martes, 29 de diciembre de 2020

Confieso que he leído


20 de junio de 2020

¿Cuál es el método infalible o la estrategia inequívoca para llegar a los escritores que le son más significativos a uno? ¿De verdad sirven las recomendaciones literarias de las cada vez más escasas secciones de cultura de algunos medios de comunicación? O, por lo contrario, ¿son sólo una forma muy maquillada de ennoblecer el gallardo arte de la venta de libros, en donde muchas veces la calidad del texto no importa mucho si éste logra ser consumido por millones de lectores en el mundo? Estas son sólo algunas de las preguntas que me han inquietado un poco y me sacan de la invasiva dinámica del home office que, algunos ingenuos, o ¿por qué no?, optimistas, pensábamos que sería por pocos días, y que fueron generadas por la coincidencia en las efemérides literarias de la semana, que invitaron a recordar los fallecimientos de grandes personajes de las letras y de la cultura, como lo fueron José Saramago y Carlos Monsiváis, quienes pasaron a las filas de los inmortales con un día de diferencia, el primero el 18 de junio y el segundo el 19 de junio de 2010.

Para intentar dar respuesta a esas inquietudes parto de mi método anárquico, disperso y fortuito, pero que me ha servido para encontrar libros y escritores, que si bien no forman parte del canon establecido en la academia o reconocido por sus altas ventas, me han proporcionado sorpresas, buenas y malas, de lo mucho que hay por conocer más allá de las mesas de novedades que toda librería, editoriales y puntos de venta de libros nos ofrecen generosamente para “orientar” nuestras necesidades lectoras que algunos, pomposamente, gustan de decir intelectuales. En alguna entrega anterior hice mención sobre lo importante que fueron las bibliotecas para definir mi vocación lectora, y sin duda eso me dio la posibilidad de tener una idea mínima de lo que podía considerarse la buena literatura y los buenos autores. Pero adicional a ello, también debo de reconocer el papel fundamental que han tenido amigos y compañeros que me han sabido compartir la emoción que les generaban cierto tipos de textos y de autores, y que muchas veces, por no quedarme con la duda los buscaba y comenzaba a leerlos, pero para mi sorpresa frecuentemente no llegaba a experimentar esa sensación que de viva voz me habían compartido. Pero también es justo consignar las ocasiones, que por puros golpes de suerte o de azar, llegué a encontrarme con libros que ni idea tenía de ellos y mucho menos de las personas que los habían escrito y de inmediato me conectaba con la historia o con el ingenio evidente en el uso del lenguaje, ese que yo comparto con él, pero que dada su capacidad o genialidad lo hace uno vivirlo y experimentarlo de una manera diferente y que definitivamente se quedaron en los anaqueles, siempre cambiantes y en constante rotación, de mis libros favoritos. Recuerdo haber leído un texto de Fernando Savater, El valor de educar, en donde afirmaba que el reto de la educación consistía en transmitir conocimientos que fueran significativos para los alumnos, que tuvieran un valor más allá de la memorización y la aprobación del curso. Considero que con la literatura es igual. Solo se quedan con uno los libros y los escritores que nos significan algo, que nos confirman en el deleite de la lectura por la palabra misma, pero también porque, de algún modo, nos hacen experimentar aquella metáfora de ver el mundo desde una óptica diferente, en estricto sentido, un ejercicio de alteridad, ponerse en el lugar del otro para mirarse desde fuera y reflexionar sobre la propia existencia en alguno de los muchos planos que la componen. Poco a poco he ido entendiendo aquello que bien definen los expertos como la teoría de la recepción, de que cuando uno lee también complementa al texto y al autor, que a veces uno es más receptivo a cierto tipo de provocaciones o invitaciones para seguir en el libre ejercicio de leer lo que a uno se le pegue la gana. Derecho y libertad que se aleja de cualquier lista de los más vendidos, de los que por obligación culterana debes haber tachado de tu lista de pendientes.

Parafraseando a Pablo Neruda, confieso que he leído y que muchos de los autores y libros más preciados para mí han llegado por los caminos más extraños: librerías de viejo o usados (en Metepec conocí un pequeño local en donde a los libros usados los denominaban, con justa razón, “libros con experiencia”), en los anaqueles de remates en los supermercados, en tendederos de libros sobre el piso e, incluso, durante un tiempo tuve mi dealer libresco que me llevó a experiencias lectoras muy psicodélicas. Termino reconociendo públicamente que si alguna vez me quieren ver en dificultades simplemente formulen la interrogante de ¿quién es tu escritor o libro favorito? y verán la serie de pretextos y malabarismos argumentativos que pongo en marcha para evitar contestar tan terrible pregunta.

Es cuanto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario