sábado, 5 de junio de 2021

Apuntes para una crónica de andanzas burocráticas


20 de marzo de 2021

Este apunte, de antigua data, lo escribí como constancia de lo que parece ser un tradicional y clásico ritual ciudadano en peligro de extinción. En esta era de la virtualidad, donde casi todo trámite se puede y debe hacer por internet, ya sea por razones de ahorro en personal, eficiencia administrativa o por contingencia sanitaria, me resulta paradojico que ahora que lo recupero, también forma parte de los hábitos o ritos urbanos que, con tanto confinamiento, incluso se llegan a extrañar. La pandemia y el distanciamiento obligado nos fuerza a convivir con las ausencias, incluída la burocracia presencial, así que para recordar aquellos tiempos de trámites tediosos y largas filas, les comparto uno de mis rituales de iniciación en los misterios del trámite burocrático.

Las rudas del Infonavit

Todo iba bien, miré el reloj y era casi la hora de salida. Un rápido cálculo mental me dió la certeza: podía pasar a tiempo por las escrituras de mi casa. Cuál flemático inglés, había salido todo a medir de cronómetro. Pero los días buenos no siempre se dan todos en racimo y mucho menos duran el día completo. Así, consciente de la posibilidad de encontrar pequeños inconvenientes que mancharan la blancura de mi optimismo, me presenté en las flamantes oficinas de ese mounstro burocrático que se llama Infonavit, del cual, hasta la fecha, desconozco el significado exacto de sus siglas, y, si lo pienso bien, tampoco me interesa.

La 1:10 y ya estaba frente al mostrador que diligentemente me habían señalado como la única aduana entre mis escrituras y yo. Restaban 20 minutos para que cerrara el ciclo horario estipulado como el de atención al público. Transcurrieron lentos 15 minutos de espera y zozobra con mi estúpida humanidad detrás del mueble de madera. Me preguntaba, entre enojado y sorprendido, cómo era posible que pasaran inadvertidos mis 90 kilos ante los ojos de hastío y sueño de dos, todavía simpáticas, damas que volteaban a mirarme de reojo a menos de 1 m. de distancia. Armado de valor crucé la puerta que advertía que ahí sólo podía entrar personal autorizado y sin más miramientos me lancé contra la primera de las mujeres que me habían “observado-ignorado”. Le indiqué que venía a recoger el documento que me hacía contribuyente del impuestro predial. Y sin tono ni acento particular me pidió que fuera paciente, que me atenderían, pero que tenían mucho trabajo por delante. Así que habiendo perdido la primera caída, regresé a mi esquina en el ring de madera que ahora nos separaba. Lo de la carga de trabajo no lo entendí muy bien pero si se refería a la charla con el conserje en la que solicitaban que les pusieran “del aromatizante que sí olía bonito”, o del serio análisis que hicieron con el Licenciado Mengano sobre la comodidad de sus nuevas botas (obviamente adquiridas a una de ellas, ya que deduje que en sus ratos libres ofertaba lindo y ortopédico calzado quíen sabe si a buen precio pero, seguro, en cómodos pagos quincenales), pues sí que estaban bien ocupadas.

