miércoles, 30 de diciembre de 2020

Autotecnobiografía


1 de agosto de 2020

En el vertiginoso mundo de la tecnología de la información y la comunicación yo pertenezco a la generación X, a los que cronológicamente nos ubican entre los antiquísimos años de 1965 y 1979 del vetusto siglo XX. Formo parte de los también llamados “Inmigrantes digitales”, los cuales debimos de transitar en nuestra experiencia tecnológica cotidiana de las televisiones y radios de transistores, que con escasos segundos, incluso minutos, debían de “calentarse” para alcanzar su desempeño funcional óptimo. En el caso del televisor, era cosa de que el punto en blanco que se formaba en el cuadrado negro de la pantalla, comenzara a crecer, al mismo tiempo que la impaciencia y curiosidad de los espectadores, para que las imágenes y el sonido llegaran hasta el televisor. Hablar del control remoto fue asunto de desarrollo científico posterior. El radio, por su parte, comenzaba con un lejano y creciente zumbido, hasta que por fin los transistores y circuitos daban de sí para sintonizar las estaciones y uno podía por fin distinguir los sonidos y las notas.

Y sí, todavía alcancé la música en acetatos, principalmente en el formato de Long Plays de 33 revoluciones por minuto y un gran salto para la humanidad melómana fue la creación de los audiocasettes con sus metros y metros de cinta magnética para almacenar joyas fonográficas que cada uno atesorábamos. En este rubro, la evolución también comenzó a medirse en la reducción en el tamaño de los sistemas para la reproducción sonora. Yo pasé de las consolas, que eran una compleja combinación de tornamesa para los acetatos, con receptor de radio, dentro de una caja madera, que entre más grande y trabajo de ebanistería tuviera, mejor nota estética y ubicación recibía en los hogares. Luego el progreso me llevó de la mano por las radiograbadoras portátiles, hasta llegar al punto mínimo: el walkman, un dispositivo reproductor de música y radio que podías llevar a todos lados, aunque las baterías o pilas alcanzaran sólo para utilizarlos, a lo mucho, dos o tres horas máximo. La autonomía no era para siempre y las pilas recargables aún no aparecían en escena.

En lo que se refiere a la etapa lítica de las Tecnologías de la Información y de la Comunicación, como suelen denominarse hoy en día, yo llegué por la visión educativa de mi madre o por su necesidad de mantenernos ocupados, a mí y a mis hermanos, en actividades formativas durante las vacaciones veraniegas. Así, que en unas vacaciones de 1984, entre los meses de julio y agosto, me inscribieron en una pequeña escuela de “computación” en donde comencé a enterarme de temas tan secretos y arcanos como el sistema binario, el código ASCII, el sistema hexadecimal, que poco aprecié, pero que más tarde me han servido como base de lógica y razonamiento para comprender el funcionamiento de la tecnología más reciente, pero que en su momento me causó bastantes dificultades. Sobre la programación aprendí lenguas ya muertas, como el Basic, Fortran y Pascal, que ya sólo se les puede recordar en las áreas más antiguas de los museos tecnológicos mundiales.

Ya luego he sido testigo y usuario de los distintos sistemas operativos (interfaces gráficas para la interacción con las computadoras) desde el surgimiento de Windows hasta su versión 7, momento en que acepté cambiarme a las filas del sistema Mac, cansado de las eternas e interminables actualizaciones del software de Bill Gates, sin saber que el propio Steve Jobs y sus continuadores, me iban a conducir a otro proceso infinito de metamorfosis hasta llegar a su rostro actual, llamado MacOs Catalina.

Mi incursión a la internet se dio en la década de los noventa, circa 1995, cuando la conexión y la velocidad de la red eran sólo recomendables para personas con alta dosis de paciencia e imaginación, que nada tienen que ver con las respuestas en milisegundos que obtenemos hoy en día. Quienes pertenezcan a mi ronda generacional recordarán el rito mágico de la conexión por medio del modem telefónico y los impactos negativos que esto traía consigo para la sana convivencia familiar. En una genealogía resumida de los navegadores y sistemas de información he pasado desde Mosaic, Netscape, Opera, los muchos Internets Explorers, Microsoft Edge, Chrome y obviamente Safari, para los guerreros Apple. Al mismo tiempo que me asomaba al universo por medio de la web, me tocó ser participante de los primitivos sistemas de mensajería: bbs, chats, icq, la ahora reliquia de Windows Messenger y así sucesivamente hasta llegar a sus realizaciones más modernas: WhatsApp, Telegram y algún otro, que ya no conozco o no tengo interés por conocer.

Sobre las redes sociales he visto surgir, crecer y derrumbarse, como analogías de países e imperios antiguos a Geocities, MySpace y Hi5, a los que llegaron para quedarse, hasta el momento -en el mundo tecnológico todo es cambiante- como Youtube, Facebook, y la consolidación de las nuevas hegemonías como Instagram y Pinterest, de las cuales ya no participo, porque yo provengo más de una tradición de la palabra, más que de la imagen y no me siento cómodo dentro de sus códigos y fronteras.

Mi trabajo como egresado de una licenciatura en humanidades me ha llevado a aprender, por necesidad individual, un amplio espectro de software que debo utilizar para desempeñarme cada vez mejor: procesadores de palabras, hojas de cálculo, programas para presentaciones, para infografías, para estadísticas. Y obligado por mis responsabilidades y tareas profesionales he tenido que saber de sistemas integrales automatizados de bibliotecas, de programas de diseminación selectiva de información, de bases de datos automatizadas y, cuando creía que mis competencias eran más que suficientes para seguir cumpliendo con los requerimientos de mi trabajo y manteniendo una relación cordial con la tecnología, ahora, empujado por la pandemia, que a todos nos tomó por sorpresa, entiendo que me debo seguir formando en asuntos y temas sobre Big Data, Inteligencia Artificial y Entornos Virtuales de Aprendizaje porque la Transformación Digital ya no es una opción, sino una obligación.

Hoy realizo este recorrido de mi encuentro y relación con la tecnología, como parte de una actividad académica de uno de los talleres virtuales que debo de cursar en línea, en el momento en que personalmente me he planteado llegar a eso que llaman un “minimalismo digital”, o el uso “racional” y opcional de esas herramientas tecnológicas, y en un contexto global en el que humanistas, transhumanistas y posthumanistas debaten cuál es la utilidad y perjuicio de la tecnología para la vida, a la manera de Niestzche, en una encrucijada histórica para la humanidad en el que parece que el futuro llegó antes de lo previsto con esta pandemia. Como lo volvió a advertir, apenas hace 2 años, el historiador israelí Yuval Noah Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI: “Ahora mismo los algoritmos te están observando. Observan adónde vas, qué compras, con quién te ves. Pronto supervisarán todos tus pasos, tu respiración, los latidos de tu corazón. Para llegar a conocerte cada vez mejor, se basan en macrodatos y en el aprendizaje automático. Y cuando estos algoritmos te conozcan mejor de lo que te conoces tú, lograrán controlarte y manipularte, y tú poco podrás hacer al respecto. Vivirás en Matrix, o en El show de Truman. Al final, se trata de una cuestión empírica sencilla: si los algoritmos entienden de verdad lo que ocurre dentro de ti mejor que tú mismo, la autoridad pasará a ellos”. ¿Esta es una visión a futuro o una radiografía del presente? El que esté libre de culpa… que lancé el primer Smartphone.

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