miércoles, 20 de julio de 2022

Uno, los trinos y las escaleras

6 de noviembre de 2021

No, nada es igual. Nada. O a lo mejor yo ya no soy el mismo. Salgo de mi cueva, me asomo al mundo por un rato y regreso de inmediato a mi guarida. No me adapto, no me hallo cómodo. La normalidad ya no es la norma para mí. ¿Acaso habrán expirado mis pocas habilidades para la socialización durante el periodo de confinamiento? Yo que había dejado los puentes tendidos para la comunicación por medio de la magia digital, al final, terminé agotado de ellos. Y ahora que he vuelto al mundo de lo presencial, resulta que la mayor carga de la actividad profesional sigue siendo por medio de la virtualidad: sólo cambié de silla y de escritorio para seguir sujeto a la posmodernidad.

Lo bueno de este retorno ha sido de nuevo el encuentro con los amigos y con los compañeros, con la salvedad de la distancia y aditamentos con la que aún debemos de seguir cuidando la salud de todos, volver a vernos de frente es una breve pero vital compensación, algo así como una recompensa. He tenido que aprender de manera acelerada a interpretar las sonrisas, los gestos y los estados de ánimos detrás del manto de los cubrebocas. Ahora me fijo más en los otros indicadores de la kinesia emocional, antiguamente reducidos a la lectura del rostro: el movimiento de las cejas, el brillo de los ojos, la forma de mover los brazos, la postura del interlocutor, el tono de voz y el entusiasmo con el que dice las cosas, son los nuevos datos que debo reconocer en un rápido escaneo personal para saber qué hay más allá de lo que dicen las frases y las palabras filtradas por los distintos materiales de los que están hechas las mascarillas que nos cubren media cara y con las que decimos, o nos dicen, que estamos más seguros.

Y mientras intento concentrarme en ello, me pierdo en el gusto por el reencuentro, aún con todas sus limitantes. En estas semanas me ha quedado claro que el asunto de los saludos, ya sea de manos y, qué decir de los de beso en la mejilla para las personas de mayor confianza y afecto, habrán de reconfigurarse para que la urbanidad y efusividad no pierdan el sentido de mantener la cordialidad y la amistad entre las personas pero, eso sí, con su debida cuota de asepsia. Que los virus, conocidos y por conocer, infectan a los cuerpos es la lección que todos estamos aprendiendo pero hay que procurar que la antisepsia recomendada, no termine por enfermar a las amistades y empatías que siguen de pie junto a nosotros. Dicen que es un regreso escalonado. Y yo inmediatamente lo asocio al Cronopio Mayor, Julio Cortazar, que en su texto “Instrucciones para subir una escalera” nos da cuenta de un proceso que ya no tiene vuelta atrás, pues como bien dice: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”.

E inevitablemente vuelvo al punto en que no me siento cómodo. ¿Será que estoy avanzando en dirección errónea la escalera que me corresponde? El asunto está en que me debato entre adaptarme a la nueva normalidad, que ya no resulta en nada normal para mí y la constante contradicción que ahora, otra vez, me ordena que regresar a casa para, desde ahí, continuar con mi labor profesional. Ya no entiendo. ¿O yo voy mal en la escalera o la escalera está mal puesta desde un principio? Acato la indicación y de camino a casa, mientras resuelvo este acertijo con muchos trinos en la cabeza, vienen a mí las estrofas de Silvio Rodríguez:

Iba silbando mi trino
por una calle cualquiera
cuando a un lado del camino
me encontré con la escalera.
Era una escala sencilla
de rústico enmaderado
desde la calle amarilla
hasta el rojo de un tejado.
¿Qué se verá desde el techo?
dijo la voz de un extraño
y sin meditar el trecho
le puse afán al peldaño.

De momento, parece que no hay más camino que ir enfrentando, escalón a escalón, este regreso a la normalidad nueva y caótica, que lo mismo nos invita a mirarnos fugazmente de frente, que a volver a sonreírnos detrás de un monitor. No, nada es lo mismo.

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