¡La 1:40! El enojo se transmutaba en temor. Me estaba excediendo 10 minutos más del sagrado tiempo estipulado para que ellas lidiaran con tipos como yo, que de lo único de lo que nos podían acusar era de haber ido a solicitar un servicio/documento que ellas nos deberían de proporcionar. Pero cambiaron de táctica, creyeron que me podían derrotar en dos al hilo y, por fortuna, no fue así… o eso era lo que yo creía. Me busqué en una lista, no quité mi dedo de la línea en la que con todas sus letras aparecía mi nombre y en la que debía firmar como acuse de recibo. Entregada mi identificación oficial se perdió en el laberinto DM Steele de la oficina. Veinte minutos más y la segunda de las rudas me indica que no aparece mi documentación, que por mi culpa tendrá que subir a preguntarle a Juan Mengano si por error se la llevó a fotocopiar, que si le daba el nombre de mi esposa porque quizá aparezcan a su nombre, que si usted es soltero entonces deben estar a su nombre, que si en el alfabeto se encuentra antes la P de Palomares o la M de Morales, ¿o será que lleva H intermedia?, que mire qué distracción de la secretaria nueva, que la puso donde no debía, que siempre era así con los novatos, que por eso luego a ellas les reclaman, que eso no es justo, que qué bueno que había personas pacientes y comprensivas como yo (¡ajá!), que fírmele aquí, que no las vaya a maltratar porque son las originales y no hay repuesto, que le vaya bien, que tenga un buen día. Ahora me doy cuenta que la llave con la que me vencieron fue su verborrea adormecedora, más letal que una desnucadora inversa.

Como buen perdedor, me agrandé ante la adversidad, retomé mi aire tranquilo, sonreí y resignadamente, pero no convencido, también les deseé que siguieran teniendo un buen día. El bando de los rudos, dos, el bando técnico, una. Las rudas del Infonavit ya podían estar felices y seguir vendiendo botas y pidiendo limpiadores de olor más bonito.

Al salir, el día se había nublado. Las escrituras en mi mano parecieron, de pronto, un premio de consolación de agridulce gusto.

De libretas, música y viajes



13 de marzo de 2021

Comienzo con una confesión no solicitada: tengo muchas libretas. ¿Qué tiene de especial esa declaración? Que sin tener método o sistema, desde hace más de dos décadas, muchas veces registro apuntes sobre lo que veo, leo o escucho. Así, en estas libretas he ido reuniendo una especie de miscelánea sobre la vida. Conviven y coexisten, en la misma condición de jerarquía e importancia, citas sobre lo leído, letras de canciones que continúan instruyendo mi educación sentimental y pequeñas notas de viaje que son constancia íntima de las ocasiones que la oportunidad me permite salir de mis espacios habituales.

Ahora que reviso una de esas libretas en busca de algún material para mi colaboración semanal, encuentro una especie de regularidad en esos apuntes, una suerte de ritual antes inadvertido: cada vez que levanto el apunte sobre un viaje, casi siempre aparece una referencia musical; quizá sea porque tanto con la música, como con los viajes a mí me ocurre una experiencia irrepetible y como lo dijo Fernando Pessoa en su libro del desasosiego: “Los viajes son los viajeros. Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Y quizá sea cierto. Yo cuando escucho música, viajo, y cuando viajo, procuro escuchar música. Ambas actividades forman parte de un mismo ritual. Les comparto un par de esos apuntes geográfico-musicales.

I

Los casi 13 kilómetros entre el hotel y la sede del curso eran la repetición continua de un paisaje casi uniforme. Una ciudad, trabajosamente vista desde el interior del ensardinado metrobús y que, además, se escondía detrás de la múltiple publicidad que la inunda. En el trayecto recorrido a diario el cartel que se repetía sin cesar era el de la próxima presentación de Dani Martin en el Plaza Condesa. Sin ser un gran conocedor de la trayectoria del artista, entre las 21 estaciones de mi origen y destino, daba tiempo suficiente para recodar algunas estrofas de sus canciones. Pero no fue sino hasta el último día de mi estancia en la gran metrópoli, despedida de por medio, que hasta entonces entendí, que el soundtrack sugerido para mí, era justo una canción del cantante español. Con el cansancio acumulado de los días, las emociones que creía dominadas, comenzaron a recordarme, que en cierto sentido, esta ciudad sigue siendo un sutil dolor para mí. Ajustando mochila e impermeable, volví sobre los pasos y de vuelta a la realidad. Mientras, en el Ipod, Dani Martin me recordaba que a veces es necesario partir de cero. Solo a veces…

