martes, 29 de diciembre de 2020

Maderear


14 de diciembre de 2019

No sé cuántas veces he caminado la Avenida Madero. No sé cuántos kilómetros he ido acumulando en la infinidad de ocasiones que la he caminado en los tramos comprendidos en las calles dentro del llamado Centro Histórico. Si por algo me reconozco como nativo de esta ciudad, es por el hecho de haber “Madereado” muchas veces. Es una bitácora de mis pasos por esta ciudad, escrita sobre el cemento y las canteras rosas de sus calles, casas, templos edificios, y que está vinculada a la gran memoria colectiva que comparto con mi familia, mis amigos y miles de habitantes anónimos, en la que donde muchas páginas de nuestras historias particulares y comunes, han tenido como escenario las aceras, esquinas y rincones de esta gran vía que divide a la ciudad en sus hemisferios norte y sur, y que extiende sus, cada vez más largos, brazos de oriente a poniente, para formar el referente inicial de nuestra percepción espacial sobre la dimensión aproximada de la comunidad urbana a la que pertenecemos.

Ir al “Centro” o salir a “Maderear” es un llamado al hábito o a la costumbre, a una forma de ser y comportarse dentro de los espacios y lugares de la ciudad. Puede ser todo, o puede ser nada. Ir al “Centro” o “Maderear” es un viaje al establecimiento comercial tradicional, al trámite burocrático, al bullicio y caos vial de las escuelas de más antigüedad instaladas ahí, al tráfico, a la falta de estacionamiento, al sitio en donde tienes que elegir por dónde caminar: o por la acera donde el sol quema al mediodía, o por la acera de la sombra, en donde el agazapado frío te envuelve si te detienes más de lo necesario. Ir al “Centro” o “Maderear” es el grito del payaso, fronterizo entre el albur y los chistes malos, es el sonido de los danzantes en la plaza, el silbato inútil del oficial de tránsito, es la voz enérgica, ignorada y desgastada del predicador de plaza, frente al coro organizado y, cada vez más numeroso, de los vendedores ambulantes y su gran amplitud de ofertas, que como las flores de las plazas y jardines de la ciudad, renuevan y cambian su catálogo de productos, según sea la estación del año, la fiesta cívica, musical o religiosa que se esté desarrollando. Es el olor del café de los portales, del gazpacho, del esquite y vasolote, del churro de harina con azúcar, de los chicharrones con verduras y cueritos en vinagre y otros muchos olores de menor aprecio humano.

“Maderear” es un ambiguo referente geográfico, pero que al mismo tiempo es indispensable para los habitantes de esta ciudad en la configuración personal del mapa específico llamado matria, esa matria que tan bien nos explicó y enseñó el gran historiador michoacano Luis González y González y que se refiere a ese pequeño mundo que nos nutre, nos envuelve y nos cuida de los exabruptos patrióticos, a ese orbe minúsculo en el que nos sentimos amparados. Soy de aquí y me sé de esta ciudad, porque a pesar de que “Maderear” puede ser todo o nada, una travesía constante con imprecisos y cambiantes puntos de salida y de llegada, es siempre una referencia de encuentro.

¿Y entonces, qué? ¿Vamos a “Maderear” o te rajas?

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