jueves, 17 de febrero de 2022

Una receta así de simple


10 de julio de 2021

El virus de la época nuevamente toca a la puerta. Corrijo: está dentro de casa, en el cuerpo de un ser querido y, con ello, la sombra de la duda y de la sospecha se extiende más allá de ese hogar y forma nubes de intranquilidad que se posan de inmediato sobre los techos de las otras familias que tuvieron contacto con el afectado. Y de nuevo aparece esa sensación, desconsoladora y amarga, de que estamos otra vez al comienzo de ese laberinto del que, por un momento brevísimo y esperanzado, habíamos imaginado, sentido, que atravesábamos victoriosos pues se había resuelto el misterio de la posible ruta de salida. Son los golpes secos y contundentes de la realidad.

Más allá de las diatribas de las redes sociales o los contradictorios ditirambos que inundan las redacciones de los noticieros y que nos quieren convencer de que no todo está tan mal como creemos, y que al mismo tiempo nos confunden al afirmar, que tampoco todo está tan bien como algunos podrían suponer. Entonces,  ¿estamos o no estamos?  Ante la enfermedad lo único que hay que procurar es seguir cuidándonos para precisamente estar y no ser un estuvo o un fue, que se añadiría con saña o con furia a las nefastas estadísticas de nuestra cotidianidad. La vacuna no inmuniza contra esta sensación de hastío, desencanto y cansancio de la nueva normalidad. Potenció la irresponsabilidad, el valemadrismo y, de alguna manera, un inconsciente e irresponsable ejercicio de darwinismo social en el que no serán precisamente los más fuertes los que cuenten las crónicas de esta pandemia, sino los que mejor hayan resistido las mutaciones del virus en cuestión.

Solo pido que de verdad el registro de esta época no quede en manos de los influencers o youtubers, líderes de opinión, cuya mayor virtud es exhibir de manera galana y rampante su imbecilidad, que parece que en estos días no es un defecto, sino una virtud, y, si no, basta con ver las estadísticas de likes y vistas que se traducen en el papel moneda de la realidad virtual. Y decir realidad virtual lleva a plantearse la duda de cuántas y cuáles son las realidades en las que vivimos o coexistimos de manera alterna.

Y sigo dando tumbos y traspiés, mientras trato de encontrar un remedio que me saque de esta especie de enojo y enfado con el mundo. Una receta médica, o de cocina, o quizá una pócima mágica, o aún mejor, una combinación de las tres para tratar de salir de esta forma tan confusa de percibir la vida moderna. Una sucesión de ingredientes y un procedimiento a la manera de recetario contra la realidad para poder seguir transitando en ella sin tanta complicación:

Ante el inminente ataque de un virus loco, haga usted la siguiente pócima, efectiva, barata y fácil, con ingredientes que seguro tiene en su cocina.

Va a necesitar:

  • 1 tableta de Anapsique 50mg al día
  • 2 chayotes
  • 1 cacerola con capacidad de 2 litros
  • Agua la necesaria
  • Mucha fe.

Instrucciones:

  • Tome usted la tableta de Anapsique, para relajarse, y antes de que le haga efecto y se duerma, más o menos cuando sienta que ya todo empieza a valerle madres, justo en ese momento, lave bien los chayotes y póngalos a cocer enteros. Una vez que estén cocidos (cuide que no le queden muy blandos) retírelos del fuego y déjelos enfriar. Reserve el agua de la cocción en una jarra y cuando esté a temperatura ambiente bébala durante el día, a sorbos y pidiéndole a San Judas que funcione.
  • Luego cocine los chayotes a su gusto y cómalos todos porque desperdiciar es muy malo.
  • Repita esto tres días seguidos, con mucha fe y verá como, al cabo de este tiempo, el virus seguirá ahí, igual de loco pero la pastilla hará que no se acuerde de él y si se acuerda que no le importe y si le importa, pues entonces trague camote y tome otra dosis de Anapsique.
  • Repita el proceso y la dosis cuantas veces sea necesario hasta que se sienta nuevamente integrado y funcional con los de su especie.

Una receta así de simple

Las palabras y el mar de las divagaciones



3 de julio de 2021

Es verdad que, generalmente, procuro no volver a leer lo que llaman autoría o esas letras imputables a mi puño; no sé si por vergüenza individual o prudencia profesional pero, cualquiera que sea la razón, ambos extremos confluyen en el hecho de lo que alguna vez leí o dije, asumiendo la presunta originalidad de esa frase que parece contundente: “ya publicado el texto, le pertenece al lector y no a quien lo escribe”, pues finalmente, quienes realizan la aventura de la lectura, son los que encuentran los sentidos que tienen las palabras, muchas veces ocultos para quien las escribe.

