jueves, 17 de noviembre de 2016

Presentación de libros

Cualquier parecido con la realidad, es mera coincidencia
Teoría y práctica de la presentación de libros
Por Fabricio Mejía Madrid
Decidí no volver a presentar mis libros para ahorrarme la escena en que llevan a mi abuela arrastrando los pies con un tanque de oxígeno. O a las tías sobreactuadas coqueteando con alguien que creen que es un novelista y resulta que es el que conecta el sonido. O a mis padres conmovidos diciendo, sin entender nada, con el libro entre las manos: “Uhm, qué bien”. Si son los libros de uno, la presentación se asemeja peligrosamente a una intervención quirúrgica. Sólo en esas dos ocasiones la familia se toma en serio el irte a ver. Y, en muchos sentidos, escribir un libro, sobre todo una novela, es haber estado internado en un hospital en riesgo de no salir nunca más. Como en todo hay que saber cuándo ya está bien y salir a respirar el fresco, aunque sea en bata y pantuflas, y la sonda de café todavía conectada a la vena.
Tratándose de los libros de otros, la presentación cambia de aspecto. Es un excelente momento para repartir elogios sin mesura, chistes locales, amenazas veladas y, si no es tu amigo, destrozar su obra. Hay tres tipos de presentadores: los que van a hablar de sí mismos porque nadie los escucha en sus casas –son el tipo de gente que te toma del brazo mientras conversa contigo, lo que indica que mucha gente se ha ido cuando estaban hablando–, los que disectan el texto en treinta minutos sin tomar agua –cada vez que pasa una página, la gente se fija en el tambache que le queda por leer y suspira– y, por último, están los que sólo destruyen diciendo cosas como: “Este autor no es Dostoievski”. Pues no es, animal. Ni tú, Edmund Wilson. Estos últimos presentadores van y atacan sin ponerse a pensar que, quizás, el libro en cuestión le costó al autor una ciática, hemorroides o un matrimonio. Un crítico se bajó de la mesa después de haber insultado a un autor en presencia de su madre, y me confesó sin ningún remordimiento:
–No sé por qué lo ataqué. Ni siquiera lo leí.
–Pero dijiste que era el peor libro del año –le reclamé.
–Cualquiera es el peor. Es un país de mierda. Y, después, supe que el crítico se había mudado a Haití.
La no-lectura del libro que se presenta puede ser importante. Una noche entré a un bar y un tipo vagamente conocido se congratuló de que yo iba a presentar un libro esa misma noche, quince minutos después de que nos saludamos. –¿Yo? Vengo a tomarme una cerveza –le dije, extrañado.
–¿No viste el anuncio en La Jornada?
Y pasé a presentarlo sin haberlo leído. Después lo supe: alguien se confundió en la editorial y, en lugar de llamarme, le llamaron a Fabrizio León, el fotógrafo, quien, por supuesto, les dijo que sí, les colgó, y no apareció. La coincidencia es parte sustancial de la literatura, así que me bebí un garrafón de vodkas para darme valor y me subí a presentarlo. Hablé de mi amistad con el autor. Y creo que fue la mejor presentación de un libro que he hecho. Con el vodka a la altura de los ojos, le dije:
–Has de haber escrito un gran libro, hermano. Ven aquí.
Y nos abrazamos mientras el público aplaudió hasta que se les secaron las lágrimas.
Pero lo que hay que tener en cuenta cuando uno presenta un libro en buena lid –es decir, uno lo leyó, escribió cinco cuartillas ligeras y remata con un chiste o con una cita– es al público. Hay varios tipos. Están los viejitos que van a todas las presentaciones porque es su única vida social: se toman unas copas de vino gratis, cenan canapés y se hacen de palabras con algún poeta intoxicado. Esos viejitos son los que se duermen a la mitad de tu lectura pero, luego, van y te felicitan muy cordiales sólo para ver de cerca el escote de tu novia. Están los que creyeron que era otra cosa y se aburren. Son los que se miran los zapatos a los veinte minutos y acaban abriendo el periódico a los veintidós. Hay quienes te siguen en todo con la cabeza, los ojos absortos, una sonrisa, y a la hora de las preguntas descubres que no estaban entendiendo nada: “Es de que usted dijo que la matanza de Tlatelolco o sea que sí ocurrió en verdad, ¿o sólo en el libro de Elena Poniatowska? Si me podría aclarar, ¿verdad?”. Entre estos espectadores están los que siempre preguntan asuntos como: “¿Y de dónde saca usted la inspiración para escribir?”. O los tribunos que fueron oradores en la asamblea sindical y hoy agarran cualquier auditorio para tirar sus netas: “Como ahora que el neoliberalismo elige a los presidentes de todo el mundo con su bota lodosa. Viva Hugo Chávez, señores”. Hay misterios, también. Los que toman notas pero no hablan. Y siempre está la guapa a la que uno le dedica miradas supuestamente cómplices pero a quien siempre le suena el celular, se sale y no regresa.
Se presentan libros para que alguien se entere de que aparecieron. Yo decidí hace unos dos libros sólo presentarlos ante la prensa. Como puta, me encerraron en una oficina de la editorial a recibir a cuanto reportero cultural llegara. Fue una larga fila. Pero más de la mitad empezaba la entrevista con la misma petición: “¿Me podría sintetizar lo que dice su libro en dos minutos? Es que la jefa de la sección cultural se lo quedó y no pude leerlo”.
Es como si la puta, además de satisfacer fantasías, tuviera que inventárselas a sus clientes. Creo que a más de dos les dije que mi novela sobre el PRI, El rencor, se trataba de una estatua de Emiliano Zapata que se tiraba una flatulencia y desataba un culto global. A lo mejor por eso no se ha vendido.

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