miércoles, 20 de julio de 2022

La itinerante vida de los libros usados

17 de julio de 2021


—¿Recuerdas cuándo fue la primera ocasión que visitaste una local de libros usados o de viejo?

—Mmmm… ¡No, no lo sé!

Esa fue la pregunta que detonó la reflexión que me acompañó toda la tarde y por más que busqué y rebusqué en los anaqueles de la memoria, la respuesta nunca varió. No puedo precisar el momento en el que comencé a ir a las librerías de viejo como una de las opciones para darle rienda suelta a mi curiosidad lectora del momento. Quizá para mí no era tan relevante que los libros fueran nuevos o usados, siempre y cuando se ajustaran a los temas, autores o épocas que me interesaban, quizá sólo era necesaria una mínima atención a su condición física: que el daño no fuera irreversible en términos de hongo, humedad, dobleces en las hojas, mutilación, es más, hasta los podía adquirir con los rastros de lectura del antiguo dueño, subrayados y notas al margen o al pie, siempre que no obstaculizaran la lectura y que el afanado deleite o la reflexión precisa de su lector anterior no hubieran desdibujado el renglón o la frase motivo de su interés. Estos eran los términos y condiciones que daba por sentado cuando buscaba y adquiría un título en un local de esa naturaleza.

A pesar de que solía escuchar las recomendaciones y sugerencias que los libreros me hacían cuando me veían buscar entre los estantes algo que me llamara la atención, reconozco que pocas veces las atendía, no por descortesía o pedantería, sino porque a pesar de que iba abierto a la aventura y a la sorpresa, la mayoría de las veces recurría a una breve y preestablecida lista de “pendientes”, o “necesidades” que intentaba cubrir a como diera lugar. No siempre tuve la suerte de hallar lo que internamente sabía que era lo que deseaba encontrar pero ello no significaba que, necesariamente, saliera con las manos vacías y puedo alegrarme de que en muchas ocasiones los libros que elegía, por alguna vaga referencia o por mera intuición y un volado, resultaban ser de mi deleite y agrado.

Mis visitas a los locales que ofrecen libros usados me han dado la oportunidad de conocer autores y obras que no forman parte del canon literario que la industria del libro o la cátedra académica sugieren como lo más pertinente y conveniente para una buena y “prestigiosa” vocación lectora. Y desde mi experiencia en el ejercicio de mi derecho como lector, he llegado a entender que esto no es algo que esté relacionado directamente con la calidad del autor o de lo dicho o escrito por él sino, la mayoría de las veces, es por razones ajenas al universo de la creación literaria, pero eso es tema para otra columna, por ahora sólo diré que casi siempre evito pasar por las mesas de novedades que las librerías ofrecen porque, sin que sea una máxima o un principio metodológico que yo pudiera sugerir, algo me dice que la mejor literatura no se encuentra ahí.

Y bueno, entre revisar mis libreros, tratar de darles orden, de elegir algunos volúmenes para dar en donación e interrumpir la tarea una y otra vez cada que mis ojos se encuentran y se pierden en la momentánea lectura de un libro puesto al alcance de mi mano y mi distracción, sigo buscando la respuesta a la pregunta que motivó estás líneas y no puedo dar con el dato. Será que a cambio la memoria prefiere obsequiarme, generosamente, imágenes y recuerdos dispersos de las variadas ocasiones en las que recorrí la mítica calle de Donceles, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, me estacioné en alguna de sus cuadras y me sumergí en más de una de la treintena de librerías que tienen a la venta la itinerante vida de los libros usados. No recuerdo cuándo fue la primera vez pero recupero intacta la emocionada sensación de extraviarme, toda una mañana o una tarde, entre los cientos y cientos de atiborrados anaqueles, sintiéndome por momentos como una especie de consumado bibliófilo, con muchos deseos por leer y descubrir, pero con pocos viáticos y presupuesto para realizarlo, pues la beca universitaria no era propia para grandes banquetes literarios, sino para apenas algunos frugales entremeses, que debían ser bien seleccionados entre ese enorme menú que tenía ante los ojos, para no sentirme tan desnutrido o anémico una vez que salía de ahí con un pequeño libro de bolsillo o, a veces, sin bocado alguno para después.

Así como no recuerdo cuándo fue que comencé a asistir a esos sitios, tampoco recupero con precisión cómo fue que imperceptiblemente me fui alejando de ellos. De manera personal puedo aceptar una variación en mis gustos lectores y una menor disposición a la espontaneidad o sorpresa de lo que me puedo encontrar ahí y, también, cierta transformación en mi relación con el libro, no como signo de lo cultural, sino como objeto y las dificultades que implica su preservación. Eso me ha llevado a comenzar un lento, pero necesario, proceso de desapego de algunos títulos y autores que he decidido dar en adopción para que encuentren y nutran a otros individuos que gusten de la noble y leal vocación de ser lectores de oficio sin más beneficio que el placer, lectores nuevos para mis libros viejos que en las letras de otros siguen encontrando maneras diferentes para comprender el mundo.

Termino esta columna sin respuesta para la pregunta inicial y no sé si alguna vez lo recuerde. ¿Acaso importa? Hoy fui a una librería de viejo, intercambié 60 libros con visa y pasaporte para salir de mis libreros y encontrar nuevos horizontes, otros ojos y, ¿por qué no?, mejores rutas para su itinerante vida y a cambio elegí dos pequeños libros, de menos de cien hojas y, créanme o no, siento que he hecho uno de los mejores trueques de mi vida, porque como ya lo dijo Virginia Woolf, “los libros de segunda mano son libros salvajes, libros sin hogar (…) poseen un encanto del que carecen los volúmenes domesticados de la biblioteca”. Mientras tanto sigue el reacomodo infinito de los libreros personales en la utopía de que algún día tendrán orden y acomodo definitivo. Utopía al fin y al cabo.

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