martes, 17 de agosto de 2021

Un sábado cualquiera con sus misterios

 


3 de abril de 2021

“No han llamado aún y ya llevan una semana vacunando”. Es el primer pensamiento que me cruza por la mente una vez que me despojo de todas las telarañas del sueño y del descanso de la noche previa. Me preparo la primera taza de café y mentalmente repaso la bitácora de tareas y pendientes para el día. “Hay que esperar”, me digo, para no caer en la desesperación. Segunda taza de café de la mañana: “Pronto llamarán”. Marco a la casa de mi madre para saludarle y después del protocolo cotidiano acordamos un pequeño trueque gastronómico: ella ofrecerá capirotada; a cambio, la compensaremos con un poco de caldo de pescado, platillo de su más alta predilección. Sin mucha prisa recogemos la mesa de desayuno y mientras lavo los trastes, me ayudan a preparar el recipiente con lo acordado y salgo rumbo a la casa materna. A medio camino una llamada. Miro la pantalla del altavoz y observo: “es S”, no es la llamada que estoy esperando y tardo en reaccionar para presionar el botón que la active y la pierdo. Por medio de voz “ordeno” al teléfono que regrese la llamada. Nada. La línea suena ocupada. A los pocos segundos, una nueva alerta, ahora es R. En cosa de segundos la tomo y escucho con creciente sorpresa:

— “S está en el Centro de Vacunación que se encuentra en el Venustiano Carranza y dice que no hay nada de gente. ¿Quieres llevar a tu mamá para ver si se puede vacunar?”
—¡Claro! ¡Nada perdemos con intentar!

Apenas llego a la casa de la familia encuentro a mi madre a la mitad de su desayuno, la saludo y sin pausa alguna le digo:

—Nos acaban de avisar que en el Venustiano Carranza están vacunando sin cita. Que hay muy poca gente. Solo ocupamos el folio, copia del INE y de la CURP. ¿Quieres ir?
—¡Sí! Sólo tomo los papeles y me cambio de blusa.

Mientras mi madre se preparaba, yo le aviso a mi hermana para que nos acompañe, porque seguramente yo las tendría que dejar cerca del acceso y posteriormente ir a buscar donde estacionar el coche. Ya instalados los tres en el auto y en camino hacia la cita, sigo recibiendo instrucciones telefónicas acerca del punto más adecuado para llegar al acceso, a mitad del trayecto recibo un merecido regaño de la progenitora:

—¡Oye, muchacho! ¡Como que vas muy rápido! ¡Bájale tantito a la velocidad!

Reconozco la falta y disminuyo la velocidad y, así, a paso moderado, llegamos al punto en donde S nos había recomendado como el más propicio para desembarcar a mis valiosas pasajeras. Como lo había anticipado, yo tuve que ir a buscar un sitio adecuado donde estacionar el auto. Cuando regreso trotando a la zona de ingreso del centro de vacunación me sorprende encontrar a mi hermana sola y le pregunto:

—¿Y la madre?
—Está allá adentro… Sentada.
—¿Tan pronto?
—Sí.
—Pero ¿porqué no la acompañaste?
—Porque cuando le preguntaron que si podía caminar sin ayuda, ella respondió que sí y pues ya no me dejaron ingresar con ella.

Ante la entereza y firmeza de nuestra madre a sus 86 años, a mi hermana y a mí solo nos quedó buscar el mejor lugar posible, en la malla ciclónica que circundaba al centro de vacunación, para ser testigos de ese momento. Una hora después, aplicada la vacuna, terminado el periodo de observación para ver si había alguna reacción, con el comprobante de la primera dosis recibida en mano, de camino a casa, en silencio intentaba recapitular lo que había sucedido esa mañana de sábado en donde aparentemente no iba a ocurrir nada fuera de normal, en donde la nota sobresaliente era la de que la llamada oficial nunca llegó, pero sí la de la amistad y la camaradería.

De vuelta a casa, tomo un baño y no me siento con ánimo de hacer nada más, me siento muy agotado, como si con ese pequeño piquete de aguja que le aplicaron a mi madre en el brazo se hayan despresurizado en mí un montón de dudas y fantasmas que inconscientemente había ido acumulado durante la pandemia, con sentimientos y razonamientos encontrados, tratando de resolver internamente las incógnitas de esa álgebra del misterio que tan bien define Jorge F. Hernández, como “una felicidad etérea, una luminosidad oscura, una exclamación en silencio y un lamento sin lágrimas.” Me pregunto si sólo cambié viejas dudas por nuevas interrogantes, que quizás sean resueltas hasta el momento en que sea la cita para la segunda dosis. Y nuevamente, a esperar la llamada…

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