martes, 29 de diciembre de 2020

De influenza y cosas peores


14 de marzo de 2020

Corría el año 2009 de nuestra era. Decían que era un nuevo tipo de influenza, una a la que inicialmente la etiquetaron con el nada pomposo nombre de gripe porcina, y en ese instante, todos los cerdos, incluido Porky, se volvieron sospechosos y peligrosos. Inmediatamente, la Organización Mundial de la Salud buscó una nomenclatura más rigurosa y contundente en términos científicos, y se estableció que era una influenza del tipo A(H1N1), nombre científico que casi colapsa al sistema educativo mexicano, cuando la líder del sindicato magisterial intentó infructuosamente, en repetidas veces, decir correctamente la palabreja esa, para girar las instrucciones de las medidas precautorias contra la enfermedad. Si tan sólo decir su nombre era difícil, entonces el padecimiento debía de ser peor.

Cuentan los testimonios de la época que el virus se generó en una granja porcina en California y que dos niños, obviamente de origen latino, a los que se les antojó un taquito de carnitas, fueron los primeros portadores del bicho ese. Cruzó la frontera hacia México, sin visa alguna, por el puente internacional de San Diego y comenzó una lenta, pero progresiva infección del territorio nacional, para posteriormente propagarse hacia todo el mundo.

En los primeros días de abril de 2009 estaba yo de paso en el aeropuerto “Abelardo L. Rodríguez” de la ciudad de Tijuana, a donde había acudido a atender un compromiso  familiar, para tomar el vuelo de retorno a Morelia. Concluido el trámite de documentar mi viaje en la aerolínea debí pasar por un riguroso protocolo precautorio contra el contagio del H1N1, que consistió de dos fases: 1) contestar con toda honestidad a la pregunta de “¿Ha tenido usted fiebre o tos en los últimos días?” y, 2) cumplir con la orden de “pase usted al dispensador y frote sus manos con alcohol en gel”. Una vez aprobado lo anterior ya me sentía protegido contra el mal, pero eso no disminuyó el temor habitual que me genera el viajar en avión y más, cuando me percaté de que en esa ocasión lo realizaría en medio de una gran cantidad de pasajeros que llevaban la mitad del rostro cubiertos con cubrebocas. Estaba casi seguro de que hacían eso porque habían fallado en alguna de las dos medidas anteriores.

Una vez en mi ciudad, al igual que hoy, comencé a recibir noticias día a día, hora tras hora, minuto tras minuto del avance de esta nueva enfermedad y de los esfuerzos que se hacían en todo el mundo para controlar su propagación y encontrar una cura. Las medidas que se me habían aplicado en Tijuana, ahora eran obligadas en todo el país. La demanda de cubrebocas rebasó el potencial de comercialización y de producción de los mismos y lógicamente, comenzaron a escasear. Con el gel en alcohol pasó lo mismo y los laboratorios de las universidades abandonaron su vocación académica y de investigación para convertirse en nuevos productores de esta sustancia. La emergencia nacional y mundial lo reclamaban.

Las formas de cortesía social y de convivencia también se vieron modificadas. A las cálidas formas de saludo de los mexicanos, debíamos de sanitizarlas con maneras más higiénicas y menos peligrosas para nosotros. Mejor un saludo de lejitos y con la mirada, que un buen apretón de manos y, mucho menos un abrazo, porque eran el camino seguro para ponernos bajo observación y en posible cuarentena.

Para la tercera semana de abril, toda actividad escolar, comercial y social se suspendió en México: había llegado el momento más crítico de la pandemia. Habíamos de superar la crisis de salud permaneciendo en nuestras casas, con el menor contacto posible con otros individuos de nuestra misma especie. Ahora que comparto esta experiencia con mis sobrinos no les alarma el hecho del aislamiento social que padecimos, el detalle que les parece sorprendente y alarmante, es el hecho de cómo lo pudimos conseguir, si todavía no existían para ese año ni Netflix, ni Amazon Prime. A lo que les digo que provengo de una generación de estoicos y valientes sobrevivientes de la primera pandemia del siglo XXI.

Nunca se supieron las cifras exactas en el mundo y en el país de las personas afectadas y fallecidas por el H1N1 y ahora, forma parte del catálogo de influenzas habituales y recurrentes que padecemos la especie humana.

Hoy, como hace once años, ante la nueva pandemia, la del coronavirus COVID-19, el principal peligro no son los murciélagos –la narrativa de la enfermedad dice que ahora fue por comer una sopa de estos seres alados–, ni la falta de una vacuna para este mal en específico, sino más bien la desinformación y el pánico colectivo. Los cubrebocas, las mascarillas y el alcohol en gel vuelven a escasear, no obstante los constantes comunicados sobre las características de la enfermedad, los protocolos preventivos y atención, de cuando se sospeche que pueda ser uno portador de este nuevo virus.

Los reportes dicen que la fase más intensa de propagación y de riesgo de infección por el COVID-19 en México será entre el 20 y 30 de marzo. Y yo, como persona precavida y responsable que soy, desde hoy, me doy a la tarea de alimentar la lista de series y de películas que deseo ver en Netflix y Amazon Prime, por aquello de que deba de pasar lo peor de la pandemia confinado en casa.

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