miércoles, 30 de diciembre de 2020

Ir al campo

 


15 de agosto de 2020

Ir o salir al campo es una expresión que ha variado en contenido y significado para mí a lo largo de mis varias décadas de ser “vecino de este mundo por un rato”, como dice la canción de Alberto Escobar.

Ir al campo, en las verdes praderas de mi primera infancia, representaba ir a la ranchería en donde vivían mis abuelos maternos, la mayoría de mis tíos de esa rama genealógica y mis numerosos primos en el oriente de Michoacán. Este viaje se traducía en intentar colaborar, casi siempre sin éxito, en las múltiples y casi siempre extenuantes tareas del ámbito rural, ante la complacencia y benevolencia de la parentela, quienes con pícara sonrisa veían los muchos intentos de los infantes citadinos por convertirse en cosa de horas, acaso un par de días, en unos profesionales de las actividades bucólicas: regar la huerta de aguacate que estaba bajo el cuidado de los abuelos; cosechar maíz o ir a “trabajar” en el cultivo de tomates, o en la extracción de los bulbos de la flor de gladiola, en donde, ahora entiendo, que nos pagaban más por el afecto que le tenían a mis parientes y por la diversión que les proporcionaba ver mis frecuentes errores, más que por mi escasa productividad; desgranar elotes, sin perder la piel de los dedos, o los dedos mismos, en la desgranadora de maíz manual que consistía en un artefacto circular hecho de olotes amarrados con un aro de metal o alambre; ir de cacería nocturna en busca de lechuzas o de conejos, con el auxilio de miopes lámparas de mano y de efectivas resorteras en las manos de mis primos, que no en las mías, donde pocas veces regresé con alguno de los objetivos de caza, expediciones que casi siempre yo promovía, porque más que poner a prueba mis capacidades de rastreador y de captura, lo que en verdad buscaba era llegar al alegre convivio que hacíamos al final de la aventura, la cual recreábamos de manera jocosa y fantasiosa, inmediatamente que regresábamos a casa, mientras cada uno de los participantes daba pequeños sorbos a su pocillo con té de canela y mordía una galleta, alrededor del fogón de leña que estaba en uno de los extremos de la cocina.

De manera simultanea a esta tradición familiar, ir al campo fue adquiriendo una nueva connotación cuando mi tío Laureano comenzó a trabajar para un señor que se dedicaba a la compra-venta de ganado para luego traerlo al rastro de Morelia. Así que durante muchos fines de semanas y varios periodos vacacionales salir al campo se volvió un trabajo de alta especialización pecuaria en la que tuve la oportunidad de acompañar a mi tío y a su patrón a múltiples ranchos de crianza de vacas, pero también de toros de lidia y de reparo para los jaripeos en buena parte del territorio michoacano. Quizá aquí fue el momento en que pude haber abrazado el oficio de torero o de jinete, pero los varios empellones que me dieron las vaquillas de lidia y los muchos tumbos que me provocaron, ni siquiera becerros, sino apenas borregos alocados, me hicieron entender que mi vocación no estaba por estos rumbos.

Pocos años más tarde, durante mi adolescencia y juventud significó un nuevo rumbo en la capacitación que da la vida para afrontar ese enigma que llaman ser adulto, que no es más que un continuo proceso de tomas de decisiones, buenas y malas, y que no necesariamente significa saber asumir las consecuencias de dichas elecciones. Por invitación de un compañero y amigo de la secundaria me integré al movimiento scout, siendo miembro de la tropa y clan del Grupo 3, cuya referencia geográfica central es el templo y barrio de San José. Ahí fui formado no sólo en las técnicas propias para el campismo, en el respeto a la naturaleza, en la formación en valores, en la solidaridad y en la vocación por el servicio. El esfuerzo físico que requirió este entrenamiento, combinado con técnicas de adaptación y supervivencia en el bosque, la emoción de lanzarse a los rápidos de los ríos en endebles balsas de madera y cámaras de llantas, el reto de superar el miedo para realizar tu primer rapel y los subsecuentes, pero sobre todo, las canciones y confesiones que se compartieron alrededor de una fogata, son lecciones que me marcaron de manera definitiva. Las anécdotas que compartí y los aprendizajes que recibí durante este periodo dan para muchas páginas que quizás iré desmenuzando y compartiendo en otras entregas. Solo recupero, no sin cierta emotividad y nostalgia, que durante esa etapa realizar campismo se hacía con mayor entusiasmo que con recursos o equipo y que ahí encontré a personas muy importantes para mí, con las cuales tengo la fortuna de conservar su cariño y amistad por más de tres décadas.

Si, como dicen, no hay mejor escuela que la vida, al paso de los años comprendo que ir al campo ha sido una de las materias que más provecho y beneficios ha traído  para mí, a pesar de que ahora soy, mayoritariamente, un animal urbano, pero entiendo que mis raíces familiares y afectivas tienen un sólido componente campirano.

Al día de hoy no puedo ir al campo por las razones que todos conocemos, pero me valgo de la voz del poeta, para que el campo llegue a este pequeño sillón desde donde se escribe la colaboración de hoy.

Visitas
A través de la noche urbana de piedra y sequía
entra el campo a mi cuarto.
Alarga brazos verdes con pulseras de pájaros,
con pulseras de hojas.
Lleva un río de la mano.
El cielo del campo también entra,
con su cesta de joyas acabadas de cortar.
Y el mar se sienta junto a mí,
extendiendo su cola blanquísima en el suelo.
Del silencio brota un árbol de música.
Del árbol cuelgan todas las palabras hermosas
que brillan, maduran, caen.
En mi frente, cueva que habita un relámpago…
Pero todo se ha poblado de alas.
Octavio Paz

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