miércoles, 20 de julio de 2022

Uno, los trinos y las escaleras

6 de noviembre de 2021

No, nada es igual. Nada. O a lo mejor yo ya no soy el mismo. Salgo de mi cueva, me asomo al mundo por un rato y regreso de inmediato a mi guarida. No me adapto, no me hallo cómodo. La normalidad ya no es la norma para mí. ¿Acaso habrán expirado mis pocas habilidades para la socialización durante el periodo de confinamiento? Yo que había dejado los puentes tendidos para la comunicación por medio de la magia digital, al final, terminé agotado de ellos. Y ahora que he vuelto al mundo de lo presencial, resulta que la mayor carga de la actividad profesional sigue siendo por medio de la virtualidad: sólo cambié de silla y de escritorio para seguir sujeto a la posmodernidad.

Lo bueno de este retorno ha sido de nuevo el encuentro con los amigos y con los compañeros, con la salvedad de la distancia y aditamentos con la que aún debemos de seguir cuidando la salud de todos, volver a vernos de frente es una breve pero vital compensación, algo así como una recompensa. He tenido que aprender de manera acelerada a interpretar las sonrisas, los gestos y los estados de ánimos detrás del manto de los cubrebocas. Ahora me fijo más en los otros indicadores de la kinesia emocional, antiguamente reducidos a la lectura del rostro: el movimiento de las cejas, el brillo de los ojos, la forma de mover los brazos, la postura del interlocutor, el tono de voz y el entusiasmo con el que dice las cosas, son los nuevos datos que debo reconocer en un rápido escaneo personal para saber qué hay más allá de lo que dicen las frases y las palabras filtradas por los distintos materiales de los que están hechas las mascarillas que nos cubren media cara y con las que decimos, o nos dicen, que estamos más seguros.

Y mientras intento concentrarme en ello, me pierdo en el gusto por el reencuentro, aún con todas sus limitantes. En estas semanas me ha quedado claro que el asunto de los saludos, ya sea de manos y, qué decir de los de beso en la mejilla para las personas de mayor confianza y afecto, habrán de reconfigurarse para que la urbanidad y efusividad no pierdan el sentido de mantener la cordialidad y la amistad entre las personas pero, eso sí, con su debida cuota de asepsia. Que los virus, conocidos y por conocer, infectan a los cuerpos es la lección que todos estamos aprendiendo pero hay que procurar que la antisepsia recomendada, no termine por enfermar a las amistades y empatías que siguen de pie junto a nosotros. Dicen que es un regreso escalonado. Y yo inmediatamente lo asocio al Cronopio Mayor, Julio Cortazar, que en su texto “Instrucciones para subir una escalera” nos da cuenta de un proceso que ya no tiene vuelta atrás, pues como bien dice: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”.

E inevitablemente vuelvo al punto en que no me siento cómodo. ¿Será que estoy avanzando en dirección errónea la escalera que me corresponde? El asunto está en que me debato entre adaptarme a la nueva normalidad, que ya no resulta en nada normal para mí y la constante contradicción que ahora, otra vez, me ordena que regresar a casa para, desde ahí, continuar con mi labor profesional. Ya no entiendo. ¿O yo voy mal en la escalera o la escalera está mal puesta desde un principio? Acato la indicación y de camino a casa, mientras resuelvo este acertijo con muchos trinos en la cabeza, vienen a mí las estrofas de Silvio Rodríguez:

Iba silbando mi trino
por una calle cualquiera
cuando a un lado del camino
me encontré con la escalera.
Era una escala sencilla
de rústico enmaderado
desde la calle amarilla
hasta el rojo de un tejado.
¿Qué se verá desde el techo?
dijo la voz de un extraño
y sin meditar el trecho
le puse afán al peldaño.

De momento, parece que no hay más camino que ir enfrentando, escalón a escalón, este regreso a la normalidad nueva y caótica, que lo mismo nos invita a mirarnos fugazmente de frente, que a volver a sonreírnos detrás de un monitor. No, nada es lo mismo.

