la enfermera militar informándome que se llamaba Gaby, pidiéndome que observara la jeringa cargada con 0.5 mililitros de la vacuna Cansino, que guardara la parte de hoja que me correspondía de mi expediente de vacunación por si había necesidad de recibir un refuerzo en un futuro indeterminado, como suelen ser las promesas hoy en día, más etéreas, más volátiles, casi siempre incumplidas. Yo la miraba a los ojos, filtrados por las micas sucias de mis lentes y por sus gafas de protección médica. Estaba tan concentrado en lo que me decía, que no sentí cuando la aguja partió la piel e inyectó en el deltoides de mi brazo izquierdo la sustancia que debía de proporcionarme protección ante la enfermedad que nos ha estado asolando y azotando a todos.

Yo seguía mirando las gafas de quien me había inyectado y por un segundo perdí el hilo de lo que me decía hasta que Gaby, la enfermera militar, tuvo que alzar la voz para sortear la barrera del cubrebocas mientras repetía la instrucción de que presionara con mis dedos la torunda de algodón con alcohol que había colocado en la zona del pinchazo. Creo que sonrió, o al menos eso fue lo que yo quiero creer y recordar, y mientras pasaba a mi lado sólo alcancé a decir repetidamente: “¡gracias!” “¡gracias!”. Y en cosa de nada se me instaló un torbellino de emociones que no me permitía saber con seguridad qué o cómo me estaba sintiendo.

Las vueltas de la vida. En cosa de semanas me veo en el mismo Centro de Vacunación en que en dos ocasiones previas había acompañado a mi madre a recibir su inoculación. Ambos eventos me resultaron emocionantes y jubilosos. Como si hubiera completado una misión en la que vencí todo tipo de obstáculos y peligros para poder llegar hasta ese momento. Valía la pena. Ante tanto dolor propio y ajeno, ante tantas bajas y pérdidas, podía entender un poco porque me sentía así. Pero ahora, que estoy sentado en las sillas negras que antes sólo veía desde la malla ciclónica que protege el sitio elegido para aplicar las vacunas, comencé a sentir en el pecho intermitentes e intercambiables oleadas de nostalgia, tristeza y sólo pequeñas dosis, mínimas, de felicidad. Algo así de extraño como percibir cómo se genera y crece físicamente una idea dentro de uno. Como un proceso paulatino y creciente de concientización de que la misión que sentía completada cuando mi madre recibió su esquema completo de vacunación no aplicaba para mí. Que solo era un descanso o, quizás, acaso apenas una etapa completada para seguir en la batalla.

Sigo sentado en las sillas negras intentando entender qué siento o por qué me siento así. De pronto, se escucha la orden de que mi fila había cumplido el periodo de observación y debíamos salir ordenadamente del lugar. Yo dividía mi atención entre no perder el camino hacia la salida señalada, mientras giraba la cabeza y trataba de ubicar con la mirada a la enfermera militar que me había aplicado la inyección y justo cuando me retiraba del lugar vi a las decenas de Gabys que hacían con atención, esmero dedicación y sin descanso su anónimo trabajo de inyectarnos un poco de esperanza para seguir en la batalla. Antes de cruzar la valla y salir a la calle, yo seguía repitiendo mentalmente a manera de mantra u oración: “¡gracias!” “gracias!”. No encontré mejor palabra para expresar mi ánimo y mis sentimientos.

