miércoles, 30 de diciembre de 2020

El anormal


18 de julio de 2020

Día a día, las noticias insisten en que lentamente vamos de vuelta a la normalidad y lo primero que me viene a la mente es la incómoda e inoportuna pregunta: ¿a qué normalidad nos referimos? Los encabezados siguen insistiendo con sus mensajes motivacionales: los centros comerciales abrirán al 25 o 50 por ciento de su capacidad, los negocios no esenciales, como los restaurantes, los bares y otro tipo negocios similares van por el mismo camino e, incluso, he escuchado expresiones de júbilo por la apertura de los cines, los parques de diversiones y los balnearios. Y es justo en este momento cuando la pregunta inicial se canjea por una nueva, entonces: ¿todo eso es la normalidad?

Desde hace un tiempo me reconozco y asumo como un animal de costumbres y, como lo dijo Julio Cortazar en su cuento “Carta a una señorita en París”: “Las costumbres (…) son formas concretas del ritmo, son la cuota del ritmo que nos ayuda a vivir”, por lo que tengo que expresar que esos espacios no forman necesariamente parte de mi ritmo urbano vital cotidiano, sino que, por el contrario, son la excepción y transgresión de mi norma, de mi rutina y de mi hábito. Si del centro comercial se trata, solo acudo si es absolutamente necesario para adquirir un producto en específico o pagar una mensualidad de la deuda ya adquirida o renovada con antelación. Si la cosa es salir a compartir el pan o el vino son momentos que casi siempre están asociados a los rituales necesarios para conservar y refrendar la amistad. Ir al cine también forma parte de esas complicidades de la camaradería y que, pese a los negros vaticinios frente a los sistemas de películas en línea, rompe con el esquema aislante -¿o aislado?-, hábito de mirar el séptimo arte con la omnipotencia del control remoto de la Smart-tv. Y si de acudir a parques o balnearios fuera la ocasión son ámbitos que tengo exclusivamente reservados para el habitus familiar doméstico, donde las graciosas formas de mi cuerpo –que en mi caso no es digno para la presunción o concurso– sirven para acuñar los apodos y sustantivos más cariñosos que los de nuestra estirpe pueden prodigarnos.

Al paso de más de cien días de confinamiento se podría suponer que la utopía de regresar a la normalidad sería la misma para todos, pero tengo serias dudas de que esto sea así. Cada uno de nosotros echamos de menos alguna actividad en particular que solíamos realizar más allá de los muros de nuestras casas, ahora convertidas en privadas fortalezas contra la enfermedad. ¿Qué es lo que más has extrañado en estos días de encierro? Esa es la pregunta que se impone responder de manera individual, porque ante lo incierto del fin de la pandemia parece que muchos nos estamos haciendo de nostalgias y añoranzas que no son las propias y sí, las que los intereses comerciales, con el disfraz de buenos consejos, nos prodigan a diario para un probable retorno a una cotidianidad estandarizada que nunca tuvimos. Porque, como bien lo dijo el Flaco de Úbeda, Joaquín Sabina, “no hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió”, no vaya a ser que cuando la normalidad se instaure de nuevo en nuestras vidas no se ajuste en nada a lo que tanto anhelamos durante nuestros días dentro del claustro. Me disculpo por ser tan poco optimista o, mejor dicho, por ser tan anormal.

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