Donde habita el olvido

 

30 de octubre de 2021


Y la vida siguió
Como siguen las cosas que no tienen mucho sentido
Una vez me contó
Un amigo común, que la vio
Donde habita el olvido

Joaquín Sabina

Viernes. 5 am. Me sorprende la anticipación con la que despierto. Me mantengo quieto, procurando no hacer ruido. Al despertador todavía le queda una hora y veinte minutos de sueño. Mi primer impulso es tomar el celular o la tableta para escuchar música, mientras al reloj le llega su hora de levantarse pero, de inmediato, recuerdo que he perdido los audífonos. Ésta ha sido una semana de pérdidas. El lunes extravié mis lentes, me di cuenta justo antes de un evento en el que debía leer un texto que había preparado para la ocasión. No entré en pánico. La repetida costumbre del olvido me ha hecho una persona precavida, al menos en el tema de los lentes. Tengo unos en el buró de la recámara, otros sobre la mesa del estudio, unos más en alguno de los cajones del escritorio de mi oficina y, por si acaso, un par de reserva en el cajón más enano de uno de mis libreros. Así he ido consumiendo la semana: otro día y una ausencia más.

El martes me di cuenta de que en algún punto del planeta se había quedado el adaptador que requiere mi celular para poder escuchar música. Por un momento me dejé llevar por la falsa ilusión de que sabía el probable paradero de este dispositivo. Una investigación exprés sobre el asunto y di por concluido el caso. No tenía ni la más remota idea por dónde comenzar a buscar. Miércoles: una resta más, por paradójica que parezca la expresión. Debía conectarme a una videosesión de trabajo. Me consolaba saber que no requería del adaptador, que un día antes había decidido salirse de mi vida, para conectar los audífonos a la computadora. Meto la mano al bolsillo de mi chaleco y no los encuentro. Sospecho que los pude dejar en mi mochila. Me levanto, la busco, abro el cierre y hurgo sus entrañas. No están los audífonos. ¿Dónde los pude haber dejado? No hay tiempo para comenzar a especular sobre la probable escena del crimen o del despiste. La reunión había comenzado y, sin más remedio, tuve que  escuchar y ser escuchado en altavoz en ausencia de este aparato que me brinda un poco más de privacidad en la información que comparto y me compartían.

Estoy preocupado y mucho. Me explico un poco. No es el valor material de las cosas que he extraviado lo que me incomoda, sin que eso signifique que mi economía personal no se vea afectada por estos pequeños olvidos sino, más bien, es la frecuencia con la que suceden lo que me está comenzando a generar ese malestar. En esas estoy cuando de pronto viene a mi memoria un dicho que tampoco sé dónde, ni cómo fue que lo leí o lo escuché: “¡Hay más días que longanizas!” No estoy seguro de que venga al caso o al hábito recurrente sobre el que estoy dilucidando, pero juego con el sentido y me divierte pensar en las muchas formas en que puede interpretarse esa expresión. Y justo es en este divertimento en el que, para mi desgracia, me percato que también he extraviado el tema que hoy les quería compartir. Ni hablar, hay días así, sin mucho sentido, pero siempre queda el consuelo de esperar a que el reloj siga su curso y el calendario agote sus hojas. Lo reconozco: Yo soy ese que vive donde habita el olvido.

La conversación, el recuerdo y mi vuelta al día en 80 mundos

 

16 de octubre de 2021

Hoy llego a ochenta. No sé ni cómo porque el tiempo transcurrió de prisa, además de furtivo y silencioso. Etéreas se consumieron las recientes semanas, los últimos meses, el pasado año y medio. Etéreo, furtivo y silencioso, me instalo en mi vida pasada. Estoy en medio de un jardín reunido con un grupo de amigos, una ventana de bosque dentro de la ciudad. Algo se festeja o festejamos, no sé bien la razón por la que estoy ahí. Apenas y si conozco a la mitad de los congregados. Los primeros intentos de socialización son un tanto mecánicos y protocolarios pero a medida que la comida y las bebidas son consumidas, la tensión baja y el ánimo relajado y relajiento de los invitados comienza a romper la formalidad y acartonamiento del momento.

De pronto, en un instante indeterminado dos contertulios comienzan a aislarse, o son aislados, del grupo mayor, no lo sé de cierto, motivados por una conversación que gradualmente los va enganchando, quizá por el interés común en ciertos temas o, mejor dicho, por el desinterés de los demás en los aburridos tópicos que animaban a ese intercambio sin descanso de anécdotas y de lecturas. El improvisado debate se extendió a pesar de la música y los muchos llamados a la reinserción social, hasta que la luz del sol se apagó y fue sustituida por las incandescencias eléctricas y hasta que se esfumaron las últimas porciones de ensalada y pizza, que formaban parte del avituallamiento para la ocasión.