De azaleas, limón y fútbol



 1 de mayo de 2021

Estoy de pie frente a mi madre, encima el lavadero que estaba afuera de la cocina, donde finalizaba el pasillo oscuro custodiado por las dos hileras de macetas con azaleas, impecables, firmes y gallardas, como una especie de valla vegetal militar. Me está acicalando. Me ajusta el peinado, que seguramente fija con agua en combinación con jitomate o limón, fórmulas extraídas del recetario tradicional doméstico para el cuidado e higiene familiar. Llevo un short, creo que de color azul, pero el tono de la camiseta se pierde en los laberintos de la memoria. Por esta ocasión solamente diré que era de un color claro. De los zapatos no recupero ni un solo rasgo pero una cálida corazonada me hace suponer que eran negros, con una certeza casi del 100 por ciento de que estaban raspados de las puntas, como consecuencia de los muchos juegos que inventaba y que tenían como escenario el piso del patio en donde vivía. Bien pudo ser una peligrosa y sinuosa carretera dibujada con gis y que una vez agotada la ruta, debía de ser lavada con agua, jabón y cepillo, para que la dueña del sitio no se molestara. No obstante que era la madrina de mi hermana, siempre que escuchábamos su voz, mis hermanos y yo nos poníamos en posición de firmes, bien erguidos y como sacando el pecho, el remedo de un pequeño ejército de enanos que sabían de la disciplina que exigía doña Conchita a todas las familias que vivíamos en los departamentos de su propiedad.

Mi madre termina de dar los últimos retoques a mi arreglo personal. Alcanzo a recuperar la sensación, el recuerdo, de que iba a acompañar a mi tío Laureano, esposo de la prima de mi mamá, Gloria, quienes eran nuestros vecinos en el departamento de enfrente, separado sólo por un par de metros, que era el ancho del pasillo que iba de la calle hasta la zona de los lavaderos colectivos, sitio en donde la extensión se hacía más ancha y daba paso a dos enormes patios, quizá no tanto, pero a esa edad todo lo veía con proporciones desbordadas, llenos también de macetas con azaleas, perfectamente alineadas, impecables, no obstante la presencia de algunos chiquillos y la exposición a los juegos que pudiéramos inventar. Se permitía correr, saltar, pero no gritar, mucho menos molestar a las macetas y su valioso contenido.

En el segundo patio había dos árboles enormes, en los cuadrantes centrales de ese espacio en donde alrededor había por lo menos otro par de departamentos y sus respectivas familias. Creo que eran árboles de limón, el recuerdo que tengo de ellos me viene con aromas y notas cítricas, quizá sea por eso que me atrevo a afirmar que eran de ese fruto. En el intersticio que separaba a los dos grandes patios, viendo de la calle hacia el fondo, a la derecha estaba la estrecha escalera que daba acceso a los dos únicos departamentos que estaban sobre las alturas, el primero, el de doña Conchita, hacia la izquierda del primer descanso, al que para poder llegar había que cruzar otra pequeña selva de macetas situada en el estrecho corredor antes de la puerta de su hogar. Hacia la derecha, un departamento más y después de pasar la azotea que cubría los techos de los departamentos que daban hacia la calle, el de mis papás y el de mis tíos, al otro extremo del espacio vacío que formaba el primer patio estaban los tendederos, espacio al que sólo podíamos ir bajo el cuidado y supervisión de nuestra madre. Y el olor a cítrico me llega al alma y al corazón.

Estoy de pie, frente a mi madre, quien está terminando de arreglarme, para acompañar a mi tío Laureano, quien fue chofer de transporte público y luego privado; el tío con el que fui a ver un partido de preparación del Atlético Morelia al viejo estadio Independiente, que estaba ubicado en el cruce de la avenida Ventura Puente y el bulevar García de León; el tío con el que, al igual que con mi padre, compartía mis ilusiones y emociones del mundial de futbol en Alemania en 1974, información que tristemente se borró casi por completo del disco duro de mi memoria pero, a cambio, conservo casi por completo una serie de aventuras y desventuras de la selección nacional mexicana en el Mundial de Argentina en 1978 y que para compensar mi desilusión y tristeza inicial por la vergonzosa eliminación de México en la primera ronda, me sumé a los hinchas de la selección dirigida por el Flaco Menotti y que tenía como principal rematador a Mario Alberto Kempes “El Matador”.

