martes, 17 de agosto de 2021

De azaleas, limón y fútbol



 1 de mayo de 2021

Estoy de pie frente a mi madre, encima el lavadero que estaba afuera de la cocina, donde finalizaba el pasillo oscuro custodiado por las dos hileras de macetas con azaleas, impecables, firmes y gallardas, como una especie de valla vegetal militar. Me está acicalando. Me ajusta el peinado, que seguramente fija con agua en combinación con jitomate o limón, fórmulas extraídas del recetario tradicional doméstico para el cuidado e higiene familiar. Llevo un short, creo que de color azul, pero el tono de la camiseta se pierde en los laberintos de la memoria. Por esta ocasión solamente diré que era de un color claro. De los zapatos no recupero ni un solo rasgo pero una cálida corazonada me hace suponer que eran negros, con una certeza casi del 100 por ciento de que estaban raspados de las puntas, como consecuencia de los muchos juegos que inventaba y que tenían como escenario el piso del patio en donde vivía. Bien pudo ser una peligrosa y sinuosa carretera dibujada con gis y que una vez agotada la ruta, debía de ser lavada con agua, jabón y cepillo, para que la dueña del sitio no se molestara. No obstante que era la madrina de mi hermana, siempre que escuchábamos su voz, mis hermanos y yo nos poníamos en posición de firmes, bien erguidos y como sacando el pecho, el remedo de un pequeño ejército de enanos que sabían de la disciplina que exigía doña Conchita a todas las familias que vivíamos en los departamentos de su propiedad.

Mi madre termina de dar los últimos retoques a mi arreglo personal. Alcanzo a recuperar la sensación, el recuerdo, de que iba a acompañar a mi tío Laureano, esposo de la prima de mi mamá, Gloria, quienes eran nuestros vecinos en el departamento de enfrente, separado sólo por un par de metros, que era el ancho del pasillo que iba de la calle hasta la zona de los lavaderos colectivos, sitio en donde la extensión se hacía más ancha y daba paso a dos enormes patios, quizá no tanto, pero a esa edad todo lo veía con proporciones desbordadas, llenos también de macetas con azaleas, perfectamente alineadas, impecables, no obstante la presencia de algunos chiquillos y la exposición a los juegos que pudiéramos inventar. Se permitía correr, saltar, pero no gritar, mucho menos molestar a las macetas y su valioso contenido.

En el segundo patio había dos árboles enormes, en los cuadrantes centrales de ese espacio en donde alrededor había por lo menos otro par de departamentos y sus respectivas familias. Creo que eran árboles de limón, el recuerdo que tengo de ellos me viene con aromas y notas cítricas, quizá sea por eso que me atrevo a afirmar que eran de ese fruto. En el intersticio que separaba a los dos grandes patios, viendo de la calle hacia el fondo, a la derecha estaba la estrecha escalera que daba acceso a los dos únicos departamentos que estaban sobre las alturas, el primero, el de doña Conchita, hacia la izquierda del primer descanso, al que para poder llegar había que cruzar otra pequeña selva de macetas situada en el estrecho corredor antes de la puerta de su hogar. Hacia la derecha, un departamento más y después de pasar la azotea que cubría los techos de los departamentos que daban hacia la calle, el de mis papás y el de mis tíos, al otro extremo del espacio vacío que formaba el primer patio estaban los tendederos, espacio al que sólo podíamos ir bajo el cuidado y supervisión de nuestra madre. Y el olor a cítrico me llega al alma y al corazón.

Estoy de pie, frente a mi madre, quien está terminando de arreglarme, para acompañar a mi tío Laureano, quien fue chofer de transporte público y luego privado; el tío con el que fui a ver un partido de preparación del Atlético Morelia al viejo estadio Independiente, que estaba ubicado en el cruce de la avenida Ventura Puente y el bulevar García de León; el tío con el que, al igual que con mi padre, compartía mis ilusiones y emociones del mundial de futbol en Alemania en 1974, información que tristemente se borró casi por completo del disco duro de mi memoria pero, a cambio, conservo casi por completo una serie de aventuras y desventuras de la selección nacional mexicana en el Mundial de Argentina en 1978 y que para compensar mi desilusión y tristeza inicial por la vergonzosa eliminación de México en la primera ronda, me sumé a los hinchas de la selección dirigida por el Flaco Menotti y que tenía como principal rematador a Mario Alberto Kempes “El Matador”.

Sigo de pie frente a mi madre, sobre el lavadero que estaba afuera de la cocina, terminando de arreglarme para acompañar a mi tío y seguramente recibiendo los apercibimientos y advertencias para que me portara bien porque de no hacerlo, ya no habría más permisos para acompañarlo. Debía tener cuatro años y, a veces lo digo o me lo digo, es el primer recuerdo que guardo de mi infancia o por lo menos, el primero que puedo recuperar y reestructurar con más detalle. Porque como dicen que dijo Gabriel García Márquez: “La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”. Y sí, quizá ese primer recuerdo no haya sido así como lo estoy contando, pero de lo que sí estoy seguro, es que mi infancia huele a azaleas, a limón y a la emoción del futbol.

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