Ciudad de México, Junio de 2017

II

La quietud de la ciudad invitaba a disminuir el ritmo de los desplazamientos y las excursiones. El viento frío de la sierra de Castilla y León resultaba cómodo para los abulenses, quienes lo soportan en camisa y blusas de manga corta, pero no para los visitantes, que debimos salir protegidos por lo menos con un suéter o una chamarra ligera. Siendo casi mediodía, se impuso el almuerzo acostumbrado. Así que buscamos acomodo y refugio en el bar del Palacio de Sofraga, uno de los tantos espacios medievales que han sido acondicionados para las necesidades de los paseantes modernos. Bocatines, pinchos y otras tapas llenaron la mesa. La conversación fluía, pero en cosa de segundos mi atención se ubicó en otro sitio: al fondo de la bodega las notas de una canción y una cantante, que identifiqué inmediatamente por su voz, hicieron que centrara toda mi atención en la pantalla del televisor. Así, me encontré con Rosana y su más reciente producción discográfica, que a pesar de tener casi un año de haber sido publicada, no tenía el delicioso placer de conocerla. Concluido el video, mi atención se enganchó de nuevo al lugar, a las personas y a la conversación abandonada unos minutos antes. En el fondo de mi pecho se incubaba un cálido sentimiento de alegría, como cuando uno se encuentra por casualidad con un amigo en algún punto de este planeta. Así fue con Rosana y su canción.

Ávila, España. Septiembre de 2017

***

Mis libretas son, entre otras cosas, las bitácoras donde caben la brújula de mis pasos, el color de los recuerdos, el aroma de mis lecturas y un pentagrama del soundtrack que acompaña a mis latidos.

Como esperando abril


6 de marzo de 2021

Es marzo y mi tránsito por sus días va lento, como si de la mano del tercer mes del año se prendieran, para no extraviarse, las horas y las memorias que amueblan la vida cotidiana; avanzo y noto que mi capacidad para observar las ausencias se ha agudizado. ¿Se notan más o son más? Quizá ambas cosas son una posibilidad indivisible. Cómo sea, advierto que a mi rompecabezas de lo cotidiano comienza a faltarle cada vez más piezas para intentar resolverlo con la ilusión de que algún día podré, nuevamente, completar la tarea. Lo dudo. Lo sé.

Ahora que hacen tanta falta las certezas, estoy seguro de que los rompecabezas incompletos son una de las pocas verdades inobjetables de estos días. Al mismo tiempo que reconozco esa perfeccionada habilidad de la observación, también sé que internamente he desarrollado una silenciosa estrategia de contención de las emociones (hay que abrir la sombrilla y guarecerse de las inclemencias). En la medida de lo posible evito preguntar o especular la razón de dichas ausencias. En la mayoría de los casos anticipo saber la respuesta, no por poseer un arcano arte adivinatorio, sino por el argumento contundente y lapidario de la probabilidad.

El jueves pasado lo volví a confirmar: ante la ausencia de una de mis figuras de abastecimiento en el mercado me topé de frente con la respuesta que ya sabía yo desde antes. No supe qué decir. Tomé mi bolsa con prisa y espeté alguna frase hecha para tal situación y me retiré como avergonzado por mi imprudencia, por mi atrevida insensatez de preguntar lo que en estos días ya se sabe, por mi pequeña y frágil porción de ingenua esperanza. Fallé de nuevo en mi propósito de autocontención. Quizá deba aceptar, y reconocer, que solo he llegado a marzo como esperando abril, para que, como en la canción de Silvio Rodríguez, el tiempo vuele y la vida allá afuera vuelva a ser un jardín:

Mucho más
allá de mi ventana
mi esperanza jugaba
a una flor,
a un jardín,
como esperando abri
l.