Sigo de pie frente a mi madre, sobre el lavadero que estaba afuera de la cocina, terminando de arreglarme para acompañar a mi tío y seguramente recibiendo los apercibimientos y advertencias para que me portara bien porque de no hacerlo, ya no habría más permisos para acompañarlo. Debía tener cuatro años y, a veces lo digo o me lo digo, es el primer recuerdo que guardo de mi infancia o por lo menos, el primero que puedo recuperar y reestructurar con más detalle. Porque como dicen que dijo Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y sí, quizá ese primer recuerdo no haya sido así como lo estoy contando, pero de lo que sí estoy seguro, es que mi infancia huele a azaleas, a limón y a la emoción del futbol.

El Quijote, la donación y la torta de conserva

 


24 de abril de 2021

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado
en esto de las aventuras:ellos son gigantes; y si tienes miedo
quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que
yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Capítulo VIII
Miguel de Cervantes Saavedra

Después de algunos meses tuve que regresar al Hospital. Al igual que la ocasión anterior, se trataba de ser solidario. Lunes por la noche, en breve mensaje mi amigo me pedía que le ayudara a conseguir donantes de sangre como requisito previo para un procedimiento médico para un familiar suyo. Un rápido repaso a mi deteriorada agenda mental de contactos y no encontré ninguna recomendación inmediata, mientras seguía procesando lentamente la lista de posibles donantes, le solicité a mi amigo que me considerara para esa aventura. Transcurrieron un par de horas más y ante el escaso éxito en las gestiones, mi solicitud fue aprobada, justo a tiempo para cumplir con el ayuno y las horas de sueño exigidas para la donación. Acordamos irnos en una sola cabalgadura en horas tempranas del martes y así fue. En el camino hacia nuestro destino nos actualizamos brevemente sobre los agravios y entuertos que hemos debido deshacer o enderezar, desde nuestros respectivos mesones en los que hemos estado confinados desde que comenzó esta pandemia. Al poco tiempo de iniciado el diálogo, nos dimos cuenta que nuestras preocupaciones en común eran parecidas a las de cualquier Quijote de estos tiempos: la lucha contra los molinos del viento del desasosiego, la cotidiana pelea contra esa sensación de incertidumbre, que terminan por generar esa especie de languidez en el alma con la que hay que lidiar y cargar gran parte de estos interminables días.

