sábado, 9 de diciembre de 2023

Literatura e Historia

 Como dice el escritor francés Daniel Pennac “una lectura bien llevada salva de todo, incluido uno mismo” y lo digo, sobre todo, por los hábitos o prejuicios que uno va desarrollando de manera inconsciente o involuntaria sobre géneros, autores, corrientes y estilos. A veces el canon personal es más estricto y selecto que cualquier república de las letras que declare sus imprescindibles. Lo que comenzó como una terapia alternativa para aminorar los efectos nocivos del confinamiento por todos conocidos, se ha convertido en mi nueva escuela como lector. Gracias al tesón, a las invitaciones y, vale bien decirlo, a las provocaciones que realiza Juana Inés Dehesa es que he podido ampliar mi radar de autores y de géneros, recuperando la curiosidad juvenil, casi infantil, con la que me acerqué a los libros primigenios. En enero cumpliremos 3 años este grupo de aferrados a las letras. Y lo confieso sin pudor: es la única actividad no profesional, u obligatoria, que mantengo a través de la virtualidad de las ventanas de Zoom.

En esta ocasión tocó conocer una mínima parte de la obra de la escritora Ana Romero (La Piedad, Michoacán) de quien se leyó el texto “Puerto Libre”, una noveleta clasificada como Literatura Infantil y Juvenil que trata sobre su historia familiar migrante. El segundo libro fue “La venus triste”, su primera novela para “adultos”, en la que se acerca a un evento que marcó la nota política, social y policiaca de los años 20s y 30s del siglo pasado: la historia de María Teresa Landa, la primera Señorita México y quien en menos de un año se convertiría en autoviuda al asesinar a su esposo, el general Vidal, hecho que serviría para forjar la figura y mito de “La viuda negra”. El tema ha sido abordado ya en lo periodístico y en lo histórico, sobre todo en el libro de la historiadora Rebeca Monroy Nasr “María Teresa de Landa. Una miss que no vio el universo”. La forma en que presenta Ana Romero esta historia, desde las posibilidades de la ficción, en el manejo del tiempo, los personajes y las interpretaciones, hacen de esta novela, un texto muy ameno y rápido de leer, y en el cual, también la autora va dejando pistas de cómo realizar una buena novela histórica, con la libertad de la creación literaria y con la consulta de las fuentes que usamos los historiadores


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En pocas palabras, cuando no trabajo sobre libros en mi profesión, me distraigo leyéndolos, para distraerme un poco de lo primero o, mejor dicho, complementarlo.


martes, 13 de diciembre de 2022

Hablando de literatura, historia y poder 2a Participación

 Divagando sobre Enrique Serna, Luis Spota y Rosa Beltrán, entre otros autores




sábado, 3 de diciembre de 2022

miércoles, 20 de julio de 2022

Uno, los trinos y las escaleras

6 de noviembre de 2021

No, nada es igual. Nada. O a lo mejor yo ya no soy el mismo. Salgo de mi cueva, me asomo al mundo por un rato y regreso de inmediato a mi guarida. No me adapto, no me hallo cómodo. La normalidad ya no es la norma para mí. ¿Acaso habrán expirado mis pocas habilidades para la socialización durante el periodo de confinamiento? Yo que había dejado los puentes tendidos para la comunicación por medio de la magia digital, al final, terminé agotado de ellos. Y ahora que he vuelto al mundo de lo presencial, resulta que la mayor carga de la actividad profesional sigue siendo por medio de la virtualidad: sólo cambié de silla y de escritorio para seguir sujeto a la posmodernidad.

Lo bueno de este retorno ha sido de nuevo el encuentro con los amigos y con los compañeros, con la salvedad de la distancia y aditamentos con la que aún debemos de seguir cuidando la salud de todos, volver a vernos de frente es una breve pero vital compensación, algo así como una recompensa. He tenido que aprender de manera acelerada a interpretar las sonrisas, los gestos y los estados de ánimos detrás del manto de los cubrebocas. Ahora me fijo más en los otros indicadores de la kinesia emocional, antiguamente reducidos a la lectura del rostro: el movimiento de las cejas, el brillo de los ojos, la forma de mover los brazos, la postura del interlocutor, el tono de voz y el entusiasmo con el que dice las cosas, son los nuevos datos que debo reconocer en un rápido escaneo personal para saber qué hay más allá de lo que dicen las frases y las palabras filtradas por los distintos materiales de los que están hechas las mascarillas que nos cubren media cara y con las que decimos, o nos dicen, que estamos más seguros.

