sábado, 5 de junio de 2021

La ciudad, la poesía y los callejones de la memoria


20 de febrero de 2021

Cuenta la leyenda que la primera ocasión que me extravié en esta ciudad fue a la edad de tres años. El testimonio de mi madre afirma que estando yo parado junto a ella, a mi padre y a mi hermana, dentro de un local de jugos llamado Pedrito, en un acto de ilusionismo involuntario, en cosa de segundos, mi cuerpo había dejado de ocupar ese espacio reservado para mí. A pesar de que varias veces me han repetido los detalles de ese evento, por alguna extraña razón no han quedado fijos en el cajón de mis recuerdos infantiles. La segunda vez que me perdí por las calles de esta ciudad fue dos años después de la anterior. En esa ocasión, en la que ya contaba con cinco años de edad, acompañaba a mi familia a un evento deportivo en las instalaciones de la antigua Casa de la Juventud, ahora pomposamente llamada Comisión Estatal de Cultura Física y del Deporte (CECUFID), ya que mi padre era entrenador de atletismo y profesor de educación física y, por ello, frecuentemente acudíamos a las competencias en la que sus atletas participaban y que, en muchas de las ocasiones, él mismo organizaba; así que ir a estos espacios deportivos fue parte de nuestra dinámica familiar por mucho tiempo. En esa ocasión, mientras se desarrollaban algunas de las competencias, de repente me vi enfrentado por primera vez en mi vida al sentimiento de la soledad más extrema (recuerden que de la primera vez no tengo memoria) ya que por un momento, que a mí me pareció eterno, no logré ubicar con la vista a ningún integrante de mi clan familiar y ante la creciente angustia que me subía por el pecho y que luego se salía de mi cuerpo en forma de copiosas lágrimas, no tuve otra reacción que dirigirme al estacionamiento de esas instalaciones deportivas en mi frenética búsqueda y ahí estuve, solo, angustiado y con miedo, hasta que un par de buenas samaritanas tuvieron a bien detenerme y preguntarme por el motivo de mi desgarrador llanto;  y en una entrecortada narración les compartí el drama del inusual abandono familiar por el que estaba transitando. Ellas me pidieron que me tranquilizara, me dijeron que me ayudarían a reencontrarme con mi familia y en un notable ejercicio de imprecisas referencias espaciales mías y de una buena deducción geográfica de ellas pudimos llegar a mi casa, no distante a más de cinco cuadras de donde había ocurrido el incidente. El transcurso de ese sitio hasta mi hogar, viaje que hicimos en un auto Renault 8, sí, de esos cuadraditos como de juguete, a mí me pareció un viaje intercontinental, casi tan largo como el emprendido por Magallanes y Elcano siglos antes de mi peligrosa expedición. Claro que la misma proporción de sorpresa y alegría con la que fui recibido fue aplicada en el castigo y regaño que me aplicaron por ser tan distraído en mis incursiones al mundo, más allá de la seguridad de las paredes de mi hogar y la protección de la familia.

Una vez asumida y aprendida, según yo, la responsabilidad de ser más atento y alerta de los detalles para no volver a desorientarme y poner en predicamentos a mis padres, la vida me daría una nueva oportunidad para no cometer los mismos errores, pero muy a pesar de los esfuerzos de mis parientes y de mis maestros para aguzar mis sentidos y habilidades de referencia y los exhortos de mantenerme siempre alerta, dos años después nuevamente me volví a perder por los laberintos de esta ciudad. En esta tercera ocasión, a mis siete años de existencia, ya era todo un experto en despistes y extravíos. Esa vez ocurrió en las instalaciones del complejo deportivo del estadio Venustiano Carranza. Mi padre finalizaba el entrenamiento de esa tarde y yo me adelanté a la salida en donde abordaríamos el transporte que nos llevaría de regreso a casa. Y ahí fue el nuevo desaguisado: entre que me distraje comprando un raspado de hielo con jarabe sabor tamarindo y la poca luz del sol que había por el ocaso de la tarde, en el momento en el que dirigí la mirada al punto donde yo suponía vendría mi papá con sus atletas y sus compañeros de trabajo simplemente no observé a nadie, así que supuse que mi padre había abordado el taxi y se había olvidado de mí. ¡Caramba! ¿Cómo fue posible que eso ocurriera? Así, con la convicción de que ahora el despiste era paterno, salí de ahí corriendo, por la acera de enfrente, la que está junto al cuartel de la XXI Zona Militar, en un intento de ubicar un taxi que no había visto, en donde yo suponía que iba mi padre, sin lograr mi cometido. Al llegar a la avenida Acueducto, jadeante, con el corazón saliéndose de mi pecho y boca y en la mano un tristísimo y agitado raspado de tamarindo, tuve que decidir qué hacer ante la inminente llegada de las sombras de la noche y el reconocimiento de que no tenía dinero para regresar en transporte público hasta mi casa. Así que emprendí otro largo viaje, con la única referencia de que debía de caminar toda la avenida Acueducto, pasar por la Fuente de las Tarascas, seguir por la avenida Madero, pasando de largo por sus muchos templos, incluida la Catedral, seguir avanzando y llegar hasta el cruce con la calle de Cuautla para bajar dos cuadras al sur y llegar nuevamente al centro de referencia de mi mapa familiar. Mientras hacía esta nueva circunnavegación citadina pensaba en los argumentos con los que le reclamaría a mi padre su descuido y las formas en que tendría que compensarme para sacarme de mi enojo e indignación. Lo cierto es que esta actitud de ofendido siempre fue menor frente a la sensación de mariposas en el estómago y del vacío en el pecho, por emprender de manera imprevista una nueva aventura por las calles de Morelia. Hablar de los detalles del recibimiento, que no fue como yo lo esperaba, y de la reprimenda y castigo de los que fui merecedor por mi falta de atención y mi consumada distracción, quedarán pendientes para una posterior colaboración, al igual que otros despistes míos que padecieron mis padres en otras ciudades que también conocieron y arroparon mis extravíos. Eso sí, con la advertencia de que al igual que en las calles de mi ciudad, también me suelo extraviar frecuentemente en los callejones de mi memoria. Este viaje compartido con ustedes bien se puede resumir con dos líneas de un poema de Vicente Quirarte, llamado “Ciudades”:

Camina esta ciudad que te ha hecho suyo.
Que te fatigue el cuerpo y te llene de tinta el corazón.

Después de todo, pienso mientras recuerdo y escribo, ¿qué niño no se ha perdido alguna vez?, ¿qué hombre no se sigue extraviando entre los callejones de su memoria, las esquinas de la poesía y las anchas y largas avenidas de la vida cotidiana? Viandantes somos y en los caminos de cualquier ciudad nos encontramos.

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