miércoles, 30 de diciembre de 2020

De colibríes, peces y equipaje


 14 de noviembre de 2020

Escribo desde el rincón derecho del sofá anaranjado. Tengo frente a mí un televisor que cada vez enciendo menos. En la esquina de la habitación hay un espigado perchero que simula ser una palmera de madera y metal, que tiene ocupadas todas sus apretujadas ramas, de las que penden bolsas, mochilas y chamarras que hablan sobre la vocación viajera de quienes habitan o han habitado este lugar. Luego, un pequeño taburete sobre el cual descansa una gran maleta azul con todo lo indispensable para una estancia según sea la previsión anterior al viaje. Maleta que se abre, se vacía y se vuelve a llenar con el mínimo margen para el caos o el desorden, ya que la experiencia indica que muchas veces se sabe cuándo se comienza una travesía y pocas veces se tiene la certeza de cuándo es que se termina y, por ello, siempre debe estar lista.

Estar en tránsito permanente ha traído consigo un adiestramiento imperceptible, pero muy intensivo, sobre la optimización de los espacios rectangulares de las maletas, algunos más amplios y otros más reducidos a su mínima expresión funcional y operativa. De manera vertical, como de pie otra maleta gris, vacía, en posición de permanente espera para un próximo desplazamiento fuera de esta habitación. Luego la ventana que da al jardín de la casa y que también permite observar la parte superior de los muros verdes de la cancha de frontón del club deportivo que está justo detrás del muro que separa los espacios. Más a la derecha, las paredes de un cuarto de mantenimiento -¿o de herramientas?, ¡no lo sé!- son rematados en su cenit con la forma ovoidal del viejo tinaco de asbesto que vigila todas las demás instalaciones del club y que estoy imposibilitado de alcanzar a mirar desde mi observatorio actual. En medio de estas imágenes de concreto, asbesto y metal surge un árbol grande, del que tampoco conozco la especie o la variedad y que sirve como punto de referencia y asilo a decenas de pájaros que toman como camino los vientos de este rumbo de la ciudad. Un presagio. Un buen augurio.

Desde hace un par de semanas un colibrí se hace presente en el jardín a la hora de la comida y cuenta la leyenda que estos pequeños seres alados son mensajeros de buenos deseos y de amor. Me gusta la idea. ¡Es más!, me apropio de ella y la convierto en parte de la plegaria cotidiana con la que transitamos estos días tan iguales entre sí. Escribo, corrijo, me desdigo y vuelvo a redactar en tanto la tarde da paso a la noche y mi observatorio al mundo se oscurece y me pone de frente al sitio y al espacio desde el que intento escribir. Y de nuevo el recuento: el sofá anaranjado, el televisor, el perchero, la ventana, las maletas y yo, como en una especie de pecera, desde la cual he observado al mundo estas últimas semanas. ¡Y sí, ahora lo entiendo!. Al fin y al cabo no soy más que otro pez de la ciudad, como los de la canción de Joaquín Sabina, y que en mucho me parezco a él, cuando incesantemente repito la estrofa aquella que dice: “Y cómo huir/ cuando no quedan/ islas para naufragar”. Las esquinas de la maleta me contradicen: las islas y los naufragios también se sueñan.

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