A veces ocurre que me encuentro con mis textos, por algún error o tropiezo involuntario, y los leo con la ecuánime curiosidad que me suscita cualquier autor que aún no conozco, pero cuando comienzo a reconocer ciertos rasgos de mis desvaríos textuales, infiltrados en medio de las frases, me detengo y de inmediato me coloco en el papel del más radical de los correctores: sólo veo erratas y las múltiples posibilidades de haber expresado mejor lo que por alguna razón me atreví a dejar en tinta.

Es el momento en el cual me reconozco como un polizonte dentro del barco que lleva por nombre “República de las Letras”. Soy ese que nadie invitó, nadie conoce y sin embargo, surca los mares aprovechándose de las buenas lides de los verdaderos conocedores del oficio, de los marinos consumados que navegan sin dificultad y sin temor en las aguas infinitas de las palabras. Yo apenas y si me asomo por los portillos del lugar en donde furtivamente me he instalado, tomando notas de los mares y océanos que voy conociendo de la mano de ellos, con la idea de que algún día podré aventurarme yo solo a la navegación, como queriendo imitar a aquel viejo pescador, del que contó Ernest Hemingway, rescatando para mi quizá su única hazaña: lanzarse al mar a pescar y a reflexionar sobre el género del mar o de la mar, reconociendo que tal aventura no es más que otra manera de responder a esa interrogante y necesidad humana de sentirnos reflejados, por un momento, en alguna de las olas de lo que uno concibe como el océano de la vida.

“Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.”

Y, como queda claro, de nuevo he perdido el rumbo o el azimut, y mejor tiro el ancla necesaria para mantenerme en la seguridad del terreno de la realidad. Soy un polizonte, un marino de tierra, sin barco, sin tripulación, sin mares e islas por conquistar, pero que a veces, muy pocas veces, en esos encuentros involuntarios con mis textos, por unos breves momentos, me enfrento con un par de líneas que me hacen sentir que he dejado de ser un intruso, que quizá por un momento conquisté la cresta de una ola y he sido capitán, tal vez al estilo de Jack Sparrow, efímero, pero capitán al fin y al cabo.

“El problema no es el problema. El problema es tu actitud sobre el problema. ¿Lo entiendes?”

Así yo con los textos, las letras y mi mar de divagaciones, del timón de mi pluma que se enrumba a sotavento.

De la amorosa memoria: tres apuntes sobre mi padre


19 de junio de 2021

Me acostumbré a guardarte, a llevarte lo mismo
que lleva uno su brazo, su cuerpo, su cabeza.
No eras distinto a mí, ni eras lo mismo.
Eras, cuando estoy triste, mi tristeza.
Eras, cuando caía, eras mi abismo,
cuando me levantaba, mi fortaleza.
Eras brisa y sudor y cataclismo,
y eras el pan caliente sobre la mesa.

Jaime Sabines.

En las últimas horas, quizá con el pretexto de día del padre próximo a celebrarse, los recuerdos que guardo del mío se han ido agolpando en la cabeza, no es que la memoria requiera de motivos mundanos para revolverse, para entablar conversaciones íntimas con el corazón o con el alma o con el rincón donde cada uno guarde sus recuerdos, en mi caso, por lo menos, la figura de mi padre es una constante en mi vida y lo evoco siempre a veces con la tristeza de su ausencia (que nunca ha dejado de ser un golpe doloroso) pero, la mayor parte del tiempo, con agradecimiento, con la alegría de los años compartidos y con una nostalgia que se mueve entre los múltiples registros de lo agridulce. Lo recuerdo con amor y justo ahora, más allá de los pretextos, es ese sentimiento el que me invita a compartir tres vívidas imágenes de su paso por la vida, de su paso por mi vida:

-1-

Iniciaba la jornada diaria muy temprano, quizá a las 6 de la mañana. y se dirigía a las instalaciones de los Baños Galicia, esos que estaban -¿o están?, no lo sé- al inicio de la calle Allende, a un costado del Jardín de Los Niños Héroes. Tomaba un baño sauna, recibía un masaje, charlaba con los amigos con los que compartía ese ritual matutino, y regresaba a casa impecable. Las mañanas de mi infancia olían a brillantina Wildroot, a Jockey Club, a loción Brut de Fabergé o alguna de las opciones de Old Spice, esencias que se mezclaban con el olor del desayuno que ya preparaba nuestra madre para enviarnos a la escuela.

-2-

Estamos sentados frente al televisor a blanco y negro. Yo debía tener unos cinco o seis años. Me hablas en voz baja, como para evitar desconcentrar a la atleta que estamos observando en su rutina. Me explicas paso a paso lo que sucede en la pantalla. Hasta ahí llega ese recuerdo. Años más tarde veo un documental sobre la niña de 14 años que cambió la historia de la gimnasia en las olimpiadas, la primera en obtener una calificación perfecta, la rumana Nadia Comaneci en Montreal 76. Una sensación de calor crece en mi pecho y los ojos se me nublan por la emoción: de nuevo estoy sentado junto a ti mirando el televisor en blanco y negro mirando a una pequeña atleta de 14 años ejecutando una rutina de gimnasia a la perfección.

-3-

En casa se cambiaba de televisor cada cuatro años en estricto apego al calendario de los Juegos Olímpicos, incorporando en cada cambio la mejora tecnológica del momento. Así pasamos del más primitivo aparato en blanco y negro hasta llegar a la modernidad de las imágenes a color y el control remoto. Yo fui consciente de esa regularidad a partir de la olimpiada celebrada en Rusia en 1980, pasando luego por las posteriores de Los Ángeles, en 1984, y la de Seúl, en 1988, que fue la última fiesta deportiva que vimos juntos. Disfrutabas por igual de todas las disciplinas deportivas en competencia, gozo que estaba fundado en tu propia experiencia de vida con el deporte. Practicaste todos. Atletismo, basquetbol, voleibol, sobre todo. Cuenta la leyenda familiar que incluso llegaste al cuadrilátero del box y de la lucha libre, pero que tuviste que retirarte prematuramente de esas disciplinas porque las batallas más fuertes las tenías abajo del ring, cuando llegabas a casa, con las huellas evidentes de los combates, y la abuela Petra te aplicaba el más duro de los castigos por andar metido en esas tarugadas. Ese gusto por el deporte se convirtió en tu profesión de vida. En el plano profesional una de tus mayores satisfacciones fue haber participado como juez de atletismo en las Olimpiadas de México 68, logro al que no le diste nunca tanta importancia, como el compromiso y gozo que siempre tuviste por la formación de innumerables atletas infantiles, profesión que ejerciste literalmente hasta el fin de tus días. Viviste por y para el deporte.

***

Puedo ver su rostro en algún retrato, puedo ver fotografías que guardan el registro y la historia, las historias de mi familia pero, sin duda, la imagen más fuerte, más grande, más conmovedora que conservo de mi padre es la que llevo conmigo cada día, después de todo, celebro su vida cada vez que la memoria, por el motivo que sea, conversa con el corazón o con el alma o con ese rincón dentro de mí en donde mi padre habita amorosamente.

Cerrado hasta nuevo aviso: disculpe las molestias que este virus ocasiona

12 de junio de 2021

Fue un viernes, lo recuerdo claramente, alrededor de las once de la mañana. La jornada de trabajo, ya dividida y escalonada en horarios y personal desde hacía un par de semanas, tendría que sufrir un nuevo ajuste. Me llamaron a la dirección y la instrucción fue precisa: “Se suspende en este momento toda actividad. Hay que verificar el cierre de instalaciones, puertas, ventanas. Bajar los interruptores -en sentido literal y casi metafórico- y preparar el equipo y documentación con la que podamos seguir desarrollando el trabajo desde casa. Se dice que serán dos semanas, a lo mucho, cuatro. Un mes.” Con  esa información me dispuse a ejecutar los preparativos y comunicarme con mi equipo de trabajo para coordinarnos. Los compañeros que estaban en funciones, me ayudaron con la parte práctica de la supervisión del cierre. A quienes por cuestión de horario no estaban presentes, les comuniqué, por teléfono o por mensaje, que el cierre de la biblioteca era inminente y si tenían algún equipo o enseres personales que llevarse a casa, lo hicieran de inmediato porque la universidad iba a cerrar sus puertas por contingencia sanitaria, ante la proximidad geográfica de ese virus que decían se había originado en China y del que sabíamos más chistes y memes, que información médica y científica que nos preparara para su irremediable irrupción en nuestras vidas.

