sábado, 5 de junio de 2021

Las ausencias y los pasos matinales


30 de enero de 2021

Me han dicho que caminar es bueno para mi salud y fuente de tranquilidad para la mascota con la que me acompaño. La verdad es que no sé quién pasea a quién, pero ese es otro asunto. Después de varios meses decidí regresar a una de las rutas que acostumbraba recorrer en mis diarias caminatas y me dirigí hacia la Calzada Juárez, con el ánimo y el deseo de recuperar los pasos confinados.

Siempre que realizo ese paseo aprovecho para hacer mi personalísimo inventario de los animales que se pueden observar desde la malla externa del Zoológico “Benito Juárez”. Como la repetición forma hábito o hace costumbre, la presencia constante de algunas personas también son parte de ese recuento que realizo todas las mañanas para asegurarme que formo parte de ese paisaje de cotidianidad.

Y hoy, con sorpresa, debo registrar que no estaba el predicador matutino, ese que a tempranas horas colocaba su mampara, acomodaba sus folletos y se protegía del frío ajustando su sombrero, abotonando su elegante gabardina hasta el cuello, el cual también envolvía con una gruesa bufanda y como regulador térmico en los pies, calzaba unos huaraches de cuero cruzado, muy propios de los que se utilizan en Tierra Caliente. Además de la indumentaria, de sus folletos y de su biblia, se hacía acompañar del vaso más grande de café que venden en esa tienda de conveniencia en la que casi nunca abren la segunda caja y, entre sorbo y sorbo, prodigaba saludos y sonrisas a todo aquel corredor, caminante o paseante que estuviera cerca de ese espacio portátil para la fe y la espiritualidad.

Pocas veces logré ver que su empeño pudiera vencer el escepticismo o indiferencia de quienes andábamos por ahí pero su saludo, sin duda, era un referente ineludible para ese rumbo y a esa hora en la ciudad. Seguí avanzando sobre la acera, casi como contando también las plantas y las jardineras y cerca de la reja en donde uno puede observar a las llamas y a las alpacas, también extrañé no encontrarme con la señora del departamento de limpia, que todas las mañanas se ufanaba en hacer bien su trabajo, removiendo las hojas y el polvo de las banquetas con una larga hoja de palma, con más energía que eficacia, elevando una nube arenosa que obligaba, desde antes del uso normalizado del cubrebocas, a ajustarse la bandana, colocarse la mano sobre la boca o cambiarse de acera, para evitar inhalar alguna partícula perjudicial.

También eché de menos al corredor que siempre iba acompañado de sus dos perros: un husky siberiano y un xoloscuintle, ¡vaya combinación!, y que ante la impetuosidad y curiosidad de las mascotas, la propia y las de él, siempre cambiábamos de banqueta sin detener el paso, y levantábamos al mismo tiempo un brazo a manera de apresurado saludo, rápido y breve pero cargado de energía y de buena vibra para comenzar el día.

Ya un tanto extrañado por estos huecos o ausencias en el paisaje urbano, tomé el camino de regreso a casa, disminuyendo poco a poco la velocidad de los pasos con el afán de intentar armonizar mi andar con los pensamientos que comenzaban a inquietarse a tan temprana hora.

Un predicador, la señora de limpieza y el corredor con los dos perros son las referencias que le dan el rostro humano a las calles de la ciudad por las cuales transito, me pierdo y regreso a casa. Pudieran ser huecos mínimos o ausencias imperceptibles en el paisaje, pero forman parte del caleidoscopio en el que me muevo, existo y soy. Y si algo sé de las ausencias, sobre todo de esas de las que cuesta mucho recuperarse, de las anteriores, de las recientes, es porque justo en el día en que estoy redactando estas líneas para retomar mi colaboración semanal, se cumplen 31 años de la muerte de mi padre.

Y ante las ausencias propias, las de mi familia y de mis amigos, los abrazo y comparto lo que mejor dijo José Saramago: “Nuestra única defensa contra la muerte es el amor”.

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