miércoles, 30 de diciembre de 2020

¡Pinche, Manuelito!


11 de julio de 2020

—¡¿Ahora qué tienes pinche, Manuelito!? ¡Pásale, ahorita te atiendo!

Ese era su recibimiento de siempre. No importaba la hora, el día y el malestar del que se tratara. Si la necesidad de consulta era en la madrugada, sólo te pedía que no lo llamaras en lo que llegabas hasta su consultorio, que estaba ubicado en su propia casa, porque decía que en los veinte minutos en los que uno tardaba en llegar hasta allá, él podía seguir durmiendo otro ratito. Quienes fuimos sus pacientes sabíamos que no importaba la hora y el día, siempre estaría ahí para atendernos, salvo un par de horas en la mañana, que era las que empleaba para realizar ejercicio en su caminadora o practicando tenis, su deporte preferido. Todo el año era dedicado a la atención de sus pacientes, con excepción de la semana en que se desarrollaba el Abierto Mexicano de Tenis en Acapulco, Guerrero, único periodo de descanso en el año para el que trabajaba arduamente. Así que sus pacientes debíamos de ser precavidos y no enfermarnos mientras se desarrollaba ese prestigioso torneo. Dos discretas fotos, una junto a David Ferrer, máximo ganador del mismo, y la otra, junto a un jovencísimo Rafael Nadal, número uno del mundo en varias ocasiones, eran los únicos objetos que daban pistas sobre su amor por ese deporte.

Yo lo conocí en 1990, cuando todavía era profesor en la entonces Escuela de Historia; sí, un médico que impartía la clase de inglés a historiadores, puesto que él había hecho parte de sus estudios en el vecino país del norte. Más que método y didáctica tenía un don natural para la conversación y la anécdota, cosa que hacía entretenidas y divertidas sus clases. En más de una ocasión mientras iba en mi caminata rumbo a Ciudad Universitaria me alcanzaba en su camioneta y disminuía la velocidad y al grito de: “¡Súbete, gordito, que no vas a llegar a tiempo a tus clases!”, sirvió para que no me cerraran la puerta o me pusieran retardo. En uno de esos trayectos me pidió que sacara una hoja de mi libreta y me recetó unos medicamentos para el malestar en la garganta que yo padecía, sin haberle siquiera mencionado que me sentía mal. Dejó la docencia porque el número de pacientes crecía y no le permitía atender adecuadamente sus labores universitarias. Sin embargo, a la vuelta de pocos años, cuando la amistad con el profesor Osvaldo Arias y su esposa, María Avaca, comenzaba a solidificarse, el contacto con él se reanudó porque, además de ser su vecino, era el responsable de la buena salud de estos dos entrañables amigos. Así fue que poco a poco las visitas a su consultorio se fueron convirtiendo en un punto de referencia, médico y afectivo, de nuestra cotidianidad en esta ciudad. Mi familia y yo nos sumamos a su cada vez más larga lista de pacientes, no sólo por su flexibilidad en el horario, sino por lo certero para los diagnósticos. Reconozco que en más de una ocasión, al no sentir alivio inmediato con sus prescripciones, iba en búsqueda de la segunda opinión, y el cien por ciento de las ocasiones reafirmaba y confirmaba el tratamiento que él ya me había dado. Y cuando en una visita posterior le comentaba de mis avatares siempre respondía: “¡Pinche, Manuelito, te gusta pagar caro a los especialistas… ya te voy a cobrar como esos cabrones!”.

Dicharachero, sonriente, malhablado con tino y temple, siempre tenía una sonrisa para uno, no obstante que le estuviera llamando la atención a uno por no seguir al pie de la letra el tratamiento que él había prescrito. Recuerdo con particular emoción aquella ocasión en su consultorio cuando se me quedó viendo en silencio y, preocupado por el padecimiento que estaba poniendo al límite mi salud, sólo atinó a decir: “¡Pinche, Manuelito!, ¿cómo te fue a dar a esta enfermedad? ¡No te preocupes, todo tiene solución! No pienses en tus males sino en todas las cosas buenas que te rodean. ¡¿Qué no te alegra despertar en las mañanas y escuchar el canto de los pajaritos?! Y así fue que, a partir de ese momento en que estaba por tocar fondo puse mayor atención y dedicación al cuidado de la salud para salir de ese enorme bache en el que me encontraba. Desde entonces, hasta hoy día, todas las mañanas, antes de abrir los ojos, me concentro en el aleteo y cantos de las aves que están más allá de la ventana de la habitación, como una especie de ritual o mantra para arrancar bien la jornada que apenas se insinúa. Si he de ser sincero, confieso que gran parte de la decisión de haber colocado un bebedero para colibríes en la terraza a inicios de este confinamiento viene motivada desde aquella lejana recomendación que me hizo.

La última vez que lo vi fue el 13 de junio, cuando pasé a su consultorio por una receta para poder resurtir el medicamento controlado que toma mi madre, ocasión que aprovechó para preguntarme si yo también tenía reserva del tratamiento con el que mantengo mi salud; le dije que todavía me restaban cinco pastillas y, sin más, me elaboró una receta, posfechada, por si tenía necesidad de volver a comprarlo durante el confinamiento. Una receta posfechada que no ya no usaré, porque justo ayer, cerca de las 5 de la tarde nos informaron que se encontraba hospitalizado y cinco horas más tarde nos daban la estremecedora noticia de su fallecimiento.

Hoy me pregunto: “¡¿Ahora qué tienes pinche, Manuelito!?”, y me respondo yo solo para aclarar un poco la confusión de ideas y emociones que me atraviesan: “¡Pus tengo una profunda tristeza e impotencia porque ya no veré de nuevo a nuestro médico, a nuestro profe y a nuestro amigo!”. Descansa en paz, profe Eliazar Hernández Mora.

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