sábado, 5 de junio de 2021

Apuntes para una crónica de andanzas burocráticas


20 de marzo de 2021

Este apunte, de antigua data, lo escribí como constancia de lo que parece ser un tradicional y clásico ritual ciudadano en peligro de extinción. En esta era de la virtualidad, donde casi todo trámite se puede y debe hacer por internet, ya sea por razones de ahorro en personal, eficiencia administrativa o por contingencia sanitaria, me resulta paradojico que ahora que lo recupero, también forma parte de los hábitos o ritos urbanos que, con tanto confinamiento, incluso se llegan a extrañar. La pandemia y el distanciamiento obligado nos fuerza a convivir con las ausencias, incluída la burocracia presencial, así que para recordar aquellos tiempos de trámites tediosos y largas filas, les comparto uno de mis rituales de iniciación en los misterios del trámite burocrático.

Las rudas del Infonavit

Todo iba bien, miré el reloj y era casi la hora de salida. Un rápido cálculo mental me dió la certeza: podía pasar a tiempo por las escrituras de mi casa. Cuál flemático inglés, había salido todo a medir de cronómetro. Pero los días buenos no siempre se dan todos en racimo y mucho menos duran el día completo. Así, consciente de la posibilidad de encontrar pequeños inconvenientes que mancharan la blancura de mi optimismo, me presenté en las flamantes oficinas de ese mounstro burocrático que se llama Infonavit, del cual, hasta la fecha, desconozco el significado exacto de sus siglas, y, si lo pienso bien, tampoco me interesa.

La 1:10 y ya estaba frente al mostrador que diligentemente me habían señalado como la única aduana entre mis escrituras y yo. Restaban 20 minutos para que cerrara el ciclo horario estipulado como el de atención al público. Transcurrieron lentos 15 minutos de espera y zozobra con mi estúpida humanidad detrás del mueble de madera. Me preguntaba, entre enojado y sorprendido, cómo era posible que pasaran inadvertidos mis 90 kilos ante los ojos de hastío y sueño de dos, todavía simpáticas, damas que volteaban a mirarme de reojo a menos de 1 m. de distancia. Armado de valor crucé la puerta que advertía que ahí sólo podía entrar personal autorizado y sin más miramientos me lancé contra la primera de las mujeres que me habían “observado-ignorado”. Le indiqué que venía a recoger el documento que me hacía contribuyente del impuestro predial. Y sin tono ni acento particular me pidió que fuera paciente, que me atenderían, pero que tenían mucho trabajo por delante. Así que habiendo perdido la primera caída, regresé a mi esquina en el ring de madera que ahora nos separaba. Lo de la carga de trabajo no lo entendí muy bien pero si se refería a la charla con el conserje en la que solicitaban que les pusieran “del aromatizante que sí olía bonito”, o del serio análisis que hicieron con el Licenciado Mengano sobre la comodidad de sus nuevas botas (obviamente adquiridas a una de ellas, ya que deduje que en sus ratos libres ofertaba lindo y ortopédico calzado quíen sabe si a buen precio pero, seguro, en cómodos pagos quincenales), pues sí que estaban bien ocupadas.

¡La 1:40! El enojo se transmutaba en temor. Me estaba excediendo 10 minutos más del sagrado tiempo estipulado para que ellas lidiaran con tipos como yo, que de lo único de lo que nos podían acusar era de haber ido a solicitar un servicio/documento que ellas nos deberían de proporcionar. Pero cambiaron de táctica, creyeron que me podían derrotar en dos al hilo y, por fortuna, no fue así… o eso era lo que yo creía. Me busqué en una lista, no quité mi dedo de la línea en la que con todas sus letras aparecía mi nombre y en la que debía firmar como acuse de recibo. Entregada mi identificación oficial se perdió en el laberinto DM Steele de la oficina. Veinte minutos más y la segunda de las rudas me indica que no aparece mi documentación, que por mi culpa tendrá que subir a preguntarle a Juan Mengano si por error se la llevó a fotocopiar, que si le daba el nombre de mi esposa porque quizá aparezcan a su nombre, que si usted es soltero entonces deben estar a su nombre, que si en el alfabeto se encuentra antes la P de Palomares o la M de Morales, ¿o será que lleva H intermedia?, que mire qué distracción de la secretaria nueva, que la puso donde no debía, que siempre era así con los novatos, que por eso luego a ellas les reclaman, que eso no es justo, que qué bueno que había personas pacientes y comprensivas como yo (¡ajá!), que fírmele aquí, que no las vaya a maltratar porque son las originales y no hay repuesto, que le vaya bien, que tenga un buen día. Ahora me doy cuenta que la llave con la que me vencieron fue su verborrea adormecedora, más letal que una desnucadora inversa.

Como buen perdedor, me agrandé ante la adversidad, retomé mi aire tranquilo, sonreí y resignadamente, pero no convencido, también les deseé que siguieran teniendo un buen día. El bando de los rudos, dos, el bando técnico, una. Las rudas del Infonavit ya podían estar felices y seguir vendiendo botas y pidiendo limpiadores de olor más bonito.

Al salir, el día se había nublado. Las escrituras en mi mano parecieron, de pronto, un premio de consolación de agridulce gusto.

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