Y mientras intento concentrarme en ello, me pierdo en el gusto por el reencuentro, aún con todas sus limitantes. En estas semanas me ha quedado claro que el asunto de los saludos, ya sea de manos y, qué decir de los de beso en la mejilla para las personas de mayor confianza y afecto, habrán de reconfigurarse para que la urbanidad y efusividad no pierdan el sentido de mantener la cordialidad y la amistad entre las personas pero, eso sí, con su debida cuota de asepsia. Que los virus, conocidos y por conocer, infectan a los cuerpos es la lección que todos estamos aprendiendo pero hay que procurar que la antisepsia recomendada, no termine por enfermar a las amistades y empatías que siguen de pie junto a nosotros. Dicen que es un regreso escalonado. Y yo inmediatamente lo asocio al Cronopio Mayor, Julio Cortazar, que en su texto “Instrucciones para subir una escalera” nos da cuenta de un proceso que ya no tiene vuelta atrás, pues como bien dice: “Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas”.

E inevitablemente vuelvo al punto en que no me siento cómodo. ¿Será que estoy avanzando en dirección errónea la escalera que me corresponde? El asunto está en que me debato entre adaptarme a la nueva normalidad, que ya no resulta en nada normal para mí y la constante contradicción que ahora, otra vez, me ordena que regresar a casa para, desde ahí, continuar con mi labor profesional. Ya no entiendo. ¿O yo voy mal en la escalera o la escalera está mal puesta desde un principio? Acato la indicación y de camino a casa, mientras resuelvo este acertijo con muchos trinos en la cabeza, vienen a mí las estrofas de Silvio Rodríguez:

Iba silbando mi trino
por una calle cualquiera
cuando a un lado del camino
me encontré con la escalera.
Era una escala sencilla
de rústico enmaderado
desde la calle amarilla
hasta el rojo de un tejado.
¿Qué se verá desde el techo?
dijo la voz de un extraño
y sin meditar el trecho
le puse afán al peldaño.

De momento, parece que no hay más camino que ir enfrentando, escalón a escalón, este regreso a la normalidad nueva y caótica, que lo mismo nos invita a mirarnos fugazmente de frente, que a volver a sonreírnos detrás de un monitor. No, nada es lo mismo.

Donde habita el olvido

 

30 de octubre de 2021


Y la vida siguió
Como siguen las cosas que no tienen mucho sentido
Una vez me contó
Un amigo común, que la vio
Donde habita el olvido

Joaquín Sabina

Viernes. 5 am. Me sorprende la anticipación con la que despierto. Me mantengo quieto, procurando no hacer ruido. Al despertador todavía le queda una hora y veinte minutos de sueño. Mi primer impulso es tomar el celular o la tableta para escuchar música, mientras al reloj le llega su hora de levantarse pero, de inmediato, recuerdo que he perdido los audífonos. Ésta ha sido una semana de pérdidas. El lunes extravié mis lentes, me di cuenta justo antes de un evento en el que debía leer un texto que había preparado para la ocasión. No entré en pánico. La repetida costumbre del olvido me ha hecho una persona precavida, al menos en el tema de los lentes. Tengo unos en el buró de la recámara, otros sobre la mesa del estudio, unos más en alguno de los cajones del escritorio de mi oficina y, por si acaso, un par de reserva en el cajón más enano de uno de mis libreros. Así he ido consumiendo la semana: otro día y una ausencia más.

El martes me di cuenta de que en algún punto del planeta se había quedado el adaptador que requiere mi celular para poder escuchar música. Por un momento me dejé llevar por la falsa ilusión de que sabía el probable paradero de este dispositivo. Una investigación exprés sobre el asunto y di por concluido el caso. No tenía ni la más remota idea por dónde comenzar a buscar. Miércoles: una resta más, por paradójica que parezca la expresión. Debía conectarme a una videosesión de trabajo. Me consolaba saber que no requería del adaptador, que un día antes había decidido salirse de mi vida, para conectar los audífonos a la computadora. Meto la mano al bolsillo de mi chaleco y no los encuentro. Sospecho que los pude dejar en mi mochila. Me levanto, la busco, abro el cierre y hurgo sus entrañas. No están los audífonos. ¿Dónde los pude haber dejado? No hay tiempo para comenzar a especular sobre la probable escena del crimen o del despiste. La reunión había comenzado y, sin más remedio, tuve que  escuchar y ser escuchado en altavoz en ausencia de este aparato que me brinda un poco más de privacidad en la información que comparto y me compartían.

Estoy preocupado y mucho. Me explico un poco. No es el valor material de las cosas que he extraviado lo que me incomoda, sin que eso signifique que mi economía personal no se vea afectada por estos pequeños olvidos sino, más bien, es la frecuencia con la que suceden lo que me está comenzando a generar ese malestar. En esas estoy cuando de pronto viene a mi memoria un dicho que tampoco sé dónde, ni cómo fue que lo leí o lo escuché: “¡Hay más días que longanizas!” No estoy seguro de que venga al caso o al hábito recurrente sobre el que estoy dilucidando, pero juego con el sentido y me divierte pensar en las muchas formas en que puede interpretarse esa expresión. Y justo es en este divertimento en el que, para mi desgracia, me percato que también he extraviado el tema que hoy les quería compartir. Ni hablar, hay días así, sin mucho sentido, pero siempre queda el consuelo de esperar a que el reloj siga su curso y el calendario agote sus hojas. Lo reconozco: Yo soy ese que vive donde habita el olvido.

La conversación, el recuerdo y mi vuelta al día en 80 mundos

 

16 de octubre de 2021

Hoy llego a ochenta. No sé ni cómo porque el tiempo transcurrió de prisa, además de furtivo y silencioso. Etéreas se consumieron las recientes semanas, los últimos meses, el pasado año y medio. Etéreo, furtivo y silencioso, me instalo en mi vida pasada. Estoy en medio de un jardín reunido con un grupo de amigos, una ventana de bosque dentro de la ciudad. Algo se festeja o festejamos, no sé bien la razón por la que estoy ahí. Apenas y si conozco a la mitad de los congregados. Los primeros intentos de socialización son un tanto mecánicos y protocolarios pero a medida que la comida y las bebidas son consumidas, la tensión baja y el ánimo relajado y relajiento de los invitados comienza a romper la formalidad y acartonamiento del momento.

De pronto, en un instante indeterminado dos contertulios comienzan a aislarse, o son aislados, del grupo mayor, no lo sé de cierto, motivados por una conversación que gradualmente los va enganchando, quizá por el interés común en ciertos temas o, mejor dicho, por el desinterés de los demás en los aburridos tópicos que animaban a ese intercambio sin descanso de anécdotas y de lecturas. El improvisado debate se extendió a pesar de la música y los muchos llamados a la reinserción social, hasta que la luz del sol se apagó y fue sustituida por las incandescencias eléctricas y hasta que se esfumaron las últimas porciones de ensalada y pizza, que formaban parte del avituallamiento para la ocasión.

Ahí seguíamos, en la anticuada costumbre de intercambiar frente a frente impresiones sobre asuntos varios. Con atención, con respeto, aprendiendo, ponderando y asimilando la información no conocida y el punto de vista no compartido y, a la vez, brindando un poco de la experiencia personal sobre los temas abordados, sin intentar convencernos mutuamente porque como bien lo dijo José Saramago: “El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.

Ahí estamos, haciendo una puesta en escena del galano arte de la conversación que, en estos tiempos tan vertiginosos, parece una de las costumbres más arcaicas inventadas por la civilización humana y que ha venido a ser desplazada por reels, stories, posts, hashtags, avatars y tuits. Hoy sólo quiero conversar. Tan simple como eso. Charlar de frente, sin máscaras o mascarillas o caretas, tan propias y necesarias para sobrevivir, literal y metafóricamente en esta época. Así estamos, expuestos a mostrar lo que somos, como somos, sin el artilugio de la tecnología que mucho ha sido utilizada para proyectar una realidad que no es la propia. Aquí y así, con toda la magia y potencia de la palabra que, en un acto como el que rememoro, sirve, como bien dijera Julio Cortázar, para poder darle “La vuelta al día en ochenta mundos” sin movernos siquiera un centímetro del lugar en donde lo hacemos. Para eso sirve una buena charla.

Hoy llego a ochenta, celebrando el arte de la conversación, acto fundacional de los muchos mundos que a diario visitamos y ahora extrañamos.

Las musas y el café de las primeras horas de la noche

 

2 de octubre de 2021

Bajo al estudio, pero antes de llegar a mi destino decido dar un rodeo hasta la cocina y hacer una escala temporal para prepararme una taza de café. No debería. Ya es tarde, dirían algunos, y podría provocarte insomnio. Otros más opinarían que esta hora de la tarde es más propicia para beber un té o una infusión que comience a relajar el cuerpo y reconfortar el espíritu, previo a la clausura de los días. El agua hierve y su bullicioso borboteo me dice que es momento de dejar las cavilaciones y concentrarme en el pulso de mi mano derecha, que últimamente se ha declarado en franca rebeldía, para que las dos cucharadas de café molido que necesito extraer de su frasco no pierdan el rumbo fijado por mi deseo, para que no se extravíen durante su traslado y su aromático contenido no caiga desordenadamente sobre la cubierta de la cocina, en lugar de vertirse sobre el termo-acuoso recipiente que previamente he preparado para recibirlo.

Me concentro. Sujeto fuerte y firme la cuchara, respiro pausadamente y comienzo, sigiloso y seguro, el primer movimiento de esta operación minuciosa, continúo el desplazamiento cuadro por cuadro hasta llegar a su destino. Segundo movimiento, la misma disposición y el mismo resultado. Siento un pequeño orgullo por mi logro. Sí, ya sé, es uno de esos orgullos cotidianos, breves, invisibles para el mundo, quizás mediocres, pero que hacen más placenteros los pequeños actos de la vida cotidiana. Sonrío y orgulloso y triunfal me dejo envolver por el aroma de mi café y su reconfortante promesa de beso cálido y vivificante.

Decido que un esfuerzo de la magnitud que he realizado bien merece una pequeña recompensa. Otra, de esas que también, tan bien, endulzan las horas. Sí. Me doy esa libertad y coloco en el plato blanco, sobre el que reposa mi humeante taza de café, una pequeña rosca de canela con azúcar, de esas que saben a nostalgia y repostería tradicional. Demasiado imprecisa esa descripción. Quizá sería más exacto decir que saben a niñez o, tal vez, a añeja tradición familiar que por un momento ha sido rescatada por la vieja, que no decadente, memoria olfativa y gustativa con la que últimamente hago frecuentes viajes hacia el pasado. Deposito mi valioso cargamento sobre la mesa dispuesta al costado izquierdo del sillón que desde hace años he elegido como mi atalaya de escritura y de lectura; a la izquierda porque, claro, ese es el lugar de mis latidos. No es coincidencia, pienso, y otra vez sonrío.

Cuidando en todo momento de no derramar ni una sola gota del elixir recién preparado, reviso la distancia desde el sillón hasta la mesa, verifico la coordinación ergonómica entre la taza y mi brazo, asiento satisfecho y doy por aprobada esa fase de los preparativos. Oteo el escritorio y nada de lo que está sobre su cubierta me interesa en este momento. Cambio la vista de dirección y hago un rápido inventario visual de los anaqueles de los dos libreros más próximos a mi punto de geolocalización actual y tras el rápido reconocimiento doy por concluida la segunda etapa previa a la lectura y escritura: ahí está la novela que me ha acompañado estos últimos días y también la computadora portátil que no he abierto desde ayer. Quisiera terminar la lectura pero sé que debo de cumplir primero con mi deber de redactar las líneas a las que me he comprometido con antelación.

Así, más resignado que convencido, enciendo el ordenador, y se me ilumina el rostro, no, no por la llegada de las ideas o las palabras necesarias para expresar correctamente lo que se me ha pedido, sino solo por el efecto físico del reflejo de la página vacía que me proyecta el procesador de texto, justo en el momento en el que la luna se asoma por el horizonte de mi ventana y yo, con paciente tranquilidad, doy pequeños sorbos a mi café, acompañado de diminutos mordiscos a la galleta que me remonta a mi infancia, en espera de que hoy las musas decidan darse una vuelta, una vez más, por este apartado código postal de esta húmeda ciudad que recibió a octubre con un cielo cayéndose a raudales.

A lo lejos, ruidos, sonidos, voces, ecos de eso que llaman vida, mientras yo, como bien lo dijo Fito Páez: “Yo escribo aquí en mi habitación/ Y el mundo arde allí afuera”. Un sorbo más a mi café, antes de que se enfríe. Y de pronto, benignas y generosas, las musas comienzan a dibujar palabras con el vapor del café que les ofrezco.