miércoles, 20 de julio de 2022

Donde habita el olvido

 

30 de octubre de 2021


Y la vida siguió
Como siguen las cosas que no tienen mucho sentido
Una vez me contó
Un amigo común, que la vio
Donde habita el olvido

Joaquín Sabina

Viernes. 5 am. Me sorprende la anticipación con la que despierto. Me mantengo quieto, procurando no hacer ruido. Al despertador todavía le queda una hora y veinte minutos de sueño. Mi primer impulso es tomar el celular o la tableta para escuchar música, mientras al reloj le llega su hora de levantarse pero, de inmediato, recuerdo que he perdido los audífonos. Ésta ha sido una semana de pérdidas. El lunes extravié mis lentes, me di cuenta justo antes de un evento en el que debía leer un texto que había preparado para la ocasión. No entré en pánico. La repetida costumbre del olvido me ha hecho una persona precavida, al menos en el tema de los lentes. Tengo unos en el buró de la recámara, otros sobre la mesa del estudio, unos más en alguno de los cajones del escritorio de mi oficina y, por si acaso, un par de reserva en el cajón más enano de uno de mis libreros. Así he ido consumiendo la semana: otro día y una ausencia más.

El martes me di cuenta de que en algún punto del planeta se había quedado el adaptador que requiere mi celular para poder escuchar música. Por un momento me dejé llevar por la falsa ilusión de que sabía el probable paradero de este dispositivo. Una investigación exprés sobre el asunto y di por concluido el caso. No tenía ni la más remota idea por dónde comenzar a buscar. Miércoles: una resta más, por paradójica que parezca la expresión. Debía conectarme a una videosesión de trabajo. Me consolaba saber que no requería del adaptador, que un día antes había decidido salirse de mi vida, para conectar los audífonos a la computadora. Meto la mano al bolsillo de mi chaleco y no los encuentro. Sospecho que los pude dejar en mi mochila. Me levanto, la busco, abro el cierre y hurgo sus entrañas. No están los audífonos. ¿Dónde los pude haber dejado? No hay tiempo para comenzar a especular sobre la probable escena del crimen o del despiste. La reunión había comenzado y, sin más remedio, tuve que  escuchar y ser escuchado en altavoz en ausencia de este aparato que me brinda un poco más de privacidad en la información que comparto y me compartían.

Estoy preocupado y mucho. Me explico un poco. No es el valor material de las cosas que he extraviado lo que me incomoda, sin que eso signifique que mi economía personal no se vea afectada por estos pequeños olvidos sino, más bien, es la frecuencia con la que suceden lo que me está comenzando a generar ese malestar. En esas estoy cuando de pronto viene a mi memoria un dicho que tampoco sé dónde, ni cómo fue que lo leí o lo escuché: “¡Hay más días que longanizas!” No estoy seguro de que venga al caso o al hábito recurrente sobre el que estoy dilucidando, pero juego con el sentido y me divierte pensar en las muchas formas en que puede interpretarse esa expresión. Y justo es en este divertimento en el que, para mi desgracia, me percato que también he extraviado el tema que hoy les quería compartir. Ni hablar, hay días así, sin mucho sentido, pero siempre queda el consuelo de esperar a que el reloj siga su curso y el calendario agote sus hojas. Lo reconozco: Yo soy ese que vive donde habita el olvido.

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