Ahí seguíamos, en la anticuada costumbre de intercambiar frente a frente impresiones sobre asuntos varios. Con atención, con respeto, aprendiendo, ponderando y asimilando la información no conocida y el punto de vista no compartido y, a la vez, brindando un poco de la experiencia personal sobre los temas abordados, sin intentar convencernos mutuamente porque como bien lo dijo José Saramago: “El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.

Ahí estamos, haciendo una puesta en escena del galano arte de la conversación que, en estos tiempos tan vertiginosos, parece una de las costumbres más arcaicas inventadas por la civilización humana y que ha venido a ser desplazada por reels, stories, posts, hashtags, avatars y tuits. Hoy sólo quiero conversar. Tan simple como eso. Charlar de frente, sin máscaras o mascarillas o caretas, tan propias y necesarias para sobrevivir, literal y metafóricamente en esta época. Así estamos, expuestos a mostrar lo que somos, como somos, sin el artilugio de la tecnología que mucho ha sido utilizada para proyectar una realidad que no es la propia. Aquí y así, con toda la magia y potencia de la palabra que, en un acto como el que rememoro, sirve, como bien dijera Julio Cortázar, para poder darle “La vuelta al día en ochenta mundos” sin movernos siquiera un centímetro del lugar en donde lo hacemos. Para eso sirve una buena charla.

Hoy llego a ochenta, celebrando el arte de la conversación, acto fundacional de los muchos mundos que a diario visitamos y ahora extrañamos.

Las musas y el café de las primeras horas de la noche

 

2 de octubre de 2021

Bajo al estudio, pero antes de llegar a mi destino decido dar un rodeo hasta la cocina y hacer una escala temporal para prepararme una taza de café. No debería. Ya es tarde, dirían algunos, y podría provocarte insomnio. Otros más opinarían que esta hora de la tarde es más propicia para beber un té o una infusión que comience a relajar el cuerpo y reconfortar el espíritu, previo a la clausura de los días. El agua hierve y su bullicioso borboteo me dice que es momento de dejar las cavilaciones y concentrarme en el pulso de mi mano derecha, que últimamente se ha declarado en franca rebeldía, para que las dos cucharadas de café molido que necesito extraer de su frasco no pierdan el rumbo fijado por mi deseo, para que no se extravíen durante su traslado y su aromático contenido no caiga desordenadamente sobre la cubierta de la cocina, en lugar de vertirse sobre el termo-acuoso recipiente que previamente he preparado para recibirlo.

Me concentro. Sujeto fuerte y firme la cuchara, respiro pausadamente y comienzo, sigiloso y seguro, el primer movimiento de esta operación minuciosa, continúo el desplazamiento cuadro por cuadro hasta llegar a su destino. Segundo movimiento, la misma disposición y el mismo resultado. Siento un pequeño orgullo por mi logro. Sí, ya sé, es uno de esos orgullos cotidianos, breves, invisibles para el mundo, quizás mediocres, pero que hacen más placenteros los pequeños actos de la vida cotidiana. Sonrío y orgulloso y triunfal me dejo envolver por el aroma de mi café y su reconfortante promesa de beso cálido y vivificante.

Decido que un esfuerzo de la magnitud que he realizado bien merece una pequeña recompensa. Otra, de esas que también, tan bien, endulzan las horas. Sí. Me doy esa libertad y coloco en el plato blanco, sobre el que reposa mi humeante taza de café, una pequeña rosca de canela con azúcar, de esas que saben a nostalgia y repostería tradicional. Demasiado imprecisa esa descripción. Quizá sería más exacto decir que saben a niñez o, tal vez, a añeja tradición familiar que por un momento ha sido rescatada por la vieja, que no decadente, memoria olfativa y gustativa con la que últimamente hago frecuentes viajes hacia el pasado. Deposito mi valioso cargamento sobre la mesa dispuesta al costado izquierdo del sillón que desde hace años he elegido como mi atalaya de escritura y de lectura; a la izquierda porque, claro, ese es el lugar de mis latidos. No es coincidencia, pienso, y otra vez sonrío.