Llamé al área de Preservación Documental para saber si seguía en pie el proceso de fumigación que teníamos programado para ese día a las 4 de la tarde y me confirmaron que se cancelaba: ellos también habían recibido la instrucción de colgar el letrero de “Cerrado hasta nuevo aviso”. Mientras mis compañeros me auxiliaban con el proceso de cierre, subí a mi oficina y comencé a respaldar en la “nube”, todas la carpetas y archivos que pudiera utilizar para seguir laborando desde casa. Verifiqué, no sé si dos o hasta tres veces, que la información que había almacenado era más que suficiente para continuar mi trabajo. No muy convencido apagué y desconecté la computadora. Amplié la inspección y desconexión de los equipos que utilizan mis compañeros, mientras mentalmente repasaba mi lista de pendientes y de documentos para resolverlos. Ya tenía respaldo digital de mi trabajo, ¿Qué más tenía que llevarme? No sabía qué manual, instructivo o registro cargar en mi mochila. Decidí no sacar ningún papel, total, toda esa información está disponible para su consulta y descarga en la plataforma del sistema bibliotecario. Recorrí mi cubículo con una mirada indagadora y ansiosa, como buscando algún olvido que la prisa hubiera dejado por ahí, traspapelado, en los estantes o el escritorio; entonces las ví, inmutables, ajenas al ajetreo, al virus y -quizá- a la momentánea despedida, el par de plantas que son testimonio y gesto de amistad de dos amigos, me dispuse a ponerlas a buen resguardo y bien hidratadas para que resistieran esas dos o cuatro semanas de soledad y aislamiento. Esas dos minúsculas macetas, a las que les procuro el cuidado y atención, mínimo pero suficiente, son un pequeño botón del reino vegetal que rompen, con su verdor, la monotonía del paisaje de libros, revistas y documentos que circundan a mi oficio profesional. A ojo de buen cubero determiné que el espacio elegido para su cuarentena era el correcto, que el agua vertida era más que suficiente para encontrarlas en buen estado, una vez que transcurridas estas dos semanas, quizá cuatro, podamos regresar.

Continúo mi deambular inspeccionando, verificando que todo quede en orden y bajo, otra vez, al vestíbulo de entrada a recibir el reporte del proceso de cierre; a quienes terminaron la tarea encomendada, les pido que se retiren, les digo que no es necesario que me acompañen, que yo esperaré a los que vienen a sacar materiales y sus enseres personales. Mis compañeros se despiden, se van y yo me quedo viendo sus espaldas, sus pasos alejarse, pensando que en unos pocos días veré sus pasos, sus rostros regresando a nuestras tareas diarias. Dos o cuatro semanas, eso dijeron.

Me comunico a casa, informo escuetamente lo que está sucediendo. Pido que estén atentos a una llamada posterior para indicarles a qué hora pasen por mí y, una vez que cuelgo el teléfono, me doy cuenta que me está creciendo algo así como la necesidad de regresar nuevamente al supermercado, pienso que hay que proveernos de más alimentos e implementos de limpieza e higiene, sobre todo de gel antibacterial, que ya había comenzado a ser producto de escasa oferta en nuestras últimas compras.

En esas cavilaciones estoy cuando, por fin, llega Oscar, es el único que falta de sacar sus cosas. Un tanto desconcertado pero sonriente y en natural gesto de amistad y camaradería, me extiende la mano para saludarme,  yo sólo reacciono contrayendo mi brazo y alcanzo decirle: “¡Pero qué no has entendido que no debemos saludarnos de mano!”. Se queda paralizado, como apenado, como si le hubiera proferido un regaño inmerecido. Me doy cuenta de mi exabrupto y me disculpo, le digo que me siento un tanto confundido por lo mucho que he escuchado estos últimos días y luego este asunto que tenemos que abandonar y cerrar las instalaciones para regresar unas semanas después. Me dice que no hay problema, sube a su oficina, toma sus cosas, se retira y se despide ya sin tanta efusividad. Yo me quedo con esta mala sensación de no saber si fue exagerada mi reacción.

