martes, 29 de diciembre de 2020

Uno, los libros, la lectura y las bibliotecas



23 de Noviembre de 2019

Hay una cita muy célebre, atribuida a Jorge Luis Borges, que dice: “Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca”, y puede ser que tenga razón en ello. Las primeras letras las aprendí en la Escuela Primaria David G. Berlanga, “La Tipo”, y casi de inmediato me propuse leer al mundo y todo el material escrito que cayera en mis manos, pues el descubrimiento del poder mágico de la palabra y la imaginación abrían para mí numerosas rutas y experiencias para conocer la vida, en la cual apenas iba iniciando la travesía.

La primera biblioteca formal que conocí fue por accidente o distracción, más que por curiosidad. La oficina a la que se reportaba mi padre se ubicaba en la segunda planta del primer patio del Palacio Clavijero, cuando este recinto era ocupado por numerosas oficinas gubernamentales. En algunas de esas tardes que lo acompañaba, cansado y aburrido de hacer avioncitos de papel y de correr por los pasillos, me di a la aventura de cruzar la calle Nigromante e ingresar al primer patio del Colegio de San Nicolás.

Debí de tener siete u ocho años de edad, por lo que llamé la atención de una elegante señora que me preguntó las razones de que yo anduviera solo en ese lugar, a lo que respondí que estaba aburrido. Entonces me llevó a un lugar donde me dijo que nunca me iba a aburrir y así fue que llegué a la biblioteca de ese lugar. Me explicó que cada vez que tuviera tiempo y que contara con la autorización de mi padre, a quien conocía porque también era profesor universitario, me prestaría todos los libros que yo quisiera para aprovechar el tiempo.

Andersen, Salgari, Perrault y otros autores comenzaron a hacerse familiares dentro de las lecturas que hice en ese lugar. Años más tarde, en una de las primeras mudanzas que me tocó emprender, llegué al barrio donde pasé de la infancia a la adolescencia y el placer por la lectura y los libros siguió vigente; es más, se convirtió en mi tabla de salvación. A los trece años de edad había reprobado el segundo año de secundaria y debía de recursarlo en otra institución. El castigo, además del cambio de escuela, de turno y de amigos, consistió en la negación absoluta de cualquier permiso para salir de la casa si no era para asistir a la escuela.

Así que los muchos ratos libres que tuve dentro de mi habitación los empleé en leer los seis tomos del Atlas Enciclopédico que había en casa, además de los doce tomos de la Gran Colección de la Literatura Mexicana, que incluía textos y autores prehispánicos y llegaba hasta las voces más contemporáneas del momento, la cual me resultó sumamente atractiva y entiendo, hoy día, que fueron las lecturas que me ayudaron a definir más tarde mi vocación por las humanidades.

Ya encarrerado en el tema de las lecturas, cuando se me levantó el castigo la Biblioteca del Planetario se convirtió en el espacio de mi educación sentimental, pues a la par que acudía a ese sitio para resolver las tareas del bachillerato me di el gusto de pasear y regodearme por el pasillo de la literatura hasta que me dolieran los ojos de tanto explorar nuevos autores y géneros. Fue justo en ese momento que, con mis escasos ahorros, comencé a destinar un pequeño fondo para ir adquiriendo los libros que más me gustaban y que estuvieran dentro de mi poder adquisitivo. Así comencé lo que ahora me da por llamar mi biblioteca particular.

En la universidad, la biblioteca para los que nos dedicamos a las humanidades es nuestro motor y laboratorio para la generación de ideas que expliquen el acontecer humano, por lo que pasamos gran parte de nuestro periodo formativo en esos lugares.

Hoy, por los azares de la vida y decisiones profesionales me toca coordinar una biblioteca y, sin siquiera sospecharlo, eso me llevó a regresar a mis orígenes familiares, puesto que –sin yo saberlo– mi padre había trabajado también como bibliotecario en esta universidad hace más de medio siglo. Las vueltas que da la vida. Me gustan los libros. Me gusta la lectura. Me gustan las bibliotecas y tengo la fortuna de colaborar en una de ellas.

Comencé este texto con una cita de Borges, no porque me equipare en algo con él, sino porque en algo entiendo lo que de paradisíaco pueden resultar estos espacios para el conocimiento y espíritu humano. Mi gusto por los libros, la lectura y las bibliotecas quizá los resuma mejor la frase de Juan José Arreola: “Una última confesión melancólica. No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla”.

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