Cuidando en todo momento de no derramar ni una sola gota del elixir recién preparado, reviso la distancia desde el sillón hasta la mesa, verifico la coordinación ergonómica entre la taza y mi brazo, asiento satisfecho y doy por aprobada esa fase de los preparativos. Oteo el escritorio y nada de lo que está sobre su cubierta me interesa en este momento. Cambio la vista de dirección y hago un rápido inventario visual de los anaqueles de los dos libreros más próximos a mi punto de geolocalización actual y tras el rápido reconocimiento doy por concluida la segunda etapa previa a la lectura y escritura: ahí está la novela que me ha acompañado estos últimos días y también la computadora portátil que no he abierto desde ayer. Quisiera terminar la lectura pero sé que debo de cumplir primero con mi deber de redactar las líneas a las que me he comprometido con antelación.

Así, más resignado que convencido, enciendo el ordenador, y se me ilumina el rostro, no, no por la llegada de las ideas o las palabras necesarias para expresar correctamente lo que se me ha pedido, sino solo por el efecto físico del reflejo de la página vacía que me proyecta el procesador de texto, justo en el momento en el que la luna se asoma por el horizonte de mi ventana y yo, con paciente tranquilidad, doy pequeños sorbos a mi café, acompañado de diminutos mordiscos a la galleta que me remonta a mi infancia, en espera de que hoy las musas decidan darse una vuelta, una vez más, por este apartado código postal de esta húmeda ciudad que recibió a octubre con un cielo cayéndose a raudales.

A lo lejos, ruidos, sonidos, voces, ecos de eso que llaman vida, mientras yo, como bien lo dijo Fito Páez: “Yo escribo aquí en mi habitación/ Y el mundo arde allí afuera”. Un sorbo más a mi café, antes de que se enfríe. Y de pronto, benignas y generosas, las musas comienzan a dibujar palabras con el vapor del café que les ofrezco.

Dos preguntas paradas en el muelle de la noche

18 de septiembre de 2021

Llueve. No deja de llover. Para esta zona del país es una condición atípica, anormal. La ciudad, diseñada desde su fundación para otro tipo de clima, no se cansa de mostrar su molestia ante este temporal, anegando las calles y avenidas, haciendo de la circulación de autos y peatones una penosa peregrinación sin fe. Sin fe. O con cansancio o resignación, no lo sé. Muchos viandantes transitan sin fe estas últimas semanas en las que los extremos del abismo o de la esperanza, por momentos, parecen marcar un solo camino, sin oportunidad para otro tipo de emoción o sentimiento con el cual seguir sujetos al ciclo de rotación y traslación de esta parte del mundo en el que nos encontramos.

Mientras tanto, en duermevela, me veo -¿o me ven?- caminando sobre un muelle, dirigiéndome hacia un barco sin bandera, llevando conmigo una gran cantidad de maletas, cajas, baúles, de los que desconozco su contenido. El barco se mece, leva ancla y lentamente comienza a dirigirse al horizonte. No estoy en él. Solo mis maletas. Yo me veo -¿o me ven?- de pie sobre el muelle, siguiendo con la mirada la partida de la embarcación, mientras doy lentos sorbos a un raspado de grosella que no sé cómo apareció en mi mano. El raspado de grosella me refresca y me provoca alivio. Alivio, sí, eso es lo que he estado buscando.

No sé si pasan horas o solo minutos, pero yo sigo de pie frente a un muelle vacío. El horizonte cambia de vestuario, de la luminosidad del día, pasa a la formalidad de los colores nocturnos. El mar que antes era una enorme tinaja de agua azul y pequeñas crestas blancas de las olas, ahora es un extenso tapete oscuro salpicado por infinitos brillos de estrellas. Regreso sobre mis pasos. Sobre el muelle. Sobre el malecón. Sobre la plaza en donde se escucha a una danzonera.

Y de nuevo la lluvia. Estoy acostado. En silencio. Escuchando el ruido de las gotas contra el cristal de la ventana. ¿Y el barco? ¿Y el muelle? ¿Y el malecón? No escucho nada más que agua golpeando insistente contra la ventana. Sigo en silencio. Fijo mi atención en mi respiración. Trato de concentrarme en ella. Dicen que eso ayuda a conciliar nuevamente el sueño. Pero el ruido del agua no me permite este ejercicio de autocontención. Nuevamente me veo -¿o me ven?- caminando hacia una plaza, cruzando el malecón, llegando hasta la orilla del muelle, en donde ya no quedan más barcos que mirar zarpar.