Esa es la imagen y sensación que guardo como referencia del día en que cerramos la universidad para confinarnos en casa por la pandemia. De eso han pasado casi quince meses, cuando en un primer momento se pensó que sólo serían dos semanas, a lo sumo, cuatro. Mucha vida ha pasado desde entonces y yo todavía me pregunto si mi reacción de no saludar a mi compañero en ese momento fue exagerada. Hoy, al igual que ese día, tengo más dudas que certezas y el cartel de «Cerrado hasta nuevo aviso», tiene una dolorosa y gruesa capa de polvo, si sólo iban a ser dos semanas, pienso, eso dijeron. Ahora dicen que volvemos el lunes, regresaremos al trabajo administrativo pero, creo, que aún no volverán los saludos de mano.

De escrituras a contrarreloj o las locuras del clima


5 de junio de 2021

Hoy el día ha sido atípico, como queriendo poner a prueba todo intento de normalidad o de cotidiana jornada. Lo único constante ha sido la necesidad de adaptar, y reajustar, el esquema mental básico para transitarlo. Tormenta al mediodía, luego sol brillante, como espectáculo previo a una tarde platinada: No hubo manera de mantener la de por sí escasa fe en los desacreditados y cada vez menos vistos reportes del clima de los noticieros televisivos. Hoy el día quiso hacer su día y así se salió con la suya. Chamarras, paraguas, lluvia, sol, calor, despojarse de las prendas impermeables, a ratos incipiente frescura a la intemperie y sofoco dentro de cualquier habitación. De los planes ni hablar, quizá el mejor plan para hoy era precisamente ese, no planear nada porque, al fin y al cabo, nada de lo anticipado o proyectado previamente pudo realizarse. Y resulta que en el momento en que por fin me puedo poner frente al abismo de la hoja en blanco, reparo en que la jornada está por terminar. Lo único que no cambió, pese a los intempestivos cambios de humor climático, fue el inexorable transcurrir del tiempo.

Y aquí estoy sin un tema específico para desarrollar, recordando aquel dicho de que cuando no se tiene nada por conversar, o cuando hay la necesidad de romper un incómodo silencio, una buena manera para intentar salir de ese atorón es comenzar a hablar sobre las bondades o dificultades del clima, de manera que el hilo de la conversación o de la narración comience por desmadejarse o desatorarse por sí solo, entre nubes, gotas y soles, para que por fin se desate el fenómeno de la comunicación y el universo caótico de enunciados, que cruzan por la mente en el momento que más claridad deseas, logren expresar esos pensamientos, razonamientos, sentimientos o deseos en un discurso coherente sobre algo o alguien.

Pero parece que no hay intento que valga, ni las palabras precisas llegan ni las ideas exactas son convocadas a salir de su caos y ocupar el espacio justo en el texto que se niega; los minutos pasan y uno comienza por evadir su responsabilidad y decir que se está en este difícil momento no por una deliberada actitud de procrastinación, esa de la que a veces uno se ufana, pero que en el fondo se sabe bien que en realidad se padece, se sufre y casi nunca se goza pero que justo hoy, quizás como en otras ocasiones en que uno se ha sentido igual, se piensa que ese sentimiento de culpa, que comienza a crecer en medio del pecho, no es totalmente imputable a uno porque como se ha dejado constancia líneas antes, o quizá minutos arriba, o como mejor se diga o se escriba que para el caso es lo mismo, (en este momento no es importante la corrección oral o escrita) lo que se requiere es que las palabras aparezcan por sí solas, que lleguen abundantes, contundentes y rápidas como la lluvia de hace rato, para que inunden y refresquen la hoja en blanco y uno pueda salir de esta penosa situación en la que el reloj no se detiene.

Pero la lluvia se fue y, como dije, dió paso a un sol inusitado, a un calor agobiante como agobiante es el instante en que, otra vez, miro el papel vacío porque las ideas no aparecen, quizá las musas ya están entretenidas viendo series en streaming y no les interese echarle la mano al procastinador que a estas horas las llama. Entonces y como única salida, uno no tiene más remedio que recurrir al lugar común de decir que todo esto es consecuencia de un día atípico, anormal, que me ha empujado, casi contra mi voluntad a hablar del clima, de la dificultad de encontrar un tema, mientras el tirano del reloj no detiene su marcha y el horario límite para la entrega de la colaboración está por concluir.

Así que aquí estoy divagando con temas y tópicos tan dispares como son las nubes, los días y la falta de organización para no llegar al extremo límite de escribir a contrarreloj. Claro, el día hizo de las suyas y la lluvia y el sol y las nubes se instalaron arremolinadas en mi cabeza. Así las cosas con el loco clima, Usted ¿qué opina?