La ciudad, la poesía y los callejones de la memoria


20 de febrero de 2021

Cuenta la leyenda que la primera ocasión que me extravié en esta ciudad fue a la edad de tres años. El testimonio de mi madre afirma que estando yo parado junto a ella, a mi padre y a mi hermana, dentro de un local de jugos llamado Pedrito, en un acto de ilusionismo involuntario, en cosa de segundos, mi cuerpo había dejado de ocupar ese espacio reservado para mí. A pesar de que varias veces me han repetido los detalles de ese evento, por alguna extraña razón no han quedado fijos en el cajón de mis recuerdos infantiles. La segunda vez que me perdí por las calles de esta ciudad fue dos años después de la anterior. En esa ocasión, en la que ya contaba con cinco años de edad, acompañaba a mi familia a un evento deportivo en las instalaciones de la antigua Casa de la Juventud, ahora pomposamente llamada Comisión Estatal de Cultura Física y del Deporte (CECUFID), ya que mi padre era entrenador de atletismo y profesor de educación física y, por ello, frecuentemente acudíamos a las competencias en la que sus atletas participaban y que, en muchas de las ocasiones, él mismo organizaba; así que ir a estos espacios deportivos fue parte de nuestra dinámica familiar por mucho tiempo. En esa ocasión, mientras se desarrollaban algunas de las competencias, de repente me vi enfrentado por primera vez en mi vida al sentimiento de la soledad más extrema (recuerden que de la primera vez no tengo memoria) ya que por un momento, que a mí me pareció eterno, no logré ubicar con la vista a ningún integrante de mi clan familiar y ante la creciente angustia que me subía por el pecho y que luego se salía de mi cuerpo en forma de copiosas lágrimas, no tuve otra reacción que dirigirme al estacionamiento de esas instalaciones deportivas en mi frenética búsqueda y ahí estuve, solo, angustiado y con miedo, hasta que un par de buenas samaritanas tuvieron a bien detenerme y preguntarme por el motivo de mi desgarrador llanto;  y en una entrecortada narración les compartí el drama del inusual abandono familiar por el que estaba transitando. Ellas me pidieron que me tranquilizara, me dijeron que me ayudarían a reencontrarme con mi familia y en un notable ejercicio de imprecisas referencias espaciales mías y de una buena deducción geográfica de ellas pudimos llegar a mi casa, no distante a más de cinco cuadras de donde había ocurrido el incidente. El transcurso de ese sitio hasta mi hogar, viaje que hicimos en un auto Renault 8, sí, de esos cuadraditos como de juguete, a mí me pareció un viaje intercontinental, casi tan largo como el emprendido por Magallanes y Elcano siglos antes de mi peligrosa expedición. Claro que la misma proporción de sorpresa y alegría con la que fui recibido fue aplicada en el castigo y regaño que me aplicaron por ser tan distraído en mis incursiones al mundo, más allá de la seguridad de las paredes de mi hogar y la protección de la familia.

Una vez asumida y aprendida, según yo, la responsabilidad de ser más atento y alerta de los detalles para no volver a desorientarme y poner en predicamentos a mis padres, la vida me daría una nueva oportunidad para no cometer los mismos errores, pero muy a pesar de los esfuerzos de mis parientes y de mis maestros para aguzar mis sentidos y habilidades de referencia y los exhortos de mantenerme siempre alerta, dos años después nuevamente me volví a perder por los laberintos de esta ciudad. En esta tercera ocasión, a mis siete años de existencia, ya era todo un experto en despistes y extravíos. Esa vez ocurrió en las instalaciones del complejo deportivo del estadio Venustiano Carranza. Mi padre finalizaba el entrenamiento de esa tarde y yo me adelanté a la salida en donde abordaríamos el transporte que nos llevaría de regreso a casa. Y ahí fue el nuevo desaguisado: entre que me distraje comprando un raspado de hielo con jarabe sabor tamarindo y la poca luz del sol que había por el ocaso de la tarde, en el momento en el que dirigí la mirada al punto donde yo suponía vendría mi papá con sus atletas y sus compañeros de trabajo simplemente no observé a nadie, así que supuse que mi padre había abordado el taxi y se había olvidado de mí. ¡Caramba! ¿Cómo fue posible que eso ocurriera? Así, con la convicción de que ahora el despiste era paterno, salí de ahí corriendo, por la acera de enfrente, la que está junto al cuartel de la XXI Zona Militar, en un intento de ubicar un taxi que no había visto, en donde yo suponía que iba mi padre, sin lograr mi cometido. Al llegar a la avenida Acueducto, jadeante, con el corazón saliéndose de mi pecho y boca y en la mano un tristísimo y agitado raspado de tamarindo, tuve que decidir qué hacer ante la inminente llegada de las sombras de la noche y el reconocimiento de que no tenía dinero para regresar en transporte público hasta mi casa. Así que emprendí otro largo viaje, con la única referencia de que debía de caminar toda la avenida Acueducto, pasar por la Fuente de las Tarascas, seguir por la avenida Madero, pasando de largo por sus muchos templos, incluida la Catedral, seguir avanzando y llegar hasta el cruce con la calle de Cuautla para bajar dos cuadras al sur y llegar nuevamente al centro de referencia de mi mapa familiar. Mientras hacía esta nueva circunnavegación citadina pensaba en los argumentos con los que le reclamaría a mi padre su descuido y las formas en que tendría que compensarme para sacarme de mi enojo e indignación. Lo cierto es que esta actitud de ofendido siempre fue menor frente a la sensación de mariposas en el estómago y del vacío en el pecho, por emprender de manera imprevista una nueva aventura por las calles de Morelia. Hablar de los detalles del recibimiento, que no fue como yo lo esperaba, y de la reprimenda y castigo de los que fui merecedor por mi falta de atención y mi consumada distracción, quedarán pendientes para una posterior colaboración, al igual que otros despistes míos que padecieron mis padres en otras ciudades que también conocieron y arroparon mis extravíos. Eso sí, con la advertencia de que al igual que en las calles de mi ciudad, también me suelo extraviar frecuentemente en los callejones de mi memoria. Este viaje compartido con ustedes bien se puede resumir con dos líneas de un poema de Vicente Quirarte, llamado “Ciudades”:

Camina esta ciudad que te ha hecho suyo.
Que te fatigue el cuerpo y te llene de tinta el corazón.

Después de todo, pienso mientras recuerdo y escribo, ¿qué niño no se ha perdido alguna vez?, ¿qué hombre no se sigue extraviando entre los callejones de su memoria, las esquinas de la poesía y las anchas y largas avenidas de la vida cotidiana? Viandantes somos y en los caminos de cualquier ciudad nos encontramos.

Crónica de un instante en el que no sucede nada


13 de febrero de 2021

Febrero se acordó de su vocación invernal y convocó al frío de las madrugadas y al viento de las tardes que nos despeina el alma, así que éstos salieron del armario estacional al que se habían adelantado con algunas semanas de antelación y así, casi sorpresivamente, comenzaron a hacerse notar en estos días de tiempo congelado. Yo apenas y me había percatado del cambio de año, pues tenía pocos días que había quitado del muro el calendario anterior por el del 2021 y llegó febrero friolento a decir “aquí estoy”.

 ¿Existió el 2020? o ¿sólo lo soñamos? ¿Seguimos inmersos en esta especie de coma social inducido del cual no sabemos cómo ni cuándo habremos de despertar? No lo sé, no tengo respuestas. No al menos en esta tarde y en este momento en el que intento resolver el dilema de cómo cubrir mis manos del frío que atrapé con ellas hace unos minutos. La verdad es que yo quería alcanzar las nubes blancas y grises que volaban de prisa sobre la terraza de la casa, así que me paré de puntas sobre mis pies, estiré lo más largo que pude mi tronco y elevé al máximo mis brazos, pero lo único que capturé fueron pequeñas partículas de nieve que no dejé llegar a las montañas en las que estaban programadas para posarse y extinguirse en ellas, o ¿perpetuarse? Quién lo sabe.

