martes, 29 de diciembre de 2020

La cuerda de la memoria


6 de junio de 2020

Todo es cosa de despertar unos segundos antes y comprobar, con inocente alegría, que le has ganado la partida a la alarma de tu reloj. Respirar hondamente, abrir los ojos y fijarlos en un punto fijo, mientras los otros sentidos también se enteran de que ha comenzado otro día. Bajar de la cama, estirarte, apertura mínima a las cortinas, para que ingrese de manera moderada el sol para que ponga en marcha la máquina de las horas y minutos que poco, o casi ningún, sentido tiene en esta época. Pausa. Luego, alzar los brazos, como intentando alcanzar el techo, las nubes o el cielo mismo. Inhalar y exhalar varias veces para destensar los músculos para regresar de inmediato al garbo natural de las mañanas.

Saludar a tu pareja, informar que sales a hacer tus ejercicios, que ya no consiste en la caminata y trote que tanto bien le han hecho a tu salud, sino que ahora se han transformado en una mínima rutina dentro de casa que, dependiendo del ánimo y del desvelo de la noche anterior, puede incluir de quince a veinte minutos en la escaladora elípitica, más otros diez minutos de saltar la cuerda, actividad de lo más simple, pero que disfrutas mucho, porque te regresa a la etapa de la infancia, aquella de cuando el juego y la competencia con este elemento se hacía en la calle, de manera individual, o en equipo y, si eras de los más avanzados, pedías a tus amigos que giraran dos largas cuerdas de manera coordinada, para mostrarles el grado de maestría que habías desarrollado, no obstante que sabías que, en un momento determinado, de manera tramposa o traviesa, ellos aumentarían la velocidad y elevarían el punto de giro sobre el piso, para provocar que te enredaras y que finalmente, entre reclamos y risas de todos, perdieras el paso para dar oportunidad en el juego a otro de los saltarines, y resignadamente tomar una de las puntas de las cuerdas, hacerlas girar y esperar, una vez, muchas veces, más, tu turno para seguir saltando hasta que se agotara la tarde. Todo eso pasa en tu memoria, mientras de manera agitada y dificultosa tratas de mantener la rutina aérobica sugerida y tener los beneficios cardiovasculares que realizar tal actividad supone.

Estimulados los músculos y los pulmones, que se traduce en una agitada respiración, reparas en que debes de observar el monitor de frecuencia cardiaca que por recomendación médica llevas, desde hace un par de meses, en la muñeca izquierda: 120 latidos por minuto, estás dentro de rango, no obstante la agitación y el cansancio que sientes. Un poco de estiramientos, sin orden, sin un plan. Esta parte la rutina la prefieres realizar en la terraza, observando cómo el sol termina por ganarle la partida al horizonte y poco a poco comienza a posarse sobre las últimas sombras de la madrugada, en tanto que, poco a poco, comienzas a escuchar el alboroto matutino de los pájaros que han tomado como multifamiliares los árboles de manzana que tiene el vecino, de el que no sabes su nombre, y que están ubicados al oriente de tu improvisado mirador.

Reconfortado, animado, regresas a la habitación para tomar la ducha y una vez que las primeras gotas de agua caen sobre tu rostro, agradeces por despertar sano y comienzas a resolver el verdadero problema cotidiano: cómo transitar o navegar sobre las demás horas que restan del día, en un confinamiento que ha puesto a prueba tu salud física y emocional por más de dos meses. No sabes la respuesta, pero no te apuras. Como lo demás días, lo irás resolviendo a medida que la jornada se vaya desarrollando.

Por lo pronto, lo has iniciado bien. Así lo quieres creer y así te ayuda a sentirlo esa pequeña rutina de ejercicio. Muchos dirán que son los efectos de las endorfinas sobre el cuerpo y el cerebro, pero tú sabes muy bien que es el poder del corazón y la memoria, que abren todos los días una pequeña ventana a tu niñez para escapar por un rato de este encierro, durante sólo diez minutos, mientras dificultosamente saltas la cuerda y sonríes con una media luna en tu rostro, como si estuvieras de nuevo en las calles con tus amigos, a los que, por cierto, nunca has vuelto a ver.

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