martes, 29 de diciembre de 2020

Amargo y acidito


15 de febrero de 2020

No guardo registro del momento en que comencé a prestar atención a la celebración del 14 de febrero. Busco en los rincones de mi memoria y sólo rescato la evolución comercial que ha tenido esta fecha. Primero conmemorábamos el Día de la Amistad, luego, el Día del Amor, porque seguramente obliga más el compromiso moral de un noviazgo, que una relación desinteresada como puede ser la amistad en algunos casos. Que si es por preservar la memoria del mártir cristiano San Valentín, me parece más bien un esfuerzo por darle un sentido menos banal y menos monetario de lo que se ha convertido esta fecha hoy en día.

No, no hablo desde el resentimiento o la apatía por no saber librar bien las batallas contra cupido y lo errado de sus flechazos que he tenido que padecer en determinados momentos de mi vida, sino más bien por la impotencia y frustración que me genera hoy en día tratar de determinar qué regalo o qué lugar es el más adecuado para expresar lo que verdaderamente se siente por alguien.

¡Vaya!, las preguntas rondan sobre profundas meditaciones de cómo se miden o cuantifican el cariño y el afecto en sus distintas modalidades; discernir si es la misma cantidad de flores, chocolates, desayuno, comida o cena la que se debe de ofrecer en este día a un amigo, a un compañero de trabajo, a un familiar, que a la pareja con la que estás casado o comprometido en relación permanente.

Insisto, no estoy en contra de este día y de festejar al amor y la amistad, sino la simplificación en términos materiales que se le ha dado. Si de flores, muñecos de peluche o chocolates se trata, resulta que han subido, del día anterior a hoy, por lo menos un 200% más de su precio habitual.

Ya ni hablar de la creciente e infinita lista de opciones de “detalles” que la mercadotecnia nos ofrece para “esa persona que ocupa un lugar especial en nuestro corazón” (sic). Si de salir a compartir alimentos se trata, el dilema consiste en resolver la ecuación tiempo, lugar, reservación, dividido o multiplicado, según el método elegido para despejar la incógnita, de dónde no habrá tanta gente para recibir, no un servicio ni trato excepcional sino, una atención mínimamente aceptable en términos de buena convivencia urbana y humana.

Y viene todo un proceso que pone a prueba el nivel de paciencia y tolerancia de todos aquellos que acudimos a festejar. Fase uno, las mesas son insuficientes, y hay que esperar, no obstante que haya realizado uno reservación. Fase dos, ya superado ese obstáculo, viene la negociación con los meseros que por la concurrencia y urgencia de los asistentes, casi siempre se confunden al levantar las comandas. Fase tres, mientras, los cocineros, rebasados por lo solicitado, sólo piensan a qué horas termina su turno. Fase cuatro, de nuevo la intervención de los meseros, que confunden el orden de lo solicitado y entregan lo que su distraída concentración les indica. Fase cinco, uno termina por tener frente a sí un platillo que no había ordenado y que para rectificar, hay que recomenzar el proceso desde la fase dos, opción que casi siempre se declina, ante las implicaciones temporales que conlleva.

No. No. No me malinterpreten, yo solo sigo buscando en mi memoria lo que hace diferente a este día de los 365 restantes de este año (acuérdense que es bisiesto). Y no doy con la respuesta que me libere de esta incomodidad de no sentir de que no estoy cumpliendo adecuadamente con el ritual indicado para la ocasión. Y sí, acepto que se nota cierto tono amargo y acidito en mis palabras, como el sabor del chamoy Miguelito, que hasta donde recuerdo, a propósito de los querubines que inundan la ciudad y las redes desde que comenzó febrero, es el único Cupido, al que le he sido devoto y fiel desde mi infancia.

Mientras, sigo esperando con una sonrisa en cara, a que el capitán de meseros me indique que podemos pasar, ¡por fin! a la fase dos del festejo.

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