jueves, 17 de febrero de 2022

Las palabras y el mar de las divagaciones



3 de julio de 2021

Es verdad que, generalmente, procuro no volver a leer lo que llaman autoría o esas letras imputables a mi puño; no sé si por vergüenza individual o prudencia profesional pero, cualquiera que sea la razón, ambos extremos confluyen en el hecho de lo que alguna vez leí o dije, asumiendo la presunta originalidad de esa frase que parece contundente: “ya publicado el texto, le pertenece al lector y no a quien lo escribe”, pues finalmente, quienes realizan la aventura de la lectura, son los que encuentran los sentidos que tienen las palabras, muchas veces ocultos para quien las escribe.

A veces ocurre que me encuentro con mis textos, por algún error o tropiezo involuntario, y los leo con la ecuánime curiosidad que me suscita cualquier autor que aún no conozco, pero cuando comienzo a reconocer ciertos rasgos de mis desvaríos textuales, infiltrados en medio de las frases, me detengo y de inmediato me coloco en el papel del más radical de los correctores: sólo veo erratas y las múltiples posibilidades de haber expresado mejor lo que por alguna razón me atreví a dejar en tinta.

Es el momento en el cual me reconozco como un polizonte dentro del barco que lleva por nombre “República de las Letras”. Soy ese que nadie invitó, nadie conoce y sin embargo, surca los mares aprovechándose de las buenas lides de los verdaderos conocedores del oficio, de los marinos consumados que navegan sin dificultad y sin temor en las aguas infinitas de las palabras. Yo apenas y si me asomo por los portillos del lugar en donde furtivamente me he instalado, tomando notas de los mares y océanos que voy conociendo de la mano de ellos, con la idea de que algún día podré aventurarme yo solo a la navegación, como queriendo imitar a aquel viejo pescador, del que contó Ernest Hemingway, rescatando para mi quizá su única hazaña: lanzarse al mar a pescar y a reflexionar sobre el género del mar o de la mar, reconociendo que tal aventura no es más que otra manera de responder a esa interrogante y necesidad humana de sentirnos reflejados, por un momento, en alguna de las olas de lo que uno concibe como el océano de la vida.

“Decía siempre la mar. Así es como le dicen en español cuando la quieren. A veces los que la quieren hablan mal de ella, pero lo hacen siempre como si fuera una mujer. Algunos de los pescadores más jóvenes, los que usaban boyas y flotadores para sus sedales y tenían botes de motor comprados cuando los hígados de tiburón se cotizaban alto, empleaban el artículo masculino, le llamaban el mar. Hablaban del mar como de un contendiente o un lugar, o un enemigo. Pero el viejo lo concebía siempre como perteneciente al género femenino y como algo que concedía o negaba grandes favores, y si hacía cosas perversas y terribles era porque no podía remediarlo. La luna, pensaba, le afectaba lo mismo que a una mujer.”

Y, como queda claro, de nuevo he perdido el rumbo o el azimut, y mejor tiro el ancla necesaria para mantenerme en la seguridad del terreno de la realidad. Soy un polizonte, un marino de tierra, sin barco, sin tripulación, sin mares e islas por conquistar, pero que a veces, muy pocas veces, en esos encuentros involuntarios con mis textos, por unos breves momentos, me enfrento con un par de líneas que me hacen sentir que he dejado de ser un intruso, que quizá por un momento conquisté la cresta de una ola y he sido capitán, tal vez al estilo de Jack Sparrow, efímero, pero capitán al fin y al cabo.

“El problema no es el problema. El problema es tu actitud sobre el problema. ¿Lo entiendes?”

Así yo con los textos, las letras y mi mar de divagaciones, del timón de mi pluma que se enrumba a sotavento.

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