Es casi la madrugada. No todo sigue igual. Sólo me veo a mí -¿o me ven?- observando el horizonte, mientras saboreo, con lentos sorbos,  un raspado de grosella que me provoca alivio. ¿Qué habrá de mí en esas maletas que partieron? ¿Quién soy ahora sin ese exceso de equipaje?

La lluvia es pertinaz y abrumadora pero un dulce sabor a grosella comienza a adquirir gusto a esperanza. Otro sorbo y más alivio. 

Uno, las cuentas y las supersticiones

 

14 de agosto de 2021

Nunca he sido supersticioso. Bueno, eso creo y he dicho siempre. Muestra de ello es que no me causa ninguna inquietud cruzarme con un gato negro en las calles, como tampoco caminar por debajo de una escalera, pasar el salero de mano a mano o, en su defecto, no me genera aprehensión tirar la sal sobre la mesa y tratar de corregir mi torpeza con algún ritual inmediato para reparar el daño irremediable que le haya provocado a mi desvencijado destino. No. Eso no me quita el sueño y reconozco que también han dejado de preocuparme los motivos y razones que condujeron a las personas que sí creen en la buena o en la mala suerte por medio de la interpretación de estos símbolos del azar cotidiano.

Ese escepticismo me ha permitido sobrellevar de manera sosegada mi andar por este mundo, el cual muchas veces me lo complico de manera autónoma, no por arcanos designios, sino por olvidos y omisiones de mi destartalada memoria y atención. Sin embargo, hay momentos en la vida en que hasta el más recalcitrante de los escépticos es sometido a duras pruebas sobre la firmeza de sus no creencias. Y hoy me ha tocado a mí.

En la rutina semanal de revisión de las necesidades y sueños adquiridos a través del poder adquisitivo potenciado (¿o exponenciado?) por medio de las tarjetas de crédito, la apacibilidad de mi tarde fue rota de manera contundente. En las optimistas cuentas mentales sobre el control de mis gastos, la bonhomía con la que me juzgo me hacía suponer una balanza financiera muy favorable a mis deseos, pero el número y el párrafo que tenía ante mis ojos me enviaban un mensaje totalmente contrario a mis ilusiones. Debía y mucho. ¿Cómo? No lo sé ¿Por qué? Tampoco había respuesta. Así que, con el vértigo de la adrenalina concentrándose en la boca de mi estómago, me vi obligado a instalar de manera expedita mi propia Unidad de Inteligencia Financiera para dar con el culpable de este desastre.

Seguro el neoliberal rapaz o el conservador rácano que coexisten en mí me llevaron a este momento de angustia existencial. Paso a paso fui rastreando el origen de esos recursos de dudosa procedencia, que me ponían en entredicho ante la prístina solidaridad y empatía de la institución bancaria que, amablemente, me advertía que de no ser recíproco con el cariño y atención que ellos me brindaban, penosamente se verían obligados a enviarme a las catatumbas del buró de crédito. Yo pasaba de un estado de cuenta a otro, tratando de encontrar el momento exacto en que había sido abducido a esta realidad paralela, aterradora, experimentando en carne propia lo que ya había leído en las abundantes crónicas de los sobrevivientes de estos naufragios. Sumaba y sumaba, donde las matemáticas sugerían que solo procedían restas.

Sin embargo, el puro instinto de sobrevivencia me mantuvo firme y sin descanso hasta encontrar un pequeño hueco en la matrix perfecta del sistema bancario como única vía de escape de ese mundo paralelo. Anotando los datos mínimos que puedo necesitar para mi posterior defensa ante el tribunal supremo de los deudores, reparo en la conjunción desafortunada de los elementos del mundo que pueden explicar la pesadilla que se desató esta tarde: es viernes y, no sólo eso, es el día 13 del mes y, dicen los que saben, y ahora entiendo que tienen razón, que es de mala suerte.

Yo no era supersticioso hasta hoy al mediodía. Ahora me queda claro que después de lo acontecido hace unos momentos, doy inicio de inmediato a mi formación propedéutica para comenzar a transitar este camino de iniciación hacia los misterios de la vida diaria. ¿Dónde será el mejor sitio para comenzar a tirar la sal? ¿Sobre el hombro izquierdo o sobre el derecho? ¿Con qué mano toco madera? ¿Cuántas veces? ¿Qué sortilegio, ritual o limpia es el mejor para los profanos?

En fin, encenderé una vela dorada que, dicen, atrae la buena suerte en asuntos financieros.

¿A quién miro cuando me miro en el espejo?

7 de agosto de 2021

Tengo una pigmentación anormal en la punta de la nariz. No lo sabía. No lo había notado. Hoy me lo hicieron saber y tuve que recurrir al espejo para mirar con detenimiento y dar por cierto el hallazgo. Sí, ahí está. Es evidente. Cuándo y porqué apareció es la nueva interrogante que sumo a la lista de temas que pasan por mi cabeza como banda sinfín que no logro pausar o detener al menos por un momento. Como si se tratara de una película en la que cada escena es la imagen precisa, pero inconexa, de las muchas ideas, recuerdos, preocupaciones, pendientes y afanes que en los últimos días ocupan mis horas de sueño y vigilia, así, una tras otra, sin tregua y sin guion, las imágenes de mis pensamientos se suceden y se agolpan, se traslapan, se superponen y compiten entre ellas por conquistar algo más que unos pocos segundos de mi atención.

Pienso en todo y en nada por más contradictorio que parezca. Y me veo de pie, frente al espejo observando, no sé si con más preocupación que extrañeza, si con más curiosidad que temor, sigo viendo esa mancha, intrigante, rara, en la punta de mi nariz mientras mentalmente comienzo a formular una lista de posibles causas y explicaciones de la presencia de dicha anormalidad y todo lo que se me ocurre parece conducir a que se trata de una marca o huella por el uso constante y prolongado del cubrebocas. Será eso porque en estas últimas semanas, en las que he tenido mayor actividad fuera de casa, he cubierto más y por más horas esa parte de mi rostro.

Observo y mientras me examino, la concentración, dispersa y juguetona como siempre, comienza por plantearse interrogantes etimológicas o médicas sobre la diferencia entre mancha o cicatriz, como si resolver ese misterio fuera de suma importancia para discernir y aceptar una simple observación del orden cotidiano que, no obstante, ha logrado romper la monotonía de mis días. Quizá es un escape momentáneo que busca la propia mente para no seguir anclada a los mismos tópicos y preocupaciones de los cuales no puede desprenderse desde hace más de 15 meses.

Sonrío ante lo absurda que resulta esta divagación y al mirarme sonreír en el reflejo que me muestra el espejo me siento extraño frente a mi propio gesto. No sé la razón de la extrañeza, quizá aún no he logrado dominar, a pesar de mi edad, el sofisticado mecanismo que regula la adecuada articulación entre gestos y sentimientos. Otra especulación que no viene al caso. La deshecho de inmediato y abandono por completo este ejercicio de autor reconocimiento que no tenía previsto como primera actividad para la mañana.

Me dirijo a la cocina, preparo la primera dosis de café y, ya en el estudio, dispuesto a comenzar a leer los titulares de los periódicos por internet, levanto la taza para dar el primer sorbo y es el preciso momento en el que vuelvo a mirar la pigmentación que tengo en la punta de la nariz. Por lo visto no hay modo alguno de restaurar la normalidad de esta mañana. Me dirijo de nuevo hacia el espejo, con la firme intención de saber de una vez por todas quién es ese que se esconde detrás de esa misteriosa mancha y si podré, aunque sea por un momento, pausar la película mental en la que mi gran desconcentración es la protagonista. 

Memorias de una tarde con chocolate, aire fresco y sirenas

 

31 de julio de 2021

Hubo un tiempo en el que era posible salir a andar la ciudad sin más propósito que el disfrute, sin más gozo que el de la algarabía familiar, sin más plan que el de caminar rodeado de cariño expresado en las miradas pícaras y las voces alegres de mis sobrinos. Un tiempo que no presagiaba ni encierros forzosos ni miedos ni sonrisas veladas por un cubrebocas. Un tiempo en el que la vida estaba más allá de las pantallas de la computadora o de los smartphones. Esta es la pequeña crónica:

Todo sucedió mientras esperábamos que llegaran a nuestra mesa las bebidas y postres ordenados hacia poco. Los convidados al debate, concentrados en una orilla de la mesa familiar, tratábamos de dar nuestros mejores argumentos, aportes y datos para resolver el tema que había surgido en la conversación:

-Oye, tío, ¿crees que existan las sirenas?

Entre perplejo y encantado, ante la expectante mirada de mis interrogadoras, únicamente supe responder que desde épocas muy antiguas ya existían referencias de estos seres maravillosos. Que se desconoce con precisión su registro vocal o el género musical de su encantador canto, al que las historias adjudican tantas desgracias y desamores, tantas aventuras y desventuras por las que han hecho pasar a los marineros de todas las costas del mundo. Que se especula que en Escocia, Irlanda o el País de Gales existen olvidados y viejos museos marítimos y navales, en donde hay restos óseos de seres del mar que podrían confirmar su existencia. No faltó la pregunta con enfoque de género:

-Tío, ¿por qué las sirenas encantan y confunden a los marineros y, en cambio, sucede lo contrario con los tritones y las mujeres?

Aventuré una respuesta basada en mis creencias particulares: quizá es porque las mujeres que viven cerca del mar son más fuertes e inteligentes que los marineros y no se enamoran tan fácilmente. Quizá es que los tritones no cantan tan bien, quizá es que toda mujer es un poco sirena y, por ello, inmunes a los hechizos. No hubo tiempo de continuar argumentando mi respuesta porque enseguida vinieron las referencias cinematográficas y, en un arranque de optimista cinefilia, yo propuse que nos documentaramos viendo aquélla vieja comedia estadounidense llamada Splash, protagonizada por Tom Hanks y Daryl Hanah. Ellas contraatacaron proponiendo la revisión de La Sirenita, en su versión animada de 1989 y que juntos nos propusiéramos ver la versión live action a estrenarse en el próximo 2020, dato que aprovechamos, de paso, para reafirmar lo absurdo de la polémica racista o de “pigmentocracia” que ha generado dicho proyecto fílmico. La entusiasta conversación sobre las sirenas siguió por diversos rumbos hasta que llegamos al tema de la música y justo cuando compartía mi gusto por la canción “La sirena” de Maná, del álbum Sueños líquidos, nuestras alegres divagaciones fueron interrumpidas por la suculenta llegada de nuestros alimentos y ante el aroma y la vista de los manjares, unánimemente declaramos una deliciosa pausa para darle paso al buen comer. Así, sin más, me dediqué a disfrutar de mi chocolate, de mi bolillo con nata, anclado en la suave transición de la tarde hacia la noche y navegando en el mar seguro del cariño de mi familia.

Creo que han transcurrido un poco más de dos años desde esa tarde de aire fresco y chocolate con sirenas. Ahora como entonces no sé si existen las sirenas. No sé si cantan y enamoran de la forma más sublime y hermosa que pueda existir. Entonces, como ahora, yo sólo sé que soy una persona muy feliz cuando comparto estos momentos y diálogos con mis sobrinas, cuando aprendo de ellas, con sus preguntas y sus temas complicados.

La itinerante vida de los libros usados

17 de julio de 2021


—¿Recuerdas cuándo fue la primera ocasión que visitaste una local de libros usados o de viejo?

—Mmmm… ¡No, no lo sé!

Esa fue la pregunta que detonó la reflexión que me acompañó toda la tarde y por más que busqué y rebusqué en los anaqueles de la memoria, la respuesta nunca varió. No puedo precisar el momento en el que comencé a ir a las librerías de viejo como una de las opciones para darle rienda suelta a mi curiosidad lectora del momento. Quizá para mí no era tan relevante que los libros fueran nuevos o usados, siempre y cuando se ajustaran a los temas, autores o épocas que me interesaban, quizá sólo era necesaria una mínima atención a su condición física: que el daño no fuera irreversible en términos de hongo, humedad, dobleces en las hojas, mutilación, es más, hasta los podía adquirir con los rastros de lectura del antiguo dueño, subrayados y notas al margen o al pie, siempre que no obstaculizaran la lectura y que el afanado deleite o la reflexión precisa de su lector anterior no hubieran desdibujado el renglón o la frase motivo de su interés. Estos eran los términos y condiciones que daba por sentado cuando buscaba y adquiría un título en un local de esa naturaleza.

A pesar de que solía escuchar las recomendaciones y sugerencias que los libreros me hacían cuando me veían buscar entre los estantes algo que me llamara la atención, reconozco que pocas veces las atendía, no por descortesía o pedantería, sino porque a pesar de que iba abierto a la aventura y a la sorpresa, la mayoría de las veces recurría a una breve y preestablecida lista de “pendientes”, o “necesidades” que intentaba cubrir a como diera lugar. No siempre tuve la suerte de hallar lo que internamente sabía que era lo que deseaba encontrar pero ello no significaba que, necesariamente, saliera con las manos vacías y puedo alegrarme de que en muchas ocasiones los libros que elegía, por alguna vaga referencia o por mera intuición y un volado, resultaban ser de mi deleite y agrado.

Mis visitas a los locales que ofrecen libros usados me han dado la oportunidad de conocer autores y obras que no forman parte del canon literario que la industria del libro o la cátedra académica sugieren como lo más pertinente y conveniente para una buena y “prestigiosa” vocación lectora. Y desde mi experiencia en el ejercicio de mi derecho como lector, he llegado a entender que esto no es algo que esté relacionado directamente con la calidad del autor o de lo dicho o escrito por él sino, la mayoría de las veces, es por razones ajenas al universo de la creación literaria, pero eso es tema para otra columna, por ahora sólo diré que casi siempre evito pasar por las mesas de novedades que las librerías ofrecen porque, sin que sea una máxima o un principio metodológico que yo pudiera sugerir, algo me dice que la mejor literatura no se encuentra ahí.

Y bueno, entre revisar mis libreros, tratar de darles orden, de elegir algunos volúmenes para dar en donación e interrumpir la tarea una y otra vez cada que mis ojos se encuentran y se pierden en la momentánea lectura de un libro puesto al alcance de mi mano y mi distracción, sigo buscando la respuesta a la pregunta que motivó estás líneas y no puedo dar con el dato. Será que a cambio la memoria prefiere obsequiarme, generosamente, imágenes y recuerdos dispersos de las variadas ocasiones en las que recorrí la mítica calle de Donceles, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, me estacioné en alguna de sus cuadras y me sumergí en más de una de la treintena de librerías que tienen a la venta la itinerante vida de los libros usados. No recuerdo cuándo fue la primera vez pero recupero intacta la emocionada sensación de extraviarme, toda una mañana o una tarde, entre los cientos y cientos de atiborrados anaqueles, sintiéndome por momentos como una especie de consumado bibliófilo, con muchos deseos por leer y descubrir, pero con pocos viáticos y presupuesto para realizarlo, pues la beca universitaria no era propia para grandes banquetes literarios, sino para apenas algunos frugales entremeses, que debían ser bien seleccionados entre ese enorme menú que tenía ante los ojos, para no sentirme tan desnutrido o anémico una vez que salía de ahí con un pequeño libro de bolsillo o, a veces, sin bocado alguno para después.

Así como no recuerdo cuándo fue que comencé a asistir a esos sitios, tampoco recupero con precisión cómo fue que imperceptiblemente me fui alejando de ellos. De manera personal puedo aceptar una variación en mis gustos lectores y una menor disposición a la espontaneidad o sorpresa de lo que me puedo encontrar ahí y, también, cierta transformación en mi relación con el libro, no como signo de lo cultural, sino como objeto y las dificultades que implica su preservación. Eso me ha llevado a comenzar un lento, pero necesario, proceso de desapego de algunos títulos y autores que he decidido dar en adopción para que encuentren y nutran a otros individuos que gusten de la noble y leal vocación de ser lectores de oficio sin más beneficio que el placer, lectores nuevos para mis libros viejos que en las letras de otros siguen encontrando maneras diferentes para comprender el mundo.

Termino esta columna sin respuesta para la pregunta inicial y no sé si alguna vez lo recuerde. ¿Acaso importa? Hoy fui a una librería de viejo, intercambié 60 libros con visa y pasaporte para salir de mis libreros y encontrar nuevos horizontes, otros ojos y, ¿por qué no?, mejores rutas para su itinerante vida y a cambio elegí dos pequeños libros, de menos de cien hojas y, créanme o no, siento que he hecho uno de los mejores trueques de mi vida, porque como ya lo dijo Virginia Woolf, “los libros de segunda mano son libros salvajes, libros sin hogar (…) poseen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de la biblioteca”. Mientras tanto sigue el reacomodo infinito de los libreros personales en la utopía de que algún día tendrán orden y acomodo definitivo. Utopía al fin y al cabo.