Así, entre el rápido recuento de penas y aventuras y la somnolienta hora previa a la luz del sol, arribamos a la cita para la que fui convocado. Todo fue cosa de llegar a la puerta principal, decir al vigilante que iba al Banco de Sangre, anotarme en un libro de registro y caminar hacia el ala izquierda del edificio para encontrar mi destino en el primer pasillo doblando hacia la derecha. Antes de dirigirme a la ventanilla que me correspondía, reparé en que había unas 10 personas que habían llegado anticipadamente a la cita. Si yo me había levantado a las 5:30 para ser de los primeros en ser atendidos y no lo había conseguido, no quise imaginar a qué hora lo hicieron ellos. Solicité información y me respondieron que preguntara en la sala de espera «después de quién seguía», que a las 7:30 recogían las identificaciones oficiales en el orden en que habíamos llegado y a partir de ese momento comenzaba el servicio. No fue sino hasta las 7:40 que un joven salió y los ahí presentes le entregamos nuestras credenciales. Mientras, en el espacio de 6 x 6 de la sala de espera las posibilidades de la sana distancia se reducían a medida que transcurrían los minutos y llegaban más posibles donantes. A las ocho me llamaron a la ventanilla para corroborar mis datos. A las 8:40 ingresé a un pequeño consultorio de 3×2 para sacar una muestra de mi vital líquido con un pinchazo en mi brazo izquierdo y de nuevo a la sala de espera en la que cada vez éramos más personas y ya no había posibilidad alguna para el metro y medio aconsejado por las autoridades sanitarias. A las nueve, por fin, el primer donante pasó al área donde se hacía el sangrado. Tras la rápida verificación visual a mi llegada yo había calculado que me tocaba el turno número 6, pero me redujo la espera el descarte que hicieron de algunos asistentes que, al parecer, no estaban en óptimo estado para donar A las 9:30 llegó mi turno. Pase nuevamente por el consultorio de 3×2, respondí el interrogatorio de rigor, mientras escuchaba las quejas del médico en contra de sus compañeros. Superada esta etapa, camino hacia las camas de donación, me pidieron que pasara al lavabo, que aseara y secara muy bien el brazo derecho, porque el otro solo fue para la muestra. Ahora sí, por fin, me recuesto en la cama que me indican y sin demora ni dolor, por la habilidad de la enfermera, comienza la extracción que se espera sea lenta y tranquila, para que mi sangre llene la bolsa de transfusión. Hasta que eso ocurra, o mientras que eso ocurre, recorro con la vista el sitio en el que me encuentro y reparo en los detalles: frente a mí hay un mostrador en el que se depositan por igual formatos de papel y los tubos de ensayo con las pruebas de sangre. Al fondo, tres sillones de vinipiel negra, con varias cicatrices que dejan ver sus intestinos de espuma y que son utilizados para el reposo y observación posterior a la donación. Cierro los ojos para evitar seguir con el inventario crítico que involuntariamente estoy realizando y cuando los vuelvo a abrir, la siguiente escena me confunde más, en la esquina contraria del mostrador hay un laboratorista con lentes de armazón rojo, en perfecta combinación con sus tenis del mismo color, que campechanamente abre una lonchera y saca un bolillo al que le extrae el migajón. Se da cuenta que lo observo y con prisa se mete las migajas en un bocado enorme que le infla los cachetes. Finjo no observarlo, sin quitar mi atención de él, mientras pienso que quizá come el migajón por el susto de ver tanta sangre en un mismo sitio, en esas cavilaciones estoy cuando escucho que “Armazón rojo” le pregunta a otro compañero que si no quiere un pedazo de la torta de conserva que se está preparando. La curiosidad puede más que la prudencia y levanto la cabeza para ver cómo introduce una generosa porción de calabaza en la pieza de pan que había preparado para ello. Todo esto sucede en el centro del banco de sangre de un hospital de los llamados de alta especialidad o de tercer nivel, en medio de una contingencia sanitaria, mientras médicos, enfermeros y laboratoristas no dejan de hacer su trabajo. No sé si es el efecto por el desangrado o el ayuno, ya de casi 12 horas, pero la escena me parece surrealista y cierro los ojos. Los abro nuevamente cuando, por fin, se llena la bolsa y me indican que repose unos minutos ahí y luego me pase a los sillones negros de observación. Sentado en uno de ellos puedo observar que las 3 camas, forradas con vinipiel azul, también tienen cicatrices de guerra. Bajo la mirada y solo espero que me señalen en qué momento me puedo retirar. Transcurren los minutos y regresa nuevamente “Armazón Rojo” al mostrador, le da un largo trago a la Coca Cola que tiene ahí, junto a las muestras de sangre y los formularios. Sí, todo esto es surrealista. Escucho distraídamente las últimas recomendaciones, recibo mi constancia de donación y emprendo el viaje de regreso, sabiendo que, como dice el Quijote, hay aventuras para las que uno no está preparado y que nunca suelen ser como uno las ha imaginado. Ir al hospital en aventura solidaria es una de esas.

Los viernes, la ópera y la amistad


17 de abril de 2021

Es viernes y el cuerpo lo sabe. O como suele decirse ahora: es viernes y el cuerpo ya no sabe, ni le interesa, con todas las connotaciones e implicaciones que pueda tener una frase como ésta. En mi caso particular, es viernes y no ha sido como los anteriores. Ha sido un día especial, pues por azares del destino me levanté escuchando ópera. Y no, no es que sea experto en el género o muy culterano en mis prácticas matutinas, sino sólo fue consecuencia del interminable zapping en la televisión que me hizo llegar a esa situación. Y fue este pequeño acto, en apariencia intrascendente, lo que me hizo viajar en el tiempo y me ubicó en los rituales de los viernes por la noche de hace más dos décadas, época en la que convivía y aprendía sobre música y literatura, por el camino de la amistad y la camaradería, de la mano de Carlos Bravo, a quien en enero de este año dediqué una nota a manera de agradecimiento por su amistad. De esa semblanza recupero algunos párrafos:

Si algún buen desempeño tuve en la Escuela de Historia como estudiante fue gracias a la generosidad y apoyo de los compañeros con los que ahí coincidí. Yo llegaba a ese momento con tres años más que la edad promedio con la que ingresaban a los estudios universitarios, por circunstancias vocacionales y de vida, que me habían hecho tomar un camino un poco más largo que el convencional. Sin embargo, para mi alivio y sorpresa, no era el de mayor edad de mi grupo. Sentado a la mitad de la primera fila, lugar que siempre eligió mientras fuimos compañeros, se encontraba un tipo de sonrisa amable, mirada curiosa detrás de unos lentes con mucho aumento y de una incipiente calva. Al paso de los días, las tareas y los semestres fui conociendo mucho mejor a esa persona. Supe que era Ingeniero Civil, que recientemente se había jubilado de nuestra Universidad y que ahora se dedicaría a estudiar otra de sus pasiones: la historia. Las conversaciones fuera del salón muchas veces eran más interesantes que los contenidos y debates que se hacían en clase, espacio en el que siempre participaba porque siempre tenía un dato, una lectura o un aporte que realizar. La cotidianidad, los temas y las charlas extraclase, pero sobre todo su generosidad y la de su esposa, me permitieron ir cultivando una amistad muy provechosa en muchos sentidos. Además del entusiasmo con el que organizaba y nos ayudaba a gestionar recursos para realizar viajes de estudio con los compañeros del salón, tuve la oportunidad de realizar varios periplos (así lo diría él, sin duda, ¡cómo gozaba de los culteranismos y los juegos de palabras!) al centro del país y a varios lugares de la Ciudad de México en donde conocí tesoros artísticos y culturales, que hasta ese momento no estaban consignados en las guías turísticas del país y de la ciudad. Con él aprendí mucho de literatura, de cine y de música ¡oh cómo sabía de música! Recuerdo con mucha claridad la primera ocasión en que me invitó a una sesión para acercarme al mundo de la ópera y ceremoniosamente sacó un libro inmenso para contextualizar la misma y conocer un poco de la estructura dramática de la pieza, antes de dejarnos arrastrar por el poder de la voz y de la música. Y para mi fortuna, después de tanto protocolo y ceremonial para esa improvisada clase de apreciación musical, venía el momento de compartir de manera relajada los alimentos y una buena bebida espirituosa. ¡Qué suerte tenía yo de que viviera muy cerca de mi casa! pues muchas veces regresaba, con zigzagueante caminar, embriagado de poesía, música y vino.

Y sí, hoy es viernes, y el corazón y la memoria lo supieron y aprendieron bien, pues me llevaron a surcar los mares de la nostalgia, cuando las notas del Barba Azul de Jacques Offenbach suenan como música de fondo, mientras me resisto a abrir los ojos y me esfuerzo por seguir concentrado en la música, rebelándome a salir de este pequeño estado de gracia que me convidan la música, el recuerdo y la amistad.

El azadón, las malas hierbas y el continente que somos

 


10 de abril de 2021

Golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Erguirse, levantar los brazos a la altura de la cara, sujetar firme y fuerte el mango, armonizar el movimiento de cintura, espalda y brazos, para que el corte de la hoja sea efectivo y otra vez el mismo efecto: golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Como queriendo evadirme -o, quizá, ¿evaporarme?- del calor del mediodía, me concentro en los detalles del esfuerzo físico que supone preparar un cuadrante de tierra para el cultivo de hortalizas.

Entre golpe y golpe del azadón voy descubriendo, no sé si con hastío o incredulidad, que mi mente se ha ido llenando de malas hierbas que requiero arrancar: un candidato que comienza campaña dentro de un ataúd, unos jóvenes que se disfrazan de ancianos y falsifican identidades para inocularse anticipadamente contra el COVID, un intendente que abusa sexualmente de una mujer intubada por la misma enfermedad, titulares en los noticieros y en los periódicos que abonan a cierta desesperanza sobre la especie humana. Sí, requiero erradicarlos.

Una breve pausa para hidratarse y recobrar energía. Varios golpes más de azadón para seguir haciendo cicatrices en la tierra en donde depositar las semillas para darle continuidad al ritual primigenio de la lucha del hombre por dominar a la naturaleza y sus productos; el origen de la civilización misma, para ser concisos y precisos. Sigo concentrado en la técnica para ser más efectivo y preciso en la tarea encomendada. Es mucho el esfuerzo y magro el resultado. Dos puntos rojos que arden y crecen en la palma de mi mano derecha dan cuenta de mi poca habilidad, o falta de costumbre, en el manejo de estas herramientas. Sonrío para mis adentros

 Reconozco mis raíces familiares en el campo michoacano, no sólo como referencia de origen, sino como fuente de trabajo por muchas generaciones y al mismo tiempo sé que yo soy un individuo enteramente urbano en mis prácticas y costumbres. No obstante la molestia, sigo haciendo el mejor de mis esfuerzos. Entre golpe y golpe, que trato de asestar de manera rítmica, me voy despojando de esas hierbas nocivas. El azadón hace lo suyo y me viene a la mente el pasaje de una novela del escritor colombiano Mario Mendoza, Satanás se titula y bien puede aplicarse a mi sentido de malestar y extrañamiento social que tengo en estos últimos meses:

“—Yo lo que quiero es irme lejos, no quiero saber de nadie, estoy harto de esta sociedad y de esta cultura(…)
“—Mira (…) sueños de fuga hemos tenido todos. Pero si quieres mi opinión te la voy a dar: para que tú puedas estar en tu estudio (…), en un país como éstos, hay miles de campesinos humildes que madrugan para sembrar en los campos, obreros que se levantan a pegar ladrillos, a cortar caña, a amasar pan, a conducir camiones, a trabajar en los socavones de las minas. (…)
“—No lo había visto de esa manera.
“—Tú no eres sólo tú. Tú eres tu gente, tu pueblo. Te llamas Juan, Ignacio y Beatriz, tienes cinco años, veinte y setenta, eres ama de casa, abogada, secretaria, lechero y mecánico. Tú eres un continente.”

Sí, quizás todos somos un continente, pero en este momento, sólo tengo frente a mí un pequeño rectángulo de tierra que debo preparar para cultivar algo en ella. Así que a darle, que no hay de otra: golpe seco, sonido sordo, nube de polvo y gotas de sudor. Quizá esta sea la mejor manera para componer el continente que he sido hasta hoy. Me concentro o me evado, no lo sé. Al sol del mediodía se afanan mis intenciones de hortelano citadino.

Un sábado cualquiera con sus misterios

 


3 de abril de 2021

“No han llamado aún y ya llevan una semana vacunando”. Es el primer pensamiento que me cruza por la mente una vez que me despojo de todas las telarañas del sueño y del descanso de la noche previa. Me preparo la primera taza de café y mentalmente repaso la bitácora de tareas y pendientes para el día. “Hay que esperar”, me digo, para no caer en la desesperación. Segunda taza de café de la mañana: “Pronto llamarán”. Marco a la casa de mi madre para saludarle y después del protocolo cotidiano acordamos un pequeño trueque gastronómico: ella ofrecerá capirotada; a cambio, la compensaremos con un poco de caldo de pescado, platillo de su más alta predilección. Sin mucha prisa recogemos la mesa de desayuno y mientras lavo los trastes, me ayudan a preparar el recipiente con lo acordado y salgo rumbo a la casa materna. A medio camino una llamada. Miro la pantalla del altavoz y observo: “es S”, no es la llamada que estoy esperando y tardo en reaccionar para presionar el botón que la active y la pierdo. Por medio de voz “ordeno” al teléfono que regrese la llamada. Nada. La línea suena ocupada. A los pocos segundos, una nueva alerta, ahora es R. En cosa de segundos la tomo y escucho con creciente sorpresa:

— “S está en el Centro de Vacunación que se encuentra en el Venustiano Carranza y dice que no hay nada de gente. ¿Quieres llevar a tu mamá para ver si se puede vacunar?”
—¡Claro! ¡Nada perdemos con intentar!

Apenas llego a la casa de la familia encuentro a mi madre a la mitad de su desayuno, la saludo y sin pausa alguna le digo:

—Nos acaban de avisar que en el Venustiano Carranza están vacunando sin cita. Que hay muy poca gente. Solo ocupamos el folio, copia del INE y de la CURP. ¿Quieres ir?
—¡Sí! Sólo tomo los papeles y me cambio de blusa.

Mientras mi madre se preparaba, yo le aviso a mi hermana para que nos acompañe, porque seguramente yo las tendría que dejar cerca del acceso y posteriormente ir a buscar donde estacionar el coche. Ya instalados los tres en el auto y en camino hacia la cita, sigo recibiendo instrucciones telefónicas acerca del punto más adecuado para llegar al acceso, a mitad del trayecto recibo un merecido regaño de la progenitora:

—¡Oye, muchacho! ¡Como que vas muy rápido! ¡Bájale tantito a la velocidad!

Reconozco la falta y disminuyo la velocidad y, así, a paso moderado, llegamos al punto en donde S nos había recomendado como el más propicio para desembarcar a mis valiosas pasajeras. Como lo había anticipado, yo tuve que ir a buscar un sitio adecuado donde estacionar el auto. Cuando regreso trotando a la zona de ingreso del centro de vacunación me sorprende encontrar a mi hermana sola y le pregunto:

—¿Y la madre?
—Está allá adentro… Sentada.
—¿Tan pronto?
—Sí.
—Pero ¿porqué no la acompañaste?
—Porque cuando le preguntaron que si podía caminar sin ayuda, ella respondió que sí y pues ya no me dejaron ingresar con ella.

Ante la entereza y firmeza de nuestra madre a sus 86 años, a mi hermana y a mí solo nos quedó buscar el mejor lugar posible, en la malla ciclónica que circundaba al centro de vacunación, para ser testigos de ese momento. Una hora después, aplicada la vacuna, terminado el periodo de observación para ver si había alguna reacción, con el comprobante de la primera dosis recibida en mano, de camino a casa, en silencio intentaba recapitular lo que había sucedido esa mañana de sábado en donde aparentemente no iba a ocurrir nada fuera de normal, en donde la nota sobresaliente era la de que la llamada oficial nunca llegó, pero sí la de la amistad y la camaradería.

De vuelta a casa, tomo un baño y no me siento con ánimo de hacer nada más, me siento muy agotado, como si con ese pequeño piquete de aguja que le aplicaron a mi madre en el brazo se hayan despresurizado en mí un montón de dudas y fantasmas que inconscientemente había ido acumulado durante la pandemia, con sentimientos y razonamientos encontrados, tratando de resolver internamente las incógnitas de esa álgebra del misterio que tan bien define Jorge F. Hernández, como “una felicidad etérea, una luminosidad oscura, una exclamación en silencio y un lamento sin lágrimas.” Me pregunto si sólo cambié viejas dudas por nuevas interrogantes, que quizás sean resueltas hasta el momento en que sea la cita para la segunda dosis. Y nuevamente, a esperar la llamada…

La esperanza es eso que vemos a través de una ventana

 


27 de marzo de 2021

Apenas es martes y siento que me he quedado anclado en el tiempo. Suspendido en la espera de una llamada que no llega. Debía de haber sucedido el jueves de la semana anterior porque comenzarían a vacunar el sábado. Eso me dictaba mi optimismo. No ocurrió el jueves, tampoco el viernes. Es cosa de ser pacientes, constantemente me lo repito, para seguir alimentando la esperanza. El sábado comenzaron y la expectativa inicial no había disminuido. Pero tampoco sucedió nada. El domingo serviría para ajustar la logística, pero seguirían contactando a las personas registradas para que acudieran el lunes. Eso dijeron. Nada. Los días más lentos de la historia de la familia. Las informaciones oficiales y las de las redes solo confunden. Hay que esperar la llamada me repito. No hay que contribuir al desorden, aunque en nuestro interior, un huracán de emociones nos consumen y nos agotan.

-Hijo, no me quiero vacunar.
-¡Ah, caray! Y ¿eso por qué?
-¿Ya para qué? Ya estoy vieja. Tengo 86 años. Ya lo que tenía que hacer: lo hice.
-No, madre, pero algún buen consejo o enseñanza todavía tendrás para alguno de nosotros.

Se queda callada. Por un momento sostenemos la mirada fija entre los dos y luego se voltea hacia la ventana… Como queriendo evitar el roce o la discusión… y vuelve a insistir:

-¡No! ¡No me quiero vacunar! Que se la pongan a alguien que la necesite más que yo. A mí me falta poco para morir. ¡Mejor no!

Me conmueve y me confunde su respuesta, a la que sólo atino a refutar:

– Bueno, pues si tu decisión es no vacunarte porque ya te vas a morir, entonces también vamos a suspender todos los medicamentos que tomas para la hipertensión y demás males que te aquejan. ¿Para qué tanto esfuerzo si solo estamos alargando tu martirio?

Apenas termino de hablar y me doy cuenta de lo mucho que me sorprende mi respuesta. A ella más. No suelo ser tan tajante con casi ningún asunto de la vida. ¿Qué me movió de un tono de comprensión a uno casi de desesperación? No lo sé. No lo entiendo. Parece que tampoco mi madre. El silencio se adueñó por completo del instante y del comedor. Seguimos juntos mirando hacia la ventana. Como si del otro lado de ella, escondidas, estuvieran las respuestas y la tranquilidad para el desasosiego. Seguramente ambos estamos viendo cosas diferentes a través de ella. Mi madre ve su presente y se consuela en el pasado, yo parece que me aferro a forjar un horizonte de futuro. ¿Quién sabe qué premoniciones nos espían más allá de la ventana? Nuestros ojos las buscan sostenidos en las miradas que indagan el horizonte.

Recuerdo una columna de Alma Delia Murillo, la del 5 de febrero de este año, el título y el contenido no pudieron ser más exactos para lo que en este momento estoy pasando en mi experiencia familiar “Decir adiós a una generación”. Desde las primeras líneas nos ubica en esas reflexiones que evitamos a diario para no jodernos la jornada:

“Nos hicimos viejos. O quizá es peor: nos hicimos de la edad de nuestros viejos sin tener la edad que tienen ellos.
Este tiempo, esta pandemia, estos días han revelado una verdad brutal: sí, ya sabíamos que nuestros padres y madres son mayores, pero no sabíamos cuánto.”

Sí. Ella es vieja. Sin duda. Por momentos yo me siento más cansado y me quejo como si fuera más grande que ella. ¿No se han sentido así o esto sólo me ocurre a mí? Sigo enganchado en estas meditaciones, sin saber cómo romper el silencio. Las palabras, como muchas veces me sucede, cuando más las necesito, nunca suelen acudir en mi auxilio. Rompo el hielo del silencio de esta calurosa tarde acercándome y abrazando a mi madre, en la esperanza de mirar hacia el mismo punto a través de la ventana. En la esperanza de la vida y sus respuestas porque, como dice Silvio Rodríguez, de lo posible –la muerte- se sabe demasiado.

***

Es sábado por la mañana.

Hay que esperar la llamada.

¿Cuántas historias como la nuestra?