Siento el frío hasta las falanges. Es febrero, me repito, para asegurarme que sigo sujeto al tiempo de estos días. Pronto llegará marzo. El invierno dará paso a la primavera. Para nosotros quizá cambie todo, o lo más probable, es que quizá no cambie nada. Quizá marzo traiga escondida otra tarde de fríos vientos dispuesta a despeinarnos el alma en estos tiempos en los que parece que, a pesar de todo lo que ocurre, no pasa nada.

Los virus, las vacunas y las razones del silencio


6 de febrero de 2021

Hace muchos meses que no sintonizo la conferencia diaria sobre la evolución de la pandemia en México. Dejé de seguirla no por razones políticas, mucho menos científicas, solo fue una medida más para preservar cierta tranquilidad mental y emocional en estos tiempos tan agitados. Sin embargo, contra las dudas, procuro consultar las informaciones resumidas y concentradas a manera de infografías o de gráficas que los organismos científicos ponen a la disposición de la población que puede acceder a ellas. Me informo consciente de todas las limitaciones que puedo tener para comprender de una mejor manera los datos consignados.

De vez en cuando sintonizo programas de divulgación científica, preferentemente en Youtube, que intentan hacer accesible toda esa especialización del conocimiento, con el propósito de conocer la opinión de expertos en los temas y tratar de no perderme en el enjambre de posturas conspiracionistas, mitos inmunológicos y pócimas mágicas que abundan en las redes sociales. Esta actitud de sano escepticismo me ha valido el reclamo y el reproche de algunos de mis conocidos y contactos que, extrañados por mi silencio en esos debates, me acusan de una arrogante indiferencia ante los temas candentes de la vida pública y que ahora, bajo el creciente contagio de los tiempos electorales, han venido a enfermar aún más a ciertos sectores de la población totalmente polarizados y enfrentados por sus posicionamientos políticos o por intereses económicos afectados, reduciéndose al mínimo las posibilidades de diálogo para construir alternativas colectivas de solución y no seguir responsabilizando al otro de lo que nosotros tampoco hemos hecho para que las cosas no estén tan peor.

Estamos siendo testigos del fin de las ideologías, como bien lo dijera Giovanni Sartori en su texto “La democracia en 30 lecciones”; declararse de derecha o de izquierda en el contexto político actual, poco o nada dice de los actores políticos en pugna, unos en el ejercicio del poder, los otros, como el contrapeso que debieran ser. Señala Sartori que “en sus intenciones de fondo y en su autenticidad, la izquierda es altruismo, es hacer el bien a los demás, mientras que la derecha es egoísmo, es atender al bien de uno mismo”. La realidad, o la parte de la realidad que los medios nos muestran, no hace nada fácil poder hacer esa distinción de los unos y de los otros. Y finalmente, cuando en el horizonte parece haber una posibilidad de solución con las vacunas, o por lo menos controlar un poco esta pandemia, en la que todos hemos perdido a alguien, en la que a todos nos ha costado algo, en la que todos hemos sacrificado algo, resultan sorprendentes los contraargumentos con los que se pretende desacreditar este logro extraordinario de la ciencia.

No doy ejemplos, todos sabemos de algunos, para no seguirlos replicando y seguir perpetuando su viralidad. En fin, yo no quería escribir de pandemia, de política, o de vacunas, pero a propósito de este último tema, cuando hay todavía mucha incertidumbre sobre la llegada de las mismas, sobre la logística del programa de vacunación y las evidentes fallas de la plataforma digital para registrarse, no puedo evitar recordar aquel refrán que decían los abuelos: “Todavía no tenemos la vaca y ya nos andamos peleando por la leche”. ¿A poco no? Yo por eso sigo recargado en el quicio de mi ventana, mirando al mundo y guardando silencio.

Las ausencias y los pasos matinales


30 de enero de 2021

Me han dicho que caminar es bueno para mi salud y fuente de tranquilidad para la mascota con la que me acompaño. La verdad es que no sé quién pasea a quién, pero ese es otro asunto. Después de varios meses decidí regresar a una de las rutas que acostumbraba recorrer en mis diarias caminatas y me dirigí hacia la Calzada Juárez, con el ánimo y el deseo de recuperar los pasos confinados.

Siempre que realizo ese paseo aprovecho para hacer mi personalísimo inventario de los animales que se pueden observar desde la malla externa del Zoológico “Benito Juárez”. Como la repetición forma hábito o hace costumbre, la presencia constante de algunas personas también son parte de ese recuento que realizo todas las mañanas para asegurarme que formo parte de ese paisaje de cotidianidad.

Y hoy, con sorpresa, debo registrar que no estaba el predicador matutino, ese que a tempranas horas colocaba su mampara, acomodaba sus folletos y se protegía del frío ajustando su sombrero, abotonando su elegante gabardina hasta el cuello, el cual también envolvía con una gruesa bufanda y como regulador térmico en los pies, calzaba unos huaraches de cuero cruzado, muy propios de los que se utilizan en Tierra Caliente. Además de la indumentaria, de sus folletos y de su biblia, se hacía acompañar del vaso más grande de café que venden en esa tienda de conveniencia en la que casi nunca abren la segunda caja y, entre sorbo y sorbo, prodigaba saludos y sonrisas a todo aquel corredor, caminante o paseante que estuviera cerca de ese espacio portátil para la fe y la espiritualidad.

Pocas veces logré ver que su empeño pudiera vencer el escepticismo o indiferencia de quienes andábamos por ahí pero su saludo, sin duda, era un referente ineludible para ese rumbo y a esa hora en la ciudad. Seguí avanzando sobre la acera, casi como contando también las plantas y las jardineras y cerca de la reja en donde uno puede observar a las llamas y a las alpacas, también extrañé no encontrarme con la señora del departamento de limpia, que todas las mañanas se ufanaba en hacer bien su trabajo, removiendo las hojas y el polvo de las banquetas con una larga hoja de palma, con más energía que eficacia, elevando una nube arenosa que obligaba, desde antes del uso normalizado del cubrebocas, a ajustarse la bandana, colocarse la mano sobre la boca o cambiarse de acera, para evitar inhalar alguna partícula perjudicial.

También eché de menos al corredor que siempre iba acompañado de sus dos perros: un husky siberiano y un xoloscuintle, ¡vaya combinación!, y que ante la impetuosidad y curiosidad de las mascotas, la propia y las de él, siempre cambiábamos de banqueta sin detener el paso, y levantábamos al mismo tiempo un brazo a manera de apresurado saludo, rápido y breve pero cargado de energía y de buena vibra para comenzar el día.

Ya un tanto extrañado por estos huecos o ausencias en el paisaje urbano, tomé el camino de regreso a casa, disminuyendo poco a poco la velocidad de los pasos con el afán de intentar armonizar mi andar con los pensamientos que comenzaban a inquietarse a tan temprana hora.

Un predicador, la señora de limpieza y el corredor con los dos perros son las referencias que le dan el rostro humano a las calles de la ciudad por las cuales transito, me pierdo y regreso a casa. Pudieran ser huecos mínimos o ausencias imperceptibles en el paisaje, pero forman parte del caleidoscopio en el que me muevo, existo y soy. Y si algo sé de las ausencias, sobre todo de esas de las que cuesta mucho recuperarse, de las anteriores, de las recientes, es porque justo en el día en que estoy redactando estas líneas para retomar mi colaboración semanal, se cumplen 31 años de la muerte de mi padre.

Y ante las ausencias propias, las de mi familia y de mis amigos, los abrazo y comparto lo que mejor dijo